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Capítulo 2. Vete al diablo

«Eres mía, Astrid, y tu placer, es mi alimento».

«Eres mía, Astrid».

«Eres mía»

Aquellas palabras susurradas a su oído de manera sensual y adictiva la persiguieron. Los sueños se convirtieron en un mantra en la vida de Astrid. La asistente no había dejado de pensar en ellas y, por alguna razón, empezaba a sentirse observada. Era una sensación extraña, los vellos de su nuca estaban erizados durante el día y la sensación aumentaba por las noches.

Tanto que, sus noches fueron convirtiéndose en una lucha titánica para no sucumbir al sueño y entregarse a la invitación de placer que venía a ella, como un acto religioso; sin embargo, no podía evitarlo. Siempre, siempre caía en la tentación. Entregándose una y otra vez.

—Astrid, ¡Astrid! —gritó Dylan, sacudiéndola casi con violencia.

—¿Qué? —preguntó ella con el ceño fruncido. De nuevo se había encerrado en sus pensamientos y en esos extraños sueños que la mantenían con ojeras que apenas podía disimular con el maquillaje.

—Llevo varios minutos tratando de llamar tu atención y tú pareces perdida en la luna, aunque no tengo ningún maldito problema con que te pierdas, ¿sabes? —dijo. Dylan tenía el ceño fruncido, se notaba su molestia a kilómetros y, por esta vez, tenía toda la m*****a razón. Era ella quien se había distraído, pero no iba a aceptarlo.

—Cierra la boca y dime, ¿qué es lo que quieres? —cuestionó. Llevaba alrededor de tres meses en compañía de Dylan Marshall, el engreído hijo de papá, y las cosas estaban lejos de mejorar.

Astrid estaba cansada, no sabía si era por la presencia del chico o por esos sueños eróticos que la perseguían cada noche.

—¿Amaneciste de mal humor? —le provocó Dylan esa tarde—. ¿O echas de menos las noches de placer en brazos de mi padre?

—Vete al infierno —gruñó Astrid, poniéndose de pie. No tenía ánimos para escuchar de nuevo las acusaciones infundadas de Dylan.

—Estoy en el infierno, Astrid, y tú eres un diablo muy perverso. ¡Hacerme trabajar un treinta y uno de octubre es un crimen! —espetó molesto, poniéndose de pie, para ir detrás de ella.

—¿Y es que el niño quiere correr por las calles, disfrazado para pedir dulces? —se burló, mientras pasaba su mano sobre su cuello. Estaba tensa, sentía que el estrés de los últimos días le iba a pasar factura en cualquier momento. Lo peor era que estaba lejos de tener un minuto de paz con Dylan a su alrededor.

Quedé con mis amigos para ir a una discoteca y celebrar. Me gustaría invitarte, pero eres muy mayorcita para pedir dulces —sonrió, burlándose de ella.

Astrid negó, solo quería ir a casa y poder descansar, aunque sabía que solo era una ilusión. Estaría despierta hasta el amanecer.

—Estás loco, tenemos mucho trabajo aún por terminar —Astrid trató de suavizar su voz. Estaba siendo muy brusca con Dylan, aunque el chico no le cayera del todo… más bien, no le caía para nada bien. Seguía siendo el hijo del jefe y su aprendiz.

—Pero…

—Dylan… —dijo con voz amenazante—, vamos a trabajar.

El chico asintió.

—Si termino antes de las siete, ¿vendrás conmigo? —preguntó. Dylan no quería llegar solo, además había mentido a sus amigos y les había dicho que andaba con una mujer guapa y un poco mayor. Así que, si no convencía esa noche a Astrid de acompañarlo a la discoteca, pagaría cinco mil dólares como ofrenda para la celebración de la noche de Halloween. Y, aunque el dinero no era un problema para él, no era el caso. No quería quedar como un mentiroso y charlatán delante de sus amigos de la universidad.

—Dudo mucho que puedas terminar antes de las siete, tu problema de memoria sigue siendo tu mayor enemigo, Dylan —refutó Astrid con más calma.

—Pero… ¿Vendrás conmigo si logro terminarlo? —insistió el joven—. Date una pequeña liberación, Astrid, el estrés mata de manera lenta y silenciosa.

La mujer resopló.

—Está bien, voy a darte ese único beneficio por hoy. Si terminas, iré contigo —respondió, deseando no equivocarse al aceptar la invitación.

Dylan sonrió y no necesitó más, salió de la oficina de Astrid para encargarse de todos los pendientes. No iba a desaprovechar la oportunidad. Tendría a Astrid Sheldon toda la noche, y con suerte, tal vez podía hacer que se olvidara de su padre. Mataría dos pájaros de un solo tiro.

Mientras tanto, Astrid echaba la cabeza sobre el respaldo de su silla y miraba la ciudad desde las alturas, considerando las palabras de Dylan, quizá el muchacho tuviese razón y ella estaba dejando de lado su vida social para encerrarse entre las cuatro paredes de esa oficina, mientras que su jefe estaba disfrutando por el mundo, sin ninguna preocupación.

Desde que se convirtió en la asistente de Donald Marshall, se puso a su disposición las veinticuatro horas del día y eso, porque el día no tenía más horas, ya que de lo contrario estaba segura de que se habría mudado a vivir a la empresa. Aunque técnicamente era lo que había hecho desde que la ascendieron. Su necedad de demostrar que era la mejor, le hizo olvidarse de todo lo demás.

¿Qué mal podía hacerle asistir a una discoteca esa noche?

Ninguna.

Esa era la realidad, así que esperó y confió por primera vez en Dylan, quizá al final de todo el muchacho no la decepcionara.

Horas más tarde, Astrid tomó su bolsa para salir de la oficina. El reloj sobre su escritorio marcaba las dieciocho horas con cincuenta y nueve minutos, Dylan no…

—¿Estás lista? —preguntó el hombre, entrando como un rayo a la oficina, sorprendiendo a Astrid con su abrupta aparición.

—¿Terminaste? —preguntó con duda, quizá en el fondo esperaba que fallara.

—No hay nada que se me resista cuando de verdad tengo ganas de hacerlo —farfulló.

—Eres bastante arrogante.

—Di lo que quieras, Astrid, pero esta noche, eres mía…

El cuerpo de Astrid se tensó al escuchar la voz suave y ronca de Dylan al pronunciar aquellas palabras.

«Eres mía, Astrid».

Ella negó con un movimiento de cabeza bastante brusco, quería alejar aquella erótica e hipnotizante voz.

—No dejaré que te eches atrás —aseguró Dylan, tomándola de la mano.

Astrid se vio arrastrada por su joven aprendiz, ni siquiera puso objeciones cuando el chico la llevó hasta el estacionamiento de la empresa.

—Espera, Dylan —dijo.

—No, tú prometiste venir —recalcó de inmediato.

—Y pienso cumplir, pero me llevaré mi auto, no quiero depender de ti o sacarte de la fiesta si me aburro —refutó.

Dylan lo meditó y accedió.

—Más te vale que no te eches atrás, Astrid —dijo subiendo a su precioso deportivo color rojo sangre.

 La mujer lo siguió de cerca para no perderse en el camino. Cuando estacionó detrás del deportivo, se echó una manita de gato. Se retocó el maquillaje y sus labios se convirtieron en dos fresas rojas y apetecibles. Astrid no sabría decir lo que le llevó a abrir los primeros dos botones de su blusa y dejar a la vista la hendidura de sus generosos pechos.

Ella se mordió el labio al sentir de repente un ligero escalofrío y el deseo insano de llevar sus dedos a su coño y tocarse, como si fuera una mujer vulgar. Astrid tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad, pero la tentación era demasiado fuerte, sus dedos resbalaron por sus pechos, ella estaba dispuesta a masturbarse allí mismo…

Toc, toc, toc.

Los golpes al vidrio de su ventana le hicieron salir de su trance, apartó la mano con rapidez y miró al hombre a través del vidrio.

—¡Date prisa! —gritó Dylan.

Astrid bajó con prisa del auto, se acomodó la falda y la camisa y caminó del brazo de su aprendiz cuando este se lo ofreció.

“Disfruta tu noche, Astrid”, pensó.

El bullicio saludó a Astrid, mientras caminaba entre el mar de gente bailando.

—¡Nunca dijiste que era una fiesta de disfraces! —gritó para hacerse escuchar.

—No te preocupes, Astrid, tú eres una auténtica bruja —rio Dylan.

—Idiota —soltó la mujer.

El muchacho dejó escapar una carcajada que solo fue silenciada por el alto volumen de la música y continuó su camino, arrastrando a Astrid con él.

—Te has demorado, Dylan —dijo uno de los jóvenes sentados en uno de los caros y finos sillones.

—No se olviden que soy el responsable de una gran compañía y mi tutor tiene mano de acero —dijo mirando de reojo a Astrid.

—¿Tu tutor? —preguntó otro.

—Deja que te presente a Astrid Sheldon, mi jefa de turno y tutor —dijo—. Astrid, ellos son Tommy y Stefano —los presentó Dylan.

Astrid saludó con un apretón de mano a cada muchacho, mientras Dylan la invitaba a sentarse a su lado.

El tiempo corría, las bebidas no se hicieron esperar y la incomodidad de Astrid entre las piernas fue haciéndose cada vez más y más molesta. No entendía lo que sucedía, no tenía control sobre su cuerpo. Ver a los muchachos bailando, pegando sus cuerpos de manera descarada, estaba provocando en ella un extraño deseo y una necesidad arrolladora.

Astrid se puso de pie, se disculpó para ir al baño, tal vez un poco de aire y un poco de agua sobre el rostro le hiciera desaparecer aquella sensación que empezaba a abrumarla, pero la situación solo pareció empeorar, por lo que volvió sobre sus pies para despedirse de Dylan. Lo malo era que tenía que atravesar ese mar de cuerpos de nuevo.

—Entonces… ¿Te la estás tirando? —preguntó Stefano con curiosidad, bebiendo de su vaso.

Dylan sonrió.

—Es una mujer ardiente, has visto con tus propios ojos sus atributos —dijo en tono jocoso.

—¡Mierda! ¡Mierda! Nunca creí que te gustaran las mayores —se burló Tommy mientras dejaba escapar el humo del cigarrillo y sonreía.

—Suma la experiencia de esa mujer, folla como una puta diosa —aseguró Dylan—. Astrid es insaciable, es como un súcubo, una adicta al sexo.

—No sabía que, aparte de bruja, fuera un demonio —respondió Astrid detrás del joven.

Dylan perdió todo el color del rostro, había hablado de más, fanfarroneado y había sido descubierto en el acto.

—Astrid…

—Eres un imbécil, Dylan, nunca imaginé que tu intención era presumir de lo que ni siquiera has gozado.

—Astrid, yo… —Dylan sabía que, si la asistente hablaba con su padre, estaba perdido.

—Vete al diablo —gruñó antes de salir del sitio. Se sentía tan enojada, que no le importó empujar a las personas, solamente quería largarse de allí. No podía creer que había sido tan tonta para creer en un tipo como Dylan Marshall. ¡No era una jovencita!

—¡Astrid, espera! —gritó Dylan detrás de ella, sin embargo, no se detuvo. Una vez que estuvo fuera de la discoteca, corrió a su vehículo, encendió el motor y salió disparada.

Dylan la maldijo, subió a su deportivo y salió detrás de ella. Tenía que disculparse si no quería meterse en problemas con su padre. Él había sido muy tolerante, pero había sido claro con respecto a Astrid.

Una queja de su parte y él estaría prestando servicio militar, Dylan aceleró su deportivo, jamás perdería su libertad y menos por una estupidez.

Astrid miró el auto que la seguía de cerca, apretó el acelerador y giró en una de las esquinas para tomar la calle que la llevaría a su casa, miró una vez más por el retrovisor, pero lo siguiente que vio le heló la sangre.

El auto de Dylan fue impactado por otro vehículo, hasta sacarlo de la carretera…

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