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Capítulo 1: La maldición del lobo blanco

La luna colgaba sobre el bosque como un ojo pálido, iluminando el altar de piedra donde Luciano Kerens se arrodillaba. Las marcas en su piel ardían con un fuego familiar, recordándole que el pacto seguía vivo. La tormenta había pasado, pero la oscuridad en su pecho persistía, más densa que la niebla invernal que envolvía los árboles.

El frío mordía su piel, pero eso era lo de menos. Lo que realmente lo consumía era el peso del juramento grabado en sus huesos, aquel que había sellado el destino de tres generaciones. Sus ojos, apagados por décadas de sombras, recorrieron las hendiduras del altar. Las piedras gastadas por el tiempo aún transpiraban el mismo hedor a azufre que recordaba de aquella noche.

Un chasquido de ramas quebró el silencio.

Antes de que pudiera girarse, una voz cargada de resentimiento heló su sangre:

—Luciano…

Se volvió con la lentitud de quien reconoce lo inevitable. Entre los árboles, una silueta esbelta avanzaba. La luz lunar acarició primero las garras: curvadas, letales, brillantes como obsidiana. Luego reveló los ojos. Dorados. Ardientes. Idénticos a los que Luciano veía cada noche en sus pesadillas.

—Sanathiel —murmuró, no como un nombre, sino como una condena.

El muchacho emergió por completo de las sombras. Su respiración era el único sonido en el bosque, entrecortada y profunda, como si el aire le quemaba los pulmones. En sus manos, las garras se tensaron con un crujido de tendones.

—¿Viniste a rezarle a tu dios de piedra? —La voz de Sanathiel era un rugido contenido—. O a pedirle perdón.

Luciano no respondió. Su mirada se posó en el medallón de plata que colgaba del cuello del joven: un lobo aullando a una luna llena. El mismo que le había entregado la noche que lo encontró entre los escombros humeantes de Pueblo Esperanza.

—No has cambiado —mintió Luciano, sabiendo que cada palabra los acercaba al abismo—. Sigues siendo el niño que rescaté de las llamas.

Un gruñido sacudió el aire. Sanathiel avanzó, y por primera vez Luciano vio las cicatrices: marcas de garras cruzando su torso, más recientes que las que él mismo llevaba.

—Las llamas que encendiste —escupió Sanathiel. Su pelaje blanco brotó entonces, no como una transformación, sino como una erupción. Cada pelo surgió de su piel como una espina, hasta que solo quedaron aquellos ojos dorados, brillando con una furia demasiado humana.

Las palabras resonaron en el cráneo de Luciano como campanadas fúnebres. Sanathiel alzó las manos, y en el espacio entre sus garras, Luciano vio reflejado el incendio de Pueblo Esperanza: llamas devorando techos de paja, siluetas corriendo con niños en brazos, su propio rostro joven contemplando la destrucción desde la colina.

—No soy tu obra —rugió Sanathiel. Su pelaje brotó como cuchillas de hielo, cada hebra crepitando con energía arcana—. Soy tu castigo.

Luciano retrocedió hasta tropezar con el altar. Las runas en la piedra le quemaron la espalda a través de la túnica, recordándole su juramento al demonio. Quiso gritar la verdad: que aquel pacto había sido para salvar al niño de siete años que gemía entre los cadáveres de sus padres. Pero la niebla que ahora salía de la boca de Sanathiel olía a pólvora y carne chamuscada, igual que aquella noche.

—¡Detente! —La voz de Luciano se quebró cuando una garra le arañó el pecho, dejando tres surcos que rezumaban un líquido negro y espeso—. No sabes lo que desatas…

Sanathiel lo inmovilizó contra el altar. Sus ojos dorados se convirtieron en pozos de luz blanca, y en su centro, Luciano vio girar las ruedas de un mecanismo ancestral. El Ritual de los Tres Soles. La verdadera razón del pacto.

—Mira —siseó Sanathiel, obligándolo a contemplar la visión—. Tú me enseñaste a contar mentiras. El demonio me mostró cómo desenterrarlas.

La niebla se condensó en figuras: Luciano de rodillas ante el altar décadas atrás, bebiendo de un cáliz lleno de sombra líquida mientras el cuerpo sin vida del pequeño Sanathiel yacía a sus pies.

—¡Era la única manera de salvarte! —gritó Luciano, pero su defensa se convirtió en un estertor cuando las garras se cerraron en su garganta.

Un silbido agudo partió el aire. Noah materializó su daga en el costado de Sanathiel, la hoja de obsidiana chisporroteando al contacto con el pelaje lunar.

—¿Qué tan rápido es el final, hermanito? —El vampiro sonrió mostrando colmillos manchados de brea—. El Amo quiere su drama en tres actos.

Sanathiel arrojó a Luciano contra un pino. El crujido de ramas se mezcló con el sonido del medallón al romperse contra una roca. Por un instante, ambos contemplaron el lobo de plata rodando entre la nieve sucia.

Fue suficiente para Noah. Sus dedos se clavaron en la herida de Sanathiel, extrayendo venas luminosas que retorcían como cuerdas de un títere.

—Corre, viejo —escupió el vampiro hacia Luciano, sus ojos inyectados en sangre siguiendo cada movimiento del lobo blanco—. Tu hijo y yo tenemos que ensayar el próximo acto.

Cuando Luciano se arrastró fuera del claro, la última imagen que atrapó fue la de Sanathiel aullando no hacia la luna, sino hacia el medallón roto. Las grietas en la plata dibujaban constelaciones prohibidas, aquellas que solo los Kerens podían leer.

En las profundidades del bosque, algo respondió al aullido. Algo más antiguo que los pactos, más hambriento que los demonios.

Rompiendo en un rugido gutural, una bestia transformándose en hombre. 

—Hasta que la oscuridad se desvanezca —susurró una voz antigua, resonando entre los árboles.

El silencio cayó de golpe. Desde las sombras, una figura observaba la escena, su sonrisa apenas visible en la penumbra.

—Es hora de comenzar el primer acto.

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