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Capítulo 2: Sombras del destino

Sanathiel abrió los ojos de golpe. No estaba dormido, pero la voz que lo llamaba surgía desde un lugar más profundo que sus pensamientos. Su mirada se perdió en el reflejo de la ventana, donde las luces de la ciudad danzaban sobre su pálido rostro.

—Sanathiel…

La voz repitió su nombre, esta vez con un matiz distinto, más insistente, como si una mano invisible intentara alcanzarlo desde la penumbra.

Su mandíbula se tensó. No era Aisha.

Era otra presencia.

Una que reconocía, pero que no esperaba sentir en ese momento.

—Tarde o temprano, tenías que aparecer… —susurró para sí mismo, cerrando los ojos un instante.

El vínculo con sus hermanos era un eco distante, una cuerda rota que a veces aún vibraba con la memoria de lo que fueron. Y ahora, en esta noche cargada de presagios, uno de esos ecos se manifestaba con claridad.

Sariel.

El nombre ardió en su mente como una marca incandescente.

—No juegues conmigo —gruñó Sanathiel, apretando el papel con el retrato de Aisha hasta arrugarlo.

La voz se desvaneció, pero su presencia quedó flotando en el aire, pegajosa como un perfume persistente. Sariel lo observaba, desde algún rincón oculto de la ciudad.

Habían pasado dos décadas desde aquel intento fallido por destruir todo lo relacionado con Kerens. Incluso al despertar, se encontró como un prisionero, castigado por haber agraviado a la Comunidad de los Trece.

Hasta que el invierno llegó, envolviendo todo a su alrededor en un manto blanco y helado.

Observó el paisaje bañado por la luz plateada de la luna, y su mente viajó a aquella fatídica noche.

La noche de la luna roja.

Sanathiel suspiró, desviando la mirada hacia el horizonte.

—Aisha… —murmuró, apretando sus garras contra la palma de su mano hasta hacerse daño.

Aisha. Una figura que, sin saber cómo ni porqué, estaba conectada a él.

Decidido a alejar sus pensamientos, volvió al interior de su habitación, tomó un lápiz y, con una furia controlada, trazó líneas en una hoja, recreando su rostro en el papel.

El dibujo era apenas un boceto, pero en sus trazos percibía algo inquietante, como si aquella mujer fuera el reflejo de su propia maldición.

"Quizás seas la llave para vengarme de Luciano, el Desterrado. Entonces, serías tú el camino que tanto he buscado."

El auto descendía por una avenida rodeada de edificios altos y luces de neón. El resplandor artificial reemplazaba la luz de la luna, pero la verdadera oscuridad se ocultaba en los callejones, en las sombras donde criaturas como él acechaban sin ser vistas.

Cuando la limosina se detuvo frente a un hotel de lujo, un hombre trajeado abrió la puerta con un gesto servicial.

—Bienvenido, señor Kerens.

Sanathiel bajó sin responder, su elegancia innata reflejada en cada movimiento. Tomó su maleta y cruzó el vestíbulo iluminado por lámparas de cristal. La opulencia no le impresionaba; él mismo había sido dueño de una fortuna, pero nada de eso llenaba el vacío que cargaba dentro.

En la recepción, la mujer que atendía le dedicó una sonrisa profesional, ajena a la sombra que lo envolvía.

—Su habitación está lista. ¿Desea que enviemos algo en especial?

—No. —Su voz era fría, cortante.

Tomó la tarjeta de acceso y se dirigió al ascensor. Al cerrarse las puertas, observó su reflejo en el espejo.

Un joven apuesto de mirada intensa y porte imponente le devolvía la mirada. Pero detrás de esos ojos dorados, el lobo acechaba.

La voz de Sariel había sido solo el primer aviso.

Al día siguiente, encontraría a Aisha.

Y la caza comenzaría.

En otro lugar, en el Colegio Mayor Unidad, Aisha trataba de ignorar el calor sofocante del aula. Pero un escalofrío recorrió su espalda. Algo la observaba.

Al cruzar el pasillo rumbo a la biblioteca, una imagen fugaz irrumpió en su mente: un lobo blanco de ojos brillantes. El impacto fue tan abrumador que se detuvo en seco, su respiración entrecortada. El aire adquirió un hedor indescriptible, nauseabundo. Se cubrió la boca y corrió al baño, su estómago rebelándose contra lo que fuera que había sentido.

—No hay nada… —susurró, aferrándose al lavabo.

Pero los ecos persistían. Un gemido doliente resonó en su mente, un lamento que no le pertenecía.

Horas después, en su habitación, sus dedos recorrieron las páginas de un viejo libro sin darse cuenta. El título la paralizó: Los Nevri. Su corazón latió con fuerza, como si una parte de ella reconociera aquellas palabras.

Lejos de allí, en la oscuridad de su refugio, Sanathiel percibió el roce sutil de una presencia en su mente.

No era Sariel.

No era Luciano.

Era ella.

Una sonrisa lobuna cruzó su rostro mientras el automóvil avanzaba por la carretera.

—Pronto, Aisha... muy pronto.

Y en ese instante, la voz de la muchacha tembló en su interior, como un eco que aún no comprendía.

—Sanathiel...

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