Capítulo 4. Te necesito, Astrid.

Astrid se estremeció cuando sintió una mano deslizarse por su cuello, dejando un sendero de fuego por donde los dedos tocaban su piel. Su nuca se erizó y un cosquilleo corrió como un choque eléctrico por sus venas, golpeando su centro de placer. Su coño se apretó de manera deliciosa.

Dejó escapar un ronco gemido de placer mientras trataba de controlarse, recordando que estaba en la habitación de un hospital, cuidando de Dylan; sin embargo, nada pudo hacer para abrir los ojos cuando aquella mano se coló en medio de sus piernas. Los dedos acariciaron su vagina sin descaro, Astrid jadeó y negó.

—Por favor —suplicó sin saber si deseaba que se detuviera o que continuara tocándola de esa manera tan placentera.

—Te necesito, Astrid, necesito alimentarme —susurró la voz junto a su oído, provocándole un escalofrío por todo el cuerpo. Astrid buscó un poco de aire mientras echaba la cabeza a un lado, dándole acceso a su cuello.

Astrid sintió la boca húmeda tocar su vena yugular y el dedo índice presionar sobre su cuello, mientras los dedos de la otra mano se movían con frenesí sobre su ropa, provocando que su coño escurriera con sus jugos.

Ella se vio envuelta en un torbellino de deseo y pasión. Lo increíble es que el tipo estaba llevándola a un orgasmo, sin llegar a penetrarla, sin sus cuerpos desnudos. ¡Solamente la estaba tocando! Con aquel pensamiento cruzando su cabeza, ella explotó en un delicioso orgasmo, cerró los ojos y jadeó en busca del tan preciado oxígeno.

—No volveremos a separarnos, Astrid, a partir de hoy serás mía —susurró la voz.

Astrid abrió los ojos de manera abrupta, se llevó la mano al pecho, como si de esa manera pudiera hacer que su corazón se quedara en su sitio y no saliera de su cuerpo.

—Buenos días, Astrid.

Ella dio un pequeño salto por el susto y giró el rostro casi con violencia al escuchar la voz de Dylan. Ella no estaba sentada en la silla donde recordaba haberse quedado dormida al filo de la madrugada. ¿Cómo había llegado al sillón?

—¿Qué pasa? —preguntó Dylan al verla desorientada.

Astrid parpadeó varias veces tratando de recordar algo que le indicara que se había despertado en algún momento de la noche, pero su mente estaba en blanco.

—¿A qué hora me trajiste al sillón? —cuestionó ella, en vez de responder, dejando entre ver su confusión.

—¿Yo?

—Sí, tú —dijo señalándolo.

—Cuando me desperté ya estabas durmiendo allí —respondió Dylan, mostrándose confundido por la pregunta de Astrid.

Ella lo miró y parecía estar diciéndole la verdad.

—No, eso no puede ser, yo me quedé en la silla, junto a tu cama —refutó, poniéndose de pie.

—No sé de lo que hablas, Astrid, no tengo idea de cómo llegaste al sillón, si dices que no estabas allí —respondió con el ceño fruncido.

Astrid se acercó a Dylan y frunció el ceño, mostrando recelo. No le creía.

—Tu rostro —dijo, cuando estuvo más cerca de Dylan. Olvidándose de su molestia. Había sorpresa y quizá un poco de espanto en su voz.

—¿Qué tiene mi rostro? —preguntó Dylan—. ¡Habla Astrid! ¿Qué es lo que tiene mi rostro? —insistió ante el silencio de la mujer.

Astrid negó, no podía estar volviéndose loca, ella jamás había tenido un problema de memoria en toda su vida. De hecho, presumía siempre recordar hasta el más mínimo detalle de las cosas. Era una de sus ventajas y lo que le había ayudado a llegar tan lejos en la vida. Por lo que, estaba segura de que en el rostro de Dylan hubo una herida, grande y profunda. ¡Ella no estaba loca! Pero entonces, ¿por qué el rostro de Dylan estaba en perfectas condiciones? No había un solo rasguño en él y se veía un poco más ¿guapo? Y ¿mayor?

Dylan dejó escapar una risita que desconcertó de nuevo a Astrid. Era como si se estuviera burlando de ella y tal vez lo hacía.

—¿De qué te ríes? —preguntó con más brusquedad de la necesaria, pero estaba alterada por las cosas que estaban sucediendo y para las que no tenía ninguna jodida explicación.

—De nada, Astrid, de nada —le aseguró, sin embargo, ella no le creyó.

Astrid intuía que algo estaba sucediendo con Dylan y que no era nada bueno.

—Hablaré con tus padres, les diré lo que sucedió y asumiré toda la responsabilidad —dijo sacando su móvil de la bolsa.

—¡Espera, Astrid! —gritó Dylan y por alguna razón, ella obedeció.

—Tengo que avisarles —susurró ella—. No puedo tenerlos en la ignorancia, si se enteran por otro lado, será peor —añadió.

—No tiene caso que llames a mis padres en este momento.  Solo ha sido un susto, ¿de verdad quieres arruinarles su viaje de luna de miel? —le preguntó, viéndola fijamente—. Si lo haces, mi madre pensará que tu intención es llamar la atención de mi padre y sus sospechas sobre ti y él, solo crecerán. ¿De verdad no te importa tu reputación? —le cuestionó, haciendo que su voz sonara más profunda de lo que ella recordaba.

Astrid se mordió el labio con fuerza, su corazón se agitó sin ninguna explicación.

—No.

—¿No? —preguntó él, incrédulo por la respuesta de Astrid —. ¿Hablas en serio? Pensé que eras más inteligente que esto.

—¿De qué hablas? —cuestionó Astrid.

—Te pregunté si no te importaba tu reputación…

—¡Por supuesto que sí!

—Entonces, no tienes que llamarle a mi padre, Astrid. Ya el peligro ha pasado y yo estoy bien —pronunció con una sonrisa que le hizo lucir más maduro.

Astrid negó con un brusco movimiento de cabeza, como si eso le ayudara a despejarse la mente.

—Estás herido, Dylan. No puedo ser irresponsable y no avisarles a tus padres —insistió—. Tienen derecho a saberlo y es mejor que sea por mí —insistió con vehemencia, poco dispuesta a pasar por alto el incidente, aunque eso, bien podía costarle el puesto.

—Estoy bien, pero si tanto te preocupa mi salud y la conciencia te remuerde por no detenerte cuando te lo pedí, puedes cuidarme durante unos días. Ahora mismo soy incapaz de valerme por mí mismo —dijo señalando su brazo dentro del cabestrillo y levantando la camisa de hospital para dejar ver los hematomas sobre su costado, donde un gran dragón tatuado sobresalía.

Astrid tragó saliva ante la visión del cuerpo de Dylan, con rapidez apartó la mirada y trató de serenarse para no perder el hilo de la conversación. Estaba muy dispersa esa mañana.

—¿Quieres que te cuide? —preguntó, mordiéndose el labio. ¿Qué era lo que le pasaba con Dylan? ¡Por Dios! Esta no era ella.

—No voy a decirle a papá sobre esto, Astrid. Nadie va a enterarse del accidente. Tú conservarás tu trabajo como siempre y todos seremos felices.

¿Todos seremos felices?

Desde cuando Dylan se expresaba de esa manera tan fluida y amable, aunque llena de un poder de convencimiento con el que estaba luchando ahora mismo. Sentía que algo nublaba sus pensamientos, haciendo que la razón escapara por la ventana.

—No te resistas, Astrid —murmuró en tono bajo y ronco—. Dos semanas y tu puesto como asistente seguirá siendo tuyo por el tiempo que quieras. ¿No has luchado tanto por estar en la cima?

Astrid tragó el nudo que se le formó en la garganta. Diez años de arduo trabajo, comenzó desde el puesto más bajo para erguirse hasta la cima de una de las empresas más importantes en Chicago, ¿de verdad iba a renunciar a todo por culpa de Dylan?

—Fue tu culpa que terminara aquí, debiste detenerte y no acelerar —puntualizó de repente, cambiando el tono de su voz de seducción a reproche. Jugando con la mente confundida de Astrid.

—Pienso que te has dado un fuerte golpe en la cabeza —espetó Astrid alejándose de Dylan y fue como romper el encanto.

—Tienes razón, me he pegado tan fuerte que es posible que termine desmayado en mi casa y sin nadie para socorrerme, podría morir y entonces… ¿Qué explicación les darás a mis padres?

—Eso es chantaje —lo acusó Astrid.

—Tu casa o la mía, Astrid —susurró convencido de que iba a estar con ella de una u otra manera. No tendría escapatoria.

Astrid sintió que se ahogaba con su respuesta, esa manera de pronunciar la palabra “mía” le hizo sentir un escalofrío por todo el cuerpo. ¿Qué estaba mal con ella?

—Astrid…

—Mi casa —aceptó girando sobre sus pies para salir de la habitación.

Los ojos de Dylan Marshall brillaron de una manera única, como si esos ojos no fuesen de este mundo y la sonrisa que se dibujó en su rostro era de alguien acostumbrado a ganar.

—Eres mía, Astrid…

Astrid recargó la espalda contra la pared, sentía que las piernas iban a fallarle en cualquier momento. Su corazón se aceleró de manera violenta, no podía creer que había terminado aceptando a Dylan en su casa; la posibilidad de terminar mal era grande, pero… ¿Qué otra cosa podía hacer?

No, no había nada que podía hacer, tenía que admitir que Dylan la tenía en sus manos. Se había puesto en bandeja de plata…

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