Luciano Kerens no eligió nacer entre cicatrices. Fue hijo del silencio que dejaron las guerras, un huérfano que aprendió a morder la vida antes de que la vida lo mordiera. En el Pueblo Esperanza del Ciervo, donde creció, lo llamaron imprudente por robar pan para alimentar a Kevs —su hermano sin sangre—, e ingenuo por creer que algún día ese lugar lo aceptaría. Pero la verdadera imprudencia fue descubrir la cripta oculta en el bosque, sus muros carcomidos por el tiempo y repletos de oro maldito. Robaron juntos, Kevs y él, convencidos de que el mundo les debía algo a cambio de tanta hambre.
Con el botín, compraron una cabaña cerca de un convento. Allí, Luciano conoció a Beatrice, una novicia de sonrisa quebradiza y manos marcadas por los rezos. La sedujo entre sombras, entre susurros de salmos y secretos compartidos bajo la luna llena. Ella, ahogada por votos que no eligió, se dejó amar. Y cuando el vientre de Beatrice se hinchó de vida, Luciano cometió su segundo error: liberó a Azael, un demonio encerrado en la cripta, creyendo que su poder protegería a la niña que vendría.
La pequeña nació con ojos de ámbar y un medallón lunar grabado en el pecho, un sello del pacto. Pero el convento no perdonó. Acusaron a la niña de herejía, la entregaron a la turba, y Luciano llegó justo para ver cómo las llamas devoraban el cuerpo de su hija. Beatrice, colgada de las vigas de su celda, fue su tercer error.
Regresó a la cripta, pero no para robar. Invocó a Azael entre reliquias saqueadas y gritos ahogados:
—¡Toma mi alma, pero devuélveme lo que me arrebataron!
El demonio rio, señalando el medallón de la niña enterrada:
—Tus hijos pelearán hasta que solo uno quede. Y tú, Luciano, serás el látigo que los azote.
El fuego verde del pacto, eco de los pecados que Luciano arrastraba como cadenas, le talló runas en la piel. Cada símbolo brillaba con el resplandor de sus remordimientos, quemando más allá de la carne. Pero el verdadero dolor fue ver a Kevs —ahora Moira—, huir con el medallón de la niña, su ojo izquierdo ahora una ventana a los hilos del destino, guardando la reliquia como una promesa rota.
Años después, convertido en vampiro, Luciano repitió su patrón de errores. Encontró a Noah, un joven a punto de morir, y lo mordió condenando a convertirse en su sombra. Noah lo odió, pero la deuda los unió. Y cuando Moira le habló de Sanathiel, un lobo blanco marcado con el mismo medallón lunar, Luciano incendió el Pueblo Esperanza del Ciervo, creyendo que controlaba el juego.
Pero el juego lo controlaba Azael.
En las llamas verdes que reflejaban su propia culpa, Sanathiel despertó con memorias ajenas: una ciudad en ruinas, hermanos que gritaban su nombre, y el medallón ardiendo con el mismo fulgor verdoso que consumía a Luciano, un recordatorio de que ambos eran eslabones de la misma cadena. "Eres mi obra maestra", susurraba el demonio, mientras las llamas dibujaban en el aire siluetas de la hija enterrada.
Luciano, oculto en las sombras, observó. Las runas en su piel palpitaban al unísono del medallón, y en los ojos dorados de Sanathiel, vio no solo a su hija, sino el reflejo del fuego que alguna vez creyó poder controlar. En el medallón, la promesa de un destino que ni el amor ni la venganza podrían alterar: un ciclo de ceniza y culpa, alimentado por el verde de las llamas que ambos compartían.
Este no es un relato de héroes. Es la confesión de un hombre que intercambió sus cicatrices por runas, sus lágrimas por fuego, y su nombre por una maldición: Kerens, el Desterrado, el lazo que une a las piezas de un juego donde solo el demonio sonríe.
¿Su pecado original? Creer que el amor —ese mismo que ahora ardía en el pecho de Sanathiel como una llama verde— bastaría para redimir a un hombre.
¿Su castigo? Ver cómo ese mismo amor teñía de verde las piras, alimentando un fuego que jamás se apagaría.
La luna colgaba sobre el bosque como un ojo pálido, iluminando el altar de piedra donde Luciano Kerens se arrodillaba. Las marcas en su piel ardían con un fuego familiar, recordándole que el pacto seguía vivo. La tormenta había pasado, pero la oscuridad en su pecho persistía, más densa que la niebla invernal que envolvía los árboles.El frío mordía su piel, pero eso era lo de menos. Lo que realmente lo consumía era el peso del juramento grabado en sus huesos, aquel que había sellado el destino de tres generaciones. Sus ojos, apagados por décadas de sombras, recorrieron las hendiduras del altar. Las piedras gastadas por el tiempo aún transpiraban el mismo hedor a azufre que recordaba de aquella noche.Un chasquido de ramas quebró el silencio.Antes de que pudiera girarse, una voz cargada de resentimiento heló su sangre:—Luciano…Se volvió con la lentitud de quien reconoce lo inevitable. Entre los árboles, una silueta esbelta avanzaba. La luz lunar acarició primero las garras: curvadas,
Sanathiel abrió los ojos de golpe. No estaba dormido, pero la voz que lo llamaba surgía desde un lugar más profundo que sus pensamientos. Su mirada se perdió en el reflejo de la ventana, donde las luces de la ciudad danzaban sobre su pálido rostro.—Sanathiel…La voz repitió su nombre, esta vez con un matiz distinto, más insistente, como si una mano invisible intentara alcanzarlo desde la penumbra.Su mandíbula se tensó. No era Aisha.Era otra presencia.Una que reconocía, pero que no esperaba sentir en ese momento.—Tarde o temprano, tenías que aparecer… —susurró para sí mismo, cerrando los ojos un instante.El vínculo con sus hermanos era un eco distante, una cuerda rota que a veces aún vibraba con la memoria de lo que fueron. Y ahora, en esta noche cargada de presagios, uno de esos ecos se manifestaba con claridad.Sariel.El nombre ardió en su mente como una marca incandescente.—No juegues conmigo —gruñó Sanathiel, apretando el papel con el retrato de Aisha hasta arrugarlo.La voz
La tormenta aullaba como una bestia herida, y las gárgolas de la mansión escupían agua por sus fauces de piedra. El auto avanzaba lentamente, sus faros cortando la oscuridad mientras Sanathiel observaba su reflejo en el parabrisas: ojos dorados, cabello rubio, y una cicatriz en forma de media luna que le cruzaba el cuello. Un recordatorio de que ni siquiera el tiempo curaba ciertas heridas.Al detenerse, pisó un charco. Su imagen se fracturó en el agua, y por un instante, vio los ojos de un lobo mirándole desde el fondo.—Señor —el mayordomo le tendió una sombrilla negra con empuñadura de plata—. La comunidad está inquieta.Sanathiel ignoró el objeto y caminó bajo la lluvia. Las gotas le helaban la piel, pero no tanto como el pergamino que el mayordomo le entregó con manos temblorosas.—De la Casa Verona —murmuró el sirviente—. Sellado con cera de veneno.El sello era una serpiente devorando su cola. Sanathiel lo partió con el pulgar, y un aroma a azufre inundaba el aire. Mientras leía
El aire matutino se filtraba por los pasillos vacíos, arrastrando consigo el aroma a lluvia y el eco lejano de voces dispersas. Aisha apenas lo notaba.Una gota resbaló por su mejilla - fría como un susurro mortal - teñida de rojo por el vitral sangrante. Su mirada se alzó instintivamente. La imagen la dejó sin aliento.Allí, enmarcada en el vidrio teñido, una luna sangrante flotaba sobre un paisaje sombrío. Era idéntica a la de sus sueños, a aquella que la perseguía cada noche con su fulgor escarlata.Un escalofrío le recorrió la espalda.Por un instante, sintió el peso de una mirada ardiente sobre su nuca, intensa y dorada, como si alguien—o algo—la estuviera observando."Deben ser solo sueños... Nada más que sueños."Sacudió la cabeza y aceleró el paso.Fue entonces cuando dobló la esquina y chocó contra alguien.El impacto la hizo tambalearse, pero antes de que pudiera caer, unas manos firmes la sujetaron.—Lo siento —murmuró una voz profunda.Aisha levantó la vista y el aire pare
La luz mortecina de la lámpara del hospital recortaba el perfil de Aisha contra las sombras, su respiración sincronizada con el tic-tac del monitor. Rasen observaba cada parpadeo de aquella máquina como si fuera una cuenta regresiva. El olor a antiséptico no lograba ahogar el rastro de bergamota y hierro que emanaba de él, un recordatorio de que su mundo ya no era el de los vivos.—No te vayas —susurró Aisha, clavando las uñas en la sábana. No era una súplica, sino un desafío.Rasen tomó su mano sin pedir permiso. Sus dedos callosos rozaron la vía intravenosa, y por un instante, el resplandor violeta del relicario bajo su camisa iluminó la habitación. Aisha entrecerró los ojos: en la foto desgastada del colgante, una niña de trenzas jugaba bajo un roble. Ella misma, años antes de que la noche roja todo lo borrara.—Te llevaré lejos de aquí —dijo él, siguiendo su mirada hacia la ventana—. A donde ni los fantasmas te alcancen.En el cristal empañado, el reflejo de Rasen se fundió con el
Sanathiel se reintegraba a sus labores dentro de la comunidad de los trece, una asociación de científicos cuya sed de poder los empujaba a experimentar con su sangre como un recurso invaluable. Sus investigaciones, supuestamente para fines médicos y de innovación, ocultaban oscuros propósitos políticos y económicos. Habían creado a Lionel como resultado de estos experimentos, una advertencia viviente del alcance de su ambición.Desde que su castigo fue anulado, las cláusulas impuestas a Sanathiel eran un recordatorio constante de su subordinación. Obligado a participar en los procedimientos del laboratorio, aceptaba las condiciones con una mezcla de resignación y estrategia. Su presencia no era solo un requisito: era la pieza clave para los nuevos avances de la comunidad, moldeando organismos capaces de neutralizar el poder de su sangre y, por ende, de él mismo.Esa noche, Sanathiel fue convocado al consejo, un eufemismo para el frío y estéril laboratorio donde la comunidad llevaba a c
Sanathiel avanzaba por la residencia de Itzel con pasos pausados. Cada movimiento resonaba en el mármol frío como un eco que no termina de disiparse. "Las paredes de mármol brillaban bajo la luz del atardecer, pero las grietas en los retratos —pequeñas y casi imperceptibles— delataban historias censuradas. Sanathiel pisó una losa suelta en el suelo, y el crujido resonó como un gemido ahogado."La ama de llaves lo condujo hasta una sala rodeada de cristales. Allí estaba Itzel, sentada junto a una mesa baja. Su porte seguía siendo impecable, pero sus ojos... ellos contaban otra historia. Había algo marchito en su mirada, una tristeza que parecía tatuada en su alma.—Toma, es uno de mis favoritos —dijo, ofreciéndole una copa de vino con una sonrisa que no alcanzó sus ojos.Sanathiel aceptó la copa, sin apartar la vista de ella. Algo en su postura, en los pequeños movimientos de sus manos, lo mantenía alerta. Mientras sorbía lentamente, sus ojos se fijaron en un retrato colgado en una esq
La cicatriz en su cintura latía como un eco del monitor cardíaco, un recordatorio de que la muerte la había rozado. Fuera, la luna llena se reflejaba en los ventanales del hospital como un ojo ciego observándolos. Rasen apoyaba la frente contra el cristal frío, trazando con el aliento un círculo que se desvaneció enseguida.—Necesito salir —dijo Aisha, rompiendo el silencio. Su voz no era un ruego, sino el filo de una daga desenvainada—. ¿Me ayudarás o seguirás decorando ventanas?Rasen giró lentamente. La luz neón recortaba sus pómulos afilados, y el relicario violeta brillaba bajo su camisa.—¿Sabes lo que pides? —dejó caer las palabras como una trampa al descubierto—. Afuera hay más periodistas y doctores.Ella se incorporó con un gemido ahogado, tirando de la vía intravenosa hasta que la aguja saltó de su piel. Una gota púrpura brilló en su antebrazo antes de desvanecerse.—Lo que hay fuera… —murmuró, limpiándose con el dorso de la mano— es mi guerra. Y tú eres mi cómplice, no mi g