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SANATHIEL
SANATHIEL
Por: Balloleth
Prefacio I: El pacto del Desterrado.

La tormenta rugía con una furia que parecía brotar de los mismos abismos. Truenos retumbaban sobre el claro del bosque, haciendo eco de un destino ineludible. Luciano Kerens, arrodillado, sentía el barro frío y la sangre empapando sus rodillas. Frente a él, un altar de piedra oscura se alzaba, cubierto de símbolos arcanos y rodeado por cenizas de antiguos sacrificios. La niebla giraba a su alrededor, como si el aire estuviera impregnado de la maldad que él mismo había convocado.

Luciano alzó la vista hacia el cielo, cargado de nubes. Su pecho ardía con una mezcla de temor y determinación. El apellido “Kerens” pesaba en su mente, un nombre que había tomado en honor a su amigo Moira, su único lazo verdadero en un mundo lleno de traiciones. Ambos, huérfanos de guerra, habían sobrevivido juntos. Moira, su hermano de alma, y quien ahora yacía perdido, castigado por una culpa que no le correspondía del todo.

El aire se tensó, y en medio del vacío, el demonio apareció. Su figura era una amalgama de sombras líquidas y cenizas flotantes, y sus ojos, encendidos como brasas, atravesaban a Luciano con una intensidad que casi lo hacía desfallecer. Su voz resonó, grave y antigua, como el eco de un universo en descomposición.

—Luciano Kerens… —entonó el demonio, alargando las palabras con un tono burlón—. ¿Estás dispuesto a cargar con este peso? ¿A arrastrar no solo tu alma, sino también las de aquellos que vendrán después de ti?

Luciano apretó los puños. Las imágenes de Moira y su hija lo invadieron. La novicia a la que había amado, condenada por su relación prohibida, y su hija enterrada viva como sacrificio para apaciguar la ira de los hombres. El dolor era una llama constante en su interior, pero sabía que no había marcha atrás. Si no asumía el pacto, todo habría sido en vano.

—Estoy dispuesto, —dijo con voz áspera, mientras gotas de sudor y sangre caían de su rostro al altar.

El demonio inclinó la cabeza, y su risa baja reverberó en el aire.

—Valiente, pero tan predecible… Muy bien, toma esta marca y cumple con tu parte del trato. A cambio, tendrás la fuerza para cumplir tu venganza, pero recuerda, Luciano: esto es solo el comienzo de un juego eterno. Mi verdadero propósito aún te es incomprensible, pero lo descubrirás… y no te gustará.

Con un movimiento fluido, el demonio alzó su garra y dejó caer un fuego verde que se deslizó sobre la piel de Luciano como un líquido abrasador. La marca comenzó a expandirse por su cuerpo, formando tatuajes y símbolos que brillaban con una energía oscura. Luciano sintió su carne quemarse mientras su humanidad se desvanecía. El dolor era cegador, pero no emitió ni un solo grito.

—Ahora perteneces a mí, Luciano. Tus hijos también. Tu linaje será el tablero en el que juegue mi más antigua apuesta. Cada uno será una pieza en mi obra, obligados a encontrarse y destruirse hasta que quede un único sobreviviente… y ese será mi receptáculo para regresar a la tierra.

Luciano, sin apartar la mirada del demonio, se mantuvo de rodillas mientras las primeras luces del amanecer empezaban a filtrarse entre los árboles. Pero cuando los rayos tocaron su piel, sintió cómo esta se quemaba.

Desde la distancia, Moira observaba, impotente, cómo su amigo era transformado. Sus ojos, sellados por cruces imborrables, le permitían ver no solo el presente, sino también el futuro. Era testigo de un Luciano ya consumido por el pacto, de su caída y de la cadena de tragedias que se desatarían. Y, aun así, Moira no podía intervenir. Solo podía ver… y sufrir.

—Te fallé, Luciano, —murmuró Moira, apretando el papel que había escrito en su mano.

La carta que Luciano le había dejado antes de ese momento final aún ardía en su mente. “Te devolveré el favor, Moira, cueste lo que cueste. Aunque te escondas o me des la espalda, siempre pagaré mi deuda contigo”. Esas palabras eran tanto una promesa como una condena.

Años después, en su búsqueda de poder, Luciano encontró a Noah, un joven a punto de ser devorado por las mismas bestias que él había invocado. Viendo en Noah una oportunidad, lo transformó en vampiro y lo convirtió en su sirviente, forjando un vínculo que lo ataría a su voluntad.

Fue Noah quien le habló de Sanathiel, un muchacho solitario que había aparecido en el Pueblo Esperanza del Ciervo. Luciano, reconociendo el nombre en sus visiones y en los susurros del demonio, orquestó un ataque devastador. Arrasó el pueblo con fuego y oscuridad, forzando a Sanathiel a enfrentar una pérdida inimaginable. En medio de las llamas, el joven intentó acabar con su vida, pero Luciano lo encontró en su punto más débil.

—Te he estado esperando, Sanathiel, —murmuró Luciano, mientras el muchacho, desorientado y herido, caía en un sueño inducido por la marca que ya portaba.

En ese estado vulnerable, Luciano ejecutó el ritual final. Sanathiel despertó con un rugido desgarrador, sus ojos dorados ardiendo con una mezcla de furia y confusión. Fragmentos de recuerdos inundaron su mente: su origen como hijo del demonio, su linaje y la maldición que lo ataba a un destino oscuro.

El demonio, observando desde las sombras, sonrió satisfecho. Su plan había avanzado un paso más.

—Has despertado, lobo blanco. Ahora, busca a tus hermanos… y cumple tu propósito.

Sanathiel, sin entender completamente las palabras, sintió cómo la rabia y el dolor lo consumían. En ese instante, solo una idea ardía en su mente: enfrentarse a Luciano y destruirlo.

Pero mientras la tormenta amainaba en el bosque, una más oscura se desataba en el interior de Sanathiel. A medida que sus memorias volvían, entendió que no solo luchaba contra su padre, sino contra el destino mismo, un destino sellado mucho antes de su primer aliento.

“El tiempo fugazmente nos envolvió, reuniéndonos nuevamente sin querer, por obra del Moira. Nuestras añoranzas y el recuerdo del otro fueron recobrados… Pero aquello que nos fue arrebatado junto a nuestra humanidad hoy simplemente nos hace parte de un juego de azar…”

Sanathiel cerró los ojos, sintiendo el peso del pacto en cada fibra de su ser. Su vida ya no era suya, pero lucharía, no para ganar, sino para romper las reglas del juego.

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