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Capítulo 3. ¿Quién… quién eres?

Astrid sintió que el corazón se le detenía por un instante al ver el accidente. El sonido del impacto resonó en su cabeza, mezclándose con el bullicio de sus pensamientos, que ahora eran un caos absoluto. Pisó con fuerza el freno y el vehículo se detuvo bruscamente. Sin pensar en las posibles consecuencias, salió del coche y corrió hacia donde el deportivo de Dylan había sido lanzado fuera de la carretera.

El aire estaba impregnado con el olor a caucho quemado y gasolina. Las luces de los autos que pasaban por la carretera iluminaban la escena en destellos intermitentes, creando un ambiente irreal, casi como si estuviera atrapada en una pesadilla.

—¡Dylan! —gritó desesperada, corriendo hacia el vehículo, que había terminado volcado sobre un lado, con las ventanas destrozadas y el metal deformado.

Se agachó junto a la puerta del conductor, tratando de ver a través del cristal roto. Dentro, Dylan estaba inconsciente, la cabeza inclinada hacia un lado y abundante sangre deslizándose por su frente, empapando su rostro.

—¡Dylan! —llamó nuevamente, esta vez con la voz quebrada por el miedo. Temblando, intentó abrir la puerta, pero estaba atorada. El pánico comenzó a apoderarse de ella, pero Astrid sabía que no podía perder la calma. Tenía que ayudarlo.

Corrió alrededor del coche, buscando alguna manera de sacarlo de allí. Por suerte, la puerta del pasajero estaba menos dañada y, con un esfuerzo desesperado, logró abrirla lo suficiente para deslizarse dentro.

—Dylan, por favor, despierta… —le rogó mientras le revisaba el pulso. Estaba débil, pero respiraba, aunque de manera irregular, y eso le dio una chispa de esperanza.

Astrid soltó un suspiro de alivio y, con movimientos torpes, liberó el cinturón de seguridad que mantenía a Dylan atrapado en su asiento. Mientras luchaba para sacarlo, las palabras que había escuchado esa misma noche seguían resonando en su mente. «Eres mía, Astrid». ¿Qué significaban realmente? ¿Por qué se sentía tan acosada por esos sueños, y ahora, por esta sensación de que algo oscuro y peligroso estaba rodeando su vida?

Finalmente, logró sacar a Dylan del auto, arrastrándolo lejos del vehículo, que empezaba a oler más fuerte a gasolina. Cada segundo que pasaba, la posibilidad de una explosión aumentaba.

Cuando al fin estuvieron a una distancia segura, Astrid se dejó caer junto a él, respirando agitadamente. Estaba a punto de sacar su teléfono para llamar a una ambulancia, cuando sintió una presencia a su espalda. Se dio la vuelta, con el corazón latiendo con fuerza, pero no vio a nadie. Solo estaba la carretera vacía y oscura, y las luces de los coches que seguían pasando sin prestarles atención, como si fuesen invisibles para ellos.

«Estás perdiendo la cabeza», se dijo a sí misma, pero el escalofrío que recorrió su espina dorsal le dijo lo contrario. No estaba sola.

Justo cuando volvía a centrar su atención en Dylan, él comenzó a moverse, soltando un gemido de dolor.

—Astrid… —murmuró, con voz débil.

—Estoy aquí, Dylan —respondió, sintiendo un alivio inmenso al verlo despertar.

—Lo siento tanto… —susurró él, apenas capaz de mantener los ojos abiertos.

—No pienses en eso ahora —le pidió, mientras acariciaba su rostro en un intento por calmarlo—. Voy a llamar a una ambulancia, ¿de acuerdo? Vas a estar bien —le aseguró, pero Dylan ya había cerrado los ojos, quedando inconsciente en sus brazos.

—¡Dylan! —gritó llena de miedo y mientras buscaba su teléfono con desesperación, los faros de un coche se acercaron a gran velocidad. El corazón de Astrid se detuvo por un momento cuando el auto se estacionó bruscamente frente a ellos. La puerta del conductor se abrió, y un hombre alto y delgado, con un abrigo largo y oscuro, salió y caminó hacia ellos.

—Necesitan ayuda —dijo el hombre, con una voz profunda y tranquilizadora, pero había algo en su presencia que no encajaba, algo que hizo que Astrid se sintiera inquieta.

—Sí, por favor, él está herido —respondió Astrid, dudando por un segundo, pero sin muchas opciones.

El hombre se acercó, observando a Dylan con una mirada fría y calculadora. Luego, sin decir nada más, sacó su teléfono y llamó a una ambulancia, dando las coordenadas exactas del lugar.

Astrid observó todo con creciente desconfianza. ¿Cómo sabía exactamente dónde estaban? Antes de que pudiera preguntar, el hombre se volvió hacia ella, y en sus ojos vio algo que la hizo encogerse como un gato.

—No te preocupes, Astrid —dijo él, con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos—. Todo estará bien.

Ella sintió como si el tiempo se detuviera al escuchar esas palabras. Ese tono, esa mirada… eran los mismos que había experimentado en sus sueños, las mismas que la habían atormentado durante noches.

—¿Quién… quién eres? —logró preguntar, aunque su voz apenas era un susurro.

El hombre se inclinó hacia ella, tan cerca que pudo sentir el frío que emanaba de su piel.

—Soy quien ha estado contigo, siempre —respondió en un susurro—. Y pronto lo entenderás todo, Astrid. Porque eres mía...

Antes de que pudiera reaccionar, el sonido de las sirenas rompió la tensión. La ambulancia se acercaba rápidamente, y en un parpadeo, el hombre desapareció, como si nunca hubiera estado allí.

Confundida y aterrada, Astrid solo pudo quedarse allí, sosteniendo a Dylan mientras los paramédicos llegaban para atenderlo. Pero mientras lo hacían, no podía dejar de pensar en las palabras del extraño, y en cómo, de alguna manera, su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

Astrid se perdió en sus pensamientos y ni siquiera supo en qué momento llegaron al hospital. Lo único que sabía era que, si a Dylan le pasaba algo, su cabeza iba a rodar. Donald jamás se lo iba a perdonar. Aunque fuera de la oficina, el muchacho ya no era su responsabilidad.

El arrepentimiento llegó junto con la culpa y la impactó con la fuerza de un guante de boxeo. Su primer error había sido aceptar la invitación de Dylan para ir a la discoteca. Ella no pertenecía a ese ambiente. Había sido una locura que ahora podía costarle muy caro.

Astrid se frotó el rostro con las manos, estaba frustrada y asustada. Podía sentir la tensión en cada nervio de su cuerpo. Tenía tantos sentimientos y emociones acumulados dentro de su pecho que sentía que se asfixiaba. Lo peor era que no sabía qué hacer. Quizá lo mejor era enfrentar la realidad y tomar el toro por los cuernos, llamar a su jefe e informarle de la situación de Dylan.

Era lo mejor que podía hacer en caso de que… Astrid se negó a pensar de manera negativa. Pero la imagen de Dylan no era reconfortante, tenía heridas por donde quiera, una fea cortada en su rostro y sangre, mucha sangre manchando todo su cuerpo.

Astrid tembló ante el recuerdo.

—¿Señorita Sheldon?

Astrid apartó las manos de su rostro y levantó la mirada para encontrarse con el doctor. Su corazón se agitó dentro de su pecho, mientras sentía que su cuerpo era succionado por un hoyo negro bajo sus pies.

—¿Cómo está Dylan? —preguntó de inmediato, luchando contra sus miedos. Preparándose para lo peor.

—El joven Marshall está fuera de peligro, lo hemos trasladado a una habitación privada. Tiene algunas costillas rotas y una contusión en el brazo que sanará pronto. Le aseguro que no hay nada de qué preocuparse.

¿Eso era todo lo que Dylan se había hecho en ese aparatoso accidente? Astrid no podía creerlo, ella lo había visto… casi moribundo. Incluso había escuchado a uno de los paramédicos decir que no tenía pulso. ¡Había sido trasladado con oxígeno en la unidad de emergencia!

¿Qué es lo que había sucedido? ¿Cómo era posible?

—¿Se encuentra bien? —La voz del médico, la sacó de sus pensamientos.

—Sí, sí, estoy bien, ¿puedo verlo? —preguntó con premura. Ella tenía que ver con sus propios ojos lo que el doctor había asegurado.

—Por supuesto que puede verlo, habitación sesenta y seis, tercer piso —indicó.

—Gracias. —Astrid no esperó a que el galeno se retirara, lo hizo ella.

Astrid casi corrió al ascensor para subir al tercer piso, apenas las puertas se abrieron, ella buscó con rapidez la habitación indicada por el galeno. La mujer se detuvo abruptamente, y por un momento dudó en entrar. De repente fue como si todas sus fuerzas hubieran sido drenadas de su cuerpo, era como un sube y baja. Pero ya estaba frente a la puerta y ella no era ninguna cobarde.

Astrid tomó el pomo de la puerta y la giró lentamente, como si no supiera que es lo que iba a encontrarse ahí dentro.

La habitación estaba casi a oscuras, iluminada por la tenue luz de una pequeña lámpara en la mesa de noche. Astrid caminó lentamente hasta acercarse a la cama y quedar delante de Dylan. Su rostro tenía una herida tal como recordaba, pero… ¿Era más pequeña que antes? Ella negó, quizá era por el miedo que había visto mal. ¿Era posible?

—No tenía que terminar así, Dylan —murmuró viéndolo detenidamente. Sus pestañas eran largas y sus facciones ya no se veían tan jóvenes como esa misma mañana.

Ella volvió a negar. Eran cerca de las dos de la mañana, debía ser el sueño lo que le hacía ver cosas que no eran.

—¿Qué debo hacer? No puedo tener a tus padres ajenos a esto —continuó hablando más para sí, era imposible que Dylan pudiera escucharla.

Astrid haló la silla con cuidado de no hacer ruido y se sentó. Todo lo que podía hacer era esperar, ¿qué? No lo sabía, pero de igual manera, se quedó allí, hasta quedarse dormida, mientras el olor a Sándalo y tierra húmeda inundó la habitación, arrastrándola a ese mundo de fantasías. Era así la única manera de poder describir ese pequeño paraíso erótico que la consumía…

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