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Capítulo 3: Cartas bajo la tormenta

La tormenta aullaba como una bestia herida, y las gárgolas de la mansión escupían agua por sus fauces de piedra. El auto avanzaba lentamente, sus faros cortando la oscuridad mientras Sanathiel observaba su reflejo en el parabrisas: ojos dorados, cabello rubio, y una cicatriz en forma de media luna que le cruzaba el cuello. Un recordatorio de que ni siquiera el tiempo curaba ciertas heridas.

Al detenerse, pisó un charco. Su imagen se fracturó en el agua, y por un instante, vio los ojos de un lobo mirándole desde el fondo.

—Señor —el mayordomo le tendió una sombrilla negra con empuñadura de plata—. La comunidad está inquieta.

Sanathiel ignoró el objeto y caminó bajo la lluvia. Las gotas le helaban la piel, pero no tanto como el pergamino que el mayordomo le entregó con manos temblorosas.

—De la Casa Verona —murmuró el sirviente—. Sellado con cera de veneno.

El sello era una serpiente devorando su cola. Sanathiel lo partió con el pulgar, y un aroma a azufre inundaba el aire. Mientras leía, la tormenta rugió con fuerza, como si las palabras escritas despertaran a la misma naturaleza:

"Estimado Sanathiel,

Los cazadores nómadas no olvidan. Tú tampoco deberías. Adjuntamos detalles sobre Falco Valuare, cuyo odio por el lobo blanco crece tanto como su obsesión por Zaira... la misma que tú llevas tatuada en el alma.

Atentamente,

Casa Verona."

En la habitación, las cortinas azules ondeaban como fantasmas. Sanathiel dejó caer el pergamino sobre una mesa cubierta de polvo y acercó una vela. Las llamas lamieron el papel, pero en vez de cenizas, surgió un humo violeta. Entre las brasas, una frase brilló en rojo sangre: 

"Zaira te maldice desde su tumba."

—¡Sanathiel! —Mica irrumpió, empuñando un reloj de bolsillo cuyo tic-tac sincronizaba con la lluvia—. ¿Cuántos cadáveres más necesitas dejar para entender que estás solo?

Sanathiel no volvió. En el espejo detrás de Mica, su reflejo mostraba sombras de lobo retorciéndose en sus hombros.

—¿Vienes a sermonearme o a confesar tu traición? —preguntó, trazando un círculo en el polvo de la mesa. En su interior, el símbolo de los trece.

Mica abrió el reloj. En su tapa, un lobo y una luna grabados.

—Lionel tiene a Aisha. La comunidad la entregará como esposa al amanecer. ¿Sabes lo que eso significa?

El aire se electrizó. Sanathiel se giró, y por primera vez, Mica vio sus colmillos.

—Significa —rugió Sanathiel, estrellando el reloj contra el suelo— que Lionel olvidó cómo aúllan los lobos cuando les arrancan lo que aman.

El tic-tac cesó. Mica recogió los restos del reloj, su voz un susurro:

—Cuando caigas, nadie llorará tu nombre. Solo tu maldición.

La puerta se cerró tras él.

Sanathiel observó sus manos: las venas brillaban azules bajo la piel, como ríos de hielo. En el jardín, la tormenta arrancó una rosa negra y la estrelló contra su ventana.

El teléfono vibró. La voz de Darían era un cuchillo envuelto en seda:

—¿Recibiste mi regalo? Falco está cerca. Y Aisha... bueno, Lionel siempre quiso una mascota.

Sanathiel apretó el auricular hasta que el plástico crujió. Sus labios se curvaron en una sonrisa sin humor.

—Dile a Lionel que prepare su mortaja. Dile que recuerdo su miedo a la oscuridad cuando éramos niños. Dile que esta vez, cuando la arrastre a ella, no habrá nadie para sacarlo.

Al colgar, el vidrio de la ventana se rompió.

Entre los árboles, una silueta observaba. Falco. Su expresión era la de un depredador al acecho, pero no sonreía. Pasaba los dedos lentamente sobre la portada de un diario abierto, como si acariciara algo valioso. En la página expuesta, un dibujo a lápiz: Zaira.

Idéntica a Aisha.

La tormenta rugió de nuevo, pero esta vez, un aullido le respondió desde el bosque.

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