La luna colgaba sobre el bosque como un ojo pálido, iluminando el altar de piedra donde Luciano Kerens se arrodillaba. Las marcas en su piel ardían con un fuego familiar, recordándole que el pacto seguía vivo. La tormenta había pasado, pero la oscuridad en su pecho persistía, más densa que la niebla invernal que envolvía los árboles.
El frío mordía su piel, pero eso era lo de menos. Lo que realmente lo consumía era el peso del juramento grabado en sus huesos, aquel que había sellado el destino de tres generaciones. Sus ojos, apagados por décadas de sombras, recorrieron las hendiduras del altar. Las piedras gastadas por el tiempo aún transpiraban el mismo hedor a azufre que recordaba de aquella noche.
Un chasquido de ramas quebró el silencio.
Antes de que pudiera girarse, una voz cargada de resentimiento heló su sangre:
—Luciano…Se volvió con la lentitud de quien reconoce lo inevitable. Entre los árboles, una silueta esbelta avanzaba. La luz lunar acarició primero las garras: curvadas, letales, brillantes como obsidiana. Luego reveló los ojos. Dorados. Ardientes. Idénticos a los que Luciano veía cada noche en sus pesadillas.
—Sanathiel —murmuró, no como un nombre, sino como una condena.
El muchacho emergió por completo de las sombras. Su respiración era el único sonido en el bosque, entrecortada y profunda, como si el aire le quemaba los pulmones. En sus manos, las garras se tensaron con un crujido de tendones.
—¿Viniste a rezarle a tu dios de piedra? —La voz de Sanathiel era un rugido contenido—. O a pedirle perdón.
Luciano no respondió. Su mirada se posó en el medallón de plata que colgaba del cuello del joven: un lobo aullando a una luna llena. El mismo que le había entregado la noche que lo encontró entre los escombros humeantes de Pueblo Esperanza.
—No has cambiado —mintió Luciano, sabiendo que cada palabra los acercaba al abismo—. Sigues siendo el niño que rescaté de las llamas.
Un gruñido sacudió el aire. Sanathiel avanzó, y por primera vez Luciano vio las cicatrices: marcas de garras cruzando su torso, más recientes que las que él mismo llevaba.
—Las llamas que tú encendiste —escupió Sanathiel. Su pelaje blanco brotó entonces, no como una transformación, sino como una erupción. Cada pelo surgió de su piel como una espina, hasta que solo quedaron aquellos ojos dorados, brillando con una furia demasiado humana.
Las palabras resonaron en el cráneo de Luciano como campanadas fúnebres. Sanathiel alzó las manos, y en el espacio entre sus garras, Luciano vio reflejado el incendio de Pueblo Esperanza: llamas devorando techos de paja, siluetas corriendo con niños en brazos, su propio rostro joven contemplando la destrucción desde la colina.
—No soy tu obra —rugió Sanathiel. Su pelaje brotó como cuchillas de hielo, cada hebra crepitando con energía arcana—. Soy tu castigo.
Luciano retrocedió hasta tropezar con el altar. Las runas en la piedra le quemaron la espalda a través de la túnica, recordándole su juramento al demonio. Quiso gritar la verdad: que aquel pacto había sido para salvar al niño de siete años que gemía entre los cadáveres de sus padres. Pero la niebla que ahora salía de la boca de Sanathiel olía a pólvora y carne chamuscada, igual que aquella noche.
—¡Detente! —La voz de Luciano se quebró cuando una garra le arañó el pecho, dejando tres surcos que rezumaban un líquido negro y espeso—. No sabes lo que desatas…
Sanathiel lo inmovilizó contra el altar. Sus ojos dorados se convirtieron en pozos de luz blanca, y en su centro, Luciano vio girar las ruedas de un mecanismo ancestral. El Ritual de los Tres Soles. La verdadera razón del pacto.
—Mira —siseó Sanathiel, obligándolo a contemplar la visión—. Tú me enseñaste a contar mentiras. El demonio me mostró cómo desenterrarlas.
La niebla se condensó en figuras: Luciano de rodillas ante el altar décadas atrás, bebiendo de un cáliz lleno de sombra líquida mientras el cuerpo sin vida del pequeño Sanathiel yacía a sus pies.
—¡Era la única manera de salvarte! —gritó Luciano, pero su defensa se convirtió en un estertor cuando las garras se cerraron en su garganta.
Un silbido agudo partió el aire. Noah materializó su daga en el costado de Sanathiel, la hoja de obsidiana chisporroteando al contacto con el pelaje lunar.
—¿Qué tan rápido es el final, hermanito? —El vampiro sonrió mostrando colmillos manchados de brea—. El Amo quiere su drama en tres actos.
Sanathiel arrojó a Luciano contra un pino. El crujido de ramas se mezcló con el sonido del medallón al romperse contra una roca. Por un instante, ambos contemplaron el lobo de plata rodando entre la nieve sucia.
Fue suficiente para Noah. Sus dedos se clavaron en la herida de Sanathiel, extrayendo venas luminosas que retorcían como cuerdas de un títere.
—Corre, viejo —escupió el vampiro hacia Luciano, sus ojos inyectados en sangre siguiendo cada movimiento del lobo blanco—. Tu hijo y yo tenemos que ensayar el próximo acto.
Cuando Luciano se arrastró fuera del claro, la última imagen que atrapó fue la de Sanathiel aullando no hacia la luna, sino hacia el medallón roto. Las grietas en la plata dibujaban constelaciones prohibidas, aquellas que solo los Kerens podían leer.
En las profundidades del bosque, algo respondió al aullido. Algo más antiguo que los pactos, más hambriento que los demonios.
Rompiendo en un rugido gutural, una bestia transformándose en hombre.
—Hasta que la oscuridad se desvanezca —susurró una voz antigua, resonando entre los árboles.
El silencio cayó de golpe. Desde las sombras, una figura observaba la escena, su sonrisa apenas visible en la penumbra.
—Es hora de comenzar el primer acto.
Sanathiel abrió los ojos de golpe. No estaba dormido, pero la voz que lo llamaba surgía desde un lugar más profundo que sus pensamientos. Su mirada se perdió en el reflejo de la ventana, donde las luces de la ciudad danzaban sobre su pálido rostro.—Sanathiel…La voz repitió su nombre, esta vez con un matiz distinto, más insistente, como si una mano invisible intentara alcanzarlo desde la penumbra.Su mandíbula se tensó. No era Aisha.Era otra presencia.Una que reconocía, pero que no esperaba sentir en ese momento.—Tarde o temprano, tenías que aparecer… —susurró para sí mismo, cerrando los ojos un instante.El vínculo con sus hermanos era un eco distante, una cuerda rota que a veces aún vibraba con la memoria de lo que fueron. Y ahora, en esta noche cargada de presagios, uno de esos ecos se manifestaba con claridad.Sariel.El nombre ardió en su mente como una marca incandescente.—No juegues conmigo —gruñó Sanathiel, apretando el papel con el retrato de Aisha hasta arrugarlo.La voz
La tormenta aullaba como una bestia herida, y las gárgolas de la mansión escupían agua por sus fauces de piedra. El auto avanzaba lentamente, sus faros cortando la oscuridad mientras Sanathiel observaba su reflejo en el parabrisas: ojos dorados, cabello rubio, y una cicatriz en forma de media luna que le cruzaba el cuello. Un recordatorio de que ni siquiera el tiempo curaba ciertas heridas.Al detenerse, pisó un charco. Su imagen se fracturó en el agua, y por un instante, vio los ojos de un lobo mirándole desde el fondo.—Señor —el mayordomo le tendió una sombrilla negra con empuñadura de plata—. La comunidad está inquieta.Sanathiel ignoró el objeto y caminó bajo la lluvia. Las gotas le helaban la piel, pero no tanto como el pergamino que el mayordomo le entregó con manos temblorosas.—De la Casa Verona —murmuró el sirviente—. Sellado con cera de veneno.El sello era una serpiente devorando su cola. Sanathiel lo partió con el pulgar, y un aroma a azufre inundaba el aire. Mientras leía
El aire matutino se filtraba por los pasillos vacíos, arrastrando consigo el aroma a lluvia y el eco lejano de voces dispersas. Aisha apenas lo notaba.Una gota resbaló por su mejilla - fría como un susurro mortal - teñida de rojo por el vitral sangrante. Su mirada se alzó instintivamente. La imagen la dejó sin aliento.Allí, enmarcada en el vidrio teñido, una luna sangrante flotaba sobre un paisaje sombrío. Era idéntica a la de sus sueños, a aquella que la perseguía cada noche con su fulgor escarlata.Un escalofrío le recorrió la espalda.Por un instante, sintió el peso de una mirada ardiente sobre su nuca, intensa y dorada, como si alguien—o algo—la estuviera observando."Deben ser solo sueños... Nada más que sueños."Sacudió la cabeza y aceleró el paso.Fue entonces cuando dobló la esquina y chocó contra alguien.El impacto la hizo tambalearse, pero antes de que pudiera caer, unas manos firmes la sujetaron.—Lo siento —murmuró una voz profunda.Aisha levantó la vista y el aire pare
La luz mortecina de la lámpara del hospital recortaba el perfil de Aisha contra las sombras, su respiración sincronizada con el tic-tac del monitor. Rasen observaba cada parpadeo de aquella máquina como si fuera una cuenta regresiva. El olor a antiséptico no lograba ahogar el rastro de bergamota y hierro que emanaba de él, un recordatorio de que su mundo ya no era el de los vivos.—No te vayas —susurró Aisha, clavando las uñas en la sábana. No era una súplica, sino un desafío.Rasen tomó su mano sin pedir permiso. Sus dedos callosos rozaron la vía intravenosa, y por un instante, el resplandor violeta del relicario bajo su camisa iluminó la habitación. Aisha entrecerró los ojos: en la foto desgastada del colgante, una niña de trenzas jugaba bajo un roble. Ella misma, años antes de que la noche roja todo lo borrara.—Te llevaré lejos de aquí —dijo él, siguiendo su mirada hacia la ventana—. A donde ni los fantasmas te alcancen.En el cristal empañado, el reflejo de Rasen se fundió con el
Sanathiel se reintegraba a sus labores dentro de la comunidad de los trece, una asociación de científicos cuya sed de poder los empujaba a experimentar con su sangre como un recurso invaluable. Sus investigaciones, supuestamente para fines médicos y de innovación, ocultaban oscuros propósitos políticos y económicos. Habían creado a Lionel como resultado de estos experimentos, una advertencia viviente del alcance de su ambición.Desde que su castigo fue anulado, las cláusulas impuestas a Sanathiel eran un recordatorio constante de su subordinación. Obligado a participar en los procedimientos del laboratorio, aceptaba las condiciones con una mezcla de resignación y estrategia. Su presencia no era solo un requisito: era la pieza clave para los nuevos avances de la comunidad, moldeando organismos capaces de neutralizar el poder de su sangre y, por ende, de él mismo.Esa noche, Sanathiel fue convocado al consejo, un eufemismo para el frío y estéril laboratorio donde la comunidad llevaba a c
Sanathiel avanzaba por la residencia de Itzel con pasos pausados. Cada movimiento resonaba en el mármol frío como un eco que no termina de disiparse. "Las paredes de mármol brillaban bajo la luz del atardecer, pero las grietas en los retratos —pequeñas y casi imperceptibles— delataban historias censuradas. Sanathiel pisó una losa suelta en el suelo, y el crujido resonó como un gemido ahogado."La ama de llaves lo condujo hasta una sala rodeada de cristales. Allí estaba Itzel, sentada junto a una mesa baja. Su porte seguía siendo impecable, pero sus ojos... ellos contaban otra historia. Había algo marchito en su mirada, una tristeza que parecía tatuada en su alma.—Toma, es uno de mis favoritos —dijo, ofreciéndole una copa de vino con una sonrisa que no alcanzó sus ojos.Sanathiel aceptó la copa, sin apartar la vista de ella. Algo en su postura, en los pequeños movimientos de sus manos, lo mantenía alerta. Mientras sorbía lentamente, sus ojos se fijaron en un retrato colgado en una esq
La cicatriz en su cintura latía como un eco del monitor cardíaco, un recordatorio de que la muerte la había rozado. Fuera, la luna llena se reflejaba en los ventanales del hospital como un ojo ciego observándolos. Rasen apoyaba la frente contra el cristal frío, trazando con el aliento un círculo que se desvaneció enseguida.—Necesito salir —dijo Aisha, rompiendo el silencio. Su voz no era un ruego, sino el filo de una daga desenvainada—. ¿Me ayudarás o seguirás decorando ventanas?Rasen giró lentamente. La luz neón recortaba sus pómulos afilados, y el relicario violeta brillaba bajo su camisa.—¿Sabes lo que pides? —dejó caer las palabras como una trampa al descubierto—. Afuera hay más periodistas y doctores.Ella se incorporó con un gemido ahogado, tirando de la vía intravenosa hasta que la aguja saltó de su piel. Una gota púrpura brilló en su antebrazo antes de desvanecerse.—Lo que hay fuera… —murmuró, limpiándose con el dorso de la mano— es mi guerra. Y tú eres mi cómplice, no mi g
Parte II: Sombras en el túnelEl túnel respiraba. Las paredes sudaban un frío que calaba hasta los huesos, y cada paso de Aisha y Rasen resonaba como un latido fantasma. La luz del hospital había desaparecido, devorada por una oscuridad que no era natural.—Rasen… —Aisha apretó su mano, deteniéndose. El eco de su voz se multiplicó, como si el túnel repitiera su miedo.Él sintió el peso de su mirada antes de verla. Las sombras se retorcían en los bordes de su visión, danzando al ritmo de un susurro que no provenía de ningún lado. El relicario bajo su camisa vibraba, calentándose hasta quemar.—No es solo un túnel —murmuró Rasen, corriendo los dedos por la pared. La piedra cedió bajo su tacto, líquida y gelatinosa, antes de solidificarse de nuevo.Aisha retrocedió. Donde su espalda había rozado el muro, quedó impresa la silueta de unas alas rotas.Un estruendo los separó.El túnel se estiró, las paredes ondulando como intestinos de bestia. Rasen gritó su nombre, pero el sonido se desgarr