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Intervención divina (Parte dos)

Su expresión en primer momento me pareció inescrutable, hasta que habló: 

—Mira lo que hay que ver —dijo con un deje satisfecho —. Así que, después de ser por tanto tiempo una engreída que me miraba con superioridad como si fuese una cualquiera. Vienes a mi puerta, porque no pudiste cerrar las piernas y ahora necesitas de mi ayuda —. Chasqueo la lengua de puro placer. 

Mamá torció el gesto y me vi obligada a tragarme la última pizca de orgullo que me quedaba. 

Miré en dirección al Volvo, donde se encontraba mi leoncito y suspiré con pesar.  

—No te lo pediría, si no fuese por León. Por favor, mamá —le supliqué —, solo un par de semanas y no volverás a vernos nunca más. No volveré a pedirte nada, te lo juro y en cuanto consiga trabajo, te pagaré hasta el último centavo. 

Me prometí no morder el anzuelo, aunque ella no pensaba detenerse. Así que continúo disfrutando de la oportunidad: 

— Vaya uno a saber cuánto tiempo estuviste dando palos a ciegas, antes de aparecer en mi puerta, con un niño además. Tendrás que experimentar en carne propia lo que viví yo, con una niña pequeña y sin un centavo. Tuve que arreglármelas a base de sufrimiento, ¿y, para qué? —Dio un paso hacia atrás, meneando la cabeza —. Para tener una hija ingrata que solo aparece cuando no puede más con la carga que es tener un mocoso. 

—¡Mamá! —Sollocé —. Soy tu hija, tu única hija. 

—Mira —miró de soslayo el reloj que colgaba de la pared —, la verdad es que no puedo con este problema ahora. Estoy muy ocupada.  Ya te dije, mi novio está a punto de llegar y no sabe que tengo una hija ya mayor. Imagina que creería si te viese, con un niño —dijo horrorizada, llevándose la mano al pecho. 

—No se sorprenderá, a tu edad las mujeres ya suelen tener nietos —. No iba a mentir, mencionar su edad me generó un ramalazo de placer. 

Me lanzó una mirada furiosa. 

—Puede que le haya dicho que tengo treinta y cinco —. Se mordisqueó el labio, mientras yo me secaba el rostro con el dorso de la mano —. ¿Por qué no vas al hotel de los Ricco? 

—No tengo dinero —ella me miró nerviosa, antes de rodar los ojos. 

—Pues, yo tampoco tengo, espero que no hayas esperado que  preste—usó un tono recriminatorio que conocía bastante bien —. La verdad es que estoy muy ocupada como para meterme en el problema así. Lo mejor sería que llamases a la ayuda social, ellos se harían cargo del niño —la miré horrorizada. No solo no tenía una sola vena maternal a pesar del tiempo, era aún más egoísta de lo que recordaba —. Honestamente, eres una inútil y nunca un hombre con la capacidad para mantenerte se fijaría en alguien tan insignificante como tú. 

Apreté los dientes para no lanzarle la sarta de insultos que me bailaban en la lengua. 

—Supongo que debí imaginar que no podría contar contigo de ninguna manera, como tampoco pude hacerlo cuando era solo una niña. 

—No seas tan dramática, ya te dije. Es momento de que aprendas que las cosas nunca son tan fáciles cuando eres madre con solo veinticuatro años. Tú solita, te metiste en este problema. Haya tú, cómo lo solucionas —. Dijo con sorna —. Mi novio es pescador y la próxima semana zarpa, si aún estás aquí, puedes traerme el niño para que lo conozca, si lo deseas. Pero mientras él se encuentre aquí, ni se te ocurra asomar la nariz. Es deprimente y pareces mi madre —. Me cerró la puerta en la cara. 

Cuando el portazo, resonó frente a mí, casi caí de rodillas. 

Me tomé el cabello, jalándolo con fuerza, antes de darle cabezazos a la pared. Sopese por un minuto la idea de volver a tocarle la puerta otra vez, bajarla a patadas de ser necesario. Sin embargo, luego de un momento, comprendí que no lograría nada. Ella continuaba siendo la misma arpía egoísta que recordaba. 

Dejé caer los hombros pesadamente. ¿Qué haríamos? 

Casi no teníamos combustible, ni un lugar donde dormir, ni siquiera algo para comer. El estómago me gruñó. Caminé hacia el coche, con el alma en los pies, lancé una pesada exhalación al abrir la puerta y fingí una sonrisa. No podía derrumbarme delante de León, era su madre, confiaba en mí. 

—¿Por qué tardaste tanto? —Se quejó incorporándose, perezosamente —. ¿Nos quedaremos con la abuela? —Encendí el motor, mientras sentía una fuerte punzada en el pecho. 

—No, Leoncito. Tu abuela no estaba en casa —. Mentí y él me miró confundido. 

—Pero, si tardaste un montón y te vi hablando con alguien —, se quejó —. ¿Qué estuviste haciendo? ¿Con quién hablabas? 

Pensé en alguna excusa rápida que no fuese la tenebrosa realidad. Si lo engañaba, al menos dormiría bien esa noche, con la esperanza de que su abuela lo recibiría al día siguiente. 

Entonces, como si fuese intervención divina, alguien me golpeó el cristal. Un hombre. 

Bastante guapo, para ser honesta. Aunque lo suficientemente grande y fuerte, como para parecerme aterrador. Lo miré asustada por una fracción de segundo, con el pie temblando sobre el acelerador, hasta que lo escuché decir del otro lado del cristal. 

—¡Nora! —Dijo mi nombre con una amplia sonrisa —. Soy yo, Erin, ¿me recuerdas? 

¿Erin? 

Me quedé de piedra, la última vez que lo vi, era un jovencito flacucho, con el rostro repleto de granos, que se tropezaba con sus propios pies. 

Por primera vez en el día, sentí algo de esperanza por algún motivo, quizás por su sonrisa amplia. Era como si estuviera feliz de verme. Después de mucho tiempo veía un rostro familiar que no me trataba como si tuviese lepra. 

Erin, había sido mi amigo en el colegio, hasta que me escapé de casa sin decirle a nadie, ni siquiera a él. Era de lo único que me arrepentía, porque éramos como uña y carne. Estaba segura de haberlo lastimado. 

—¡Dios santo, Erin! —Abrí la puerta del coche de golpe y me lancé en sus brazos, sin pensar en nada más que no fuese lo feliz que me sentía por verlo. 

Erin me recibió, no se apartó o se mostró incómodo. Y por algún motivo, eso hizo que me derrumbase, justo allí, en sus brazos. Por lo que me eché a llorar. Sentí como su cuerpo se tensaba al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. 

—Nora…—Murmuró suavemente, tomándome de los hombros para separarme y verme a los ojos —¿qué ocurre? 

Lo miré tras las lágrimas que desbordaba mis ojos, sin poder decir nada.  

—Lo siento —me disculpé, apartándose y secándome el rostro —. Lo siento mucho de verdad. 

—Mami —vi a León, clavando sus dedos firmemente en el asiento del conductor, asustado, porque las personas desconocidas lo ponían nervioso. Hasta allí habíamos llegado, era tan frágil como un pajarito. 

Se me contrajo el corazón aún más. 

—¿Tienes un hijo? —Preguntó, Erin, agachándose un poco para verlo bien y sonrió—. ¿Cómo estás, amiguito? —Le extendió la mano, pero León se echó hacia atrás asustado, acurrucándose contra el asiento —. Oh, sabía que era feo, aunque no creí que tanto —. El rostro de León esbozó una pequeña sonrisa. 

Erin, no era feo, en lo absoluto. Seguramente, su sola presencia despertaba suspiros de la audiencia femenina, allí donde iba. En cambio, a mí, su cabello rubio revuelto y sus ojos color avellana, me hacían pensar en los días de verano que pasábamos tumbados, compartiendo los auriculares, escuchando música, y soñando con quienes seriamos.  

—Lo siento —, volví a disculparme —, no tiene contacto con demasiadas personas, por lo general. Solo somos nosotros. 

—No hay problema —. Se encogió de hombros. Bajé la vista y él me tomó del mentón para obligarme a que lo mirase —. Dime que ocurre Nora, ¿por qué estás llorando? —Abrí la boca para decirle que no ocurría nada, que estaba bien, que solo se trataba de un lapsus. Aunque, antes de poder decir nada, las piernas se me aflojaron y cientos de destellos brillantes, parpadearon frente a mis ojos, haciéndome perder el equilibrio. Sentí que caería redonda al suelo, incapaz de sostenerme. Por suerte, unas manos fuertes, me tomaron por los brazos —. Nora —volvió a decir con voz ronca —, dime, ¿hace cuánto que no comes? —Lo miré avergonzada, negando lentamente, al ver su expresión, ¿lástima? ¿Dolor? Suspiró profundamente y su mandíbula se tensó —. Vamos a casa, ya me contarás, después de cenar. 

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