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SANATHIEL
SANATHIEL
Por: Balloleth
Prefacio I: Las cenizas de un Nombre

Luciano Kerens no eligió nacer entre cicatrices. Fue hijo del silencio que dejaron las guerras, un huérfano que aprendió a morder la vida antes de que la vida lo mordiera. En el Pueblo Esperanza del Ciervo, donde creció, lo llamaron imprudente por robar pan para alimentar a Kevs —su hermano sin sangre—, e ingenuo por creer que algún día ese lugar lo aceptaría. Pero la verdadera imprudencia fue descubrir la cripta oculta en el bosque, sus muros carcomidos por el tiempo y repletos de oro maldito. Robaron juntos, Kevs y él, convencidos de que el mundo les debía algo a cambio de tanta hambre.

Con el botín, compraron una cabaña cerca de un convento. Allí, Luciano conoció a Beatrice, una novicia de sonrisa quebradiza y manos marcadas por los rezos. La sedujo entre sombras, entre susurros de salmos y secretos compartidos bajo la luna llena. Ella, ahogada por votos que no eligió, se dejó amar. Y cuando el vientre de Beatrice se hinchó de vida, Luciano cometió su segundo error: liberó a Azael, un demonio encerrado en la cripta, creyendo que su poder protegería a la niña que vendría.

La pequeña nació con ojos de ámbar y un medallón lunar grabado en el pecho, un sello del pacto. Pero el convento no perdonó. Acusaron a la niña de herejía, la entregaron a la turba, y Luciano llegó justo para ver cómo las llamas devoraban el cuerpo de su hija. Beatrice, colgada de las vigas de su celda, fue su tercer error.

Regresó a la cripta, pero no para robar. Invocó a Azael entre reliquias saqueadas y gritos ahogados:

—¡Toma mi alma, pero devuélveme lo que me arrebataron!

El demonio rio, señalando el medallón de la niña enterrada:

—Tus hijos pelearán hasta que solo uno quede. Y tú, Luciano, serás el látigo que los azote.

El fuego verde del pacto, eco de los pecados que Luciano arrastraba como cadenas, le talló runas en la piel. Cada símbolo brillaba con el resplandor de sus remordimientos, quemando más allá de la carne. Pero el verdadero dolor fue ver a Kevs —ahora Moira—, huir con el medallón de la niña, su ojo izquierdo ahora una ventana a los hilos del destino, guardando la reliquia como una promesa rota.

Años después, convertido en vampiro, Luciano repitió su patrón de errores. Encontró a Noah, un joven a punto de morir, y lo mordió condenando a convertirse en su sombra. Noah lo odió, pero la deuda los unió. Y cuando Moira le habló de Sanathiel, un lobo blanco marcado con el mismo medallón lunar, Luciano incendió el Pueblo Esperanza del Ciervo, creyendo que controlaba el juego.

Pero el juego lo controlaba Azael.

En las llamas verdes que reflejaban su propia culpa, Sanathiel despertó con memorias ajenas: una ciudad en ruinas, hermanos que gritaban su nombre, y el medallón ardiendo con el mismo fulgor verdoso que consumía a Luciano, un recordatorio de que ambos eran eslabones de la misma cadena. "Eres mi obra maestra", susurraba el demonio, mientras las llamas dibujaban en el aire siluetas de la hija enterrada.

Luciano, oculto en las sombras, observó. Las runas en su piel palpitaban al unísono del medallón, y en los ojos dorados de Sanathiel, vio no solo a su hija, sino el reflejo del fuego que alguna vez creyó poder controlar. En el medallón, la promesa de un destino que ni el amor ni la venganza podrían alterar: un ciclo de ceniza y culpa, alimentado por el verde de las llamas que ambos compartían.

Este no es un relato de héroes. Es la confesión de un hombre que intercambió sus cicatrices por runas, sus lágrimas por fuego, y su nombre por una maldición: Kerens, el Desterrado, el lazo que une a las piezas de un juego donde solo el demonio sonríe.

¿Su pecado original? Creer que el amor —ese mismo que ahora ardía en el pecho de Sanathiel como una llama verde— bastaría para redimir a un hombre.

¿Su castigo? Ver cómo ese mismo amor teñía de verde las piras, alimentando un fuego que jamás se apagaría.

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