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Capítulo 3: Cartas bajo la tormenta

La lluvia azotaba el parabrisas del auto mientras este avanzaba lentamente por el camino de piedra. Al detenerse frente a la imponente mansión, la puerta del vehículo se abrió, y un hombre alto, vestido de un impecable traje azul marino, descendió. La figura que sostenía la sombrilla lo seguía con precisión calculada, protegiéndolo del aguacero. La presencia del recién llegado era innegable; su andar pausado, pero cargado de autoridad, imponía un peso sobre la comunidad que observaba desde la distancia.

La comunidad de los trece estaba en alerta. Sanathiel, un nombre que evocaba respeto y miedo, había regresado.

—Señor, ha llegado antes de lo previsto —murmuró el mayordomo, acercándose con un pergamino en las manos. Sus movimientos eran medidos, pero su rostro no podía ocultar el nerviosismo—. Este mensaje llegó poco antes de usted.

Sanathiel tomó el pergamino sin prisa, dejando que la sombrilla cayera al suelo.

—¿Quién lo envió? —preguntó con frialdad, sin molestarse en mirarlo.

—Es un obsequio de la Casa Verona, mi señor. Insistieron en que era de suma urgencia.

Un destello de desagrado cruzó los ojos de Sanathiel mientras sus dedos acariciaban el sello de cera que cerraba el mensaje.

—Siempre metiendo sus narices donde no les corresponde… —murmuró antes de abrir el pergamino. Avanzó hacia la mansión, deslizándose fuera de sus zapatos en la entrada y calzándose unas pantuflas que aguardaban a un lado.

El mayordomo lo siguió con la cabeza gacha, sacudiendo la sombrilla antes de colgarla.

—Esto no volverá a suceder, señor. Asumo la responsabilidad y aceptaré el castigo que considere necesario.

Sanathiel alzó una mano sin mirarlo.

—Espero que sea la última vez. Retírate.

Sanathiel subió las escaleras, deteniéndose un momento frente a la puerta de su habitación. Era un espacio que no había visto en años, y, sin embargo, todo permanecía igual: las cortinas azules ondeando suavemente por la brisa, los muebles cubiertos de polvo que el tiempo parecía haber olvidado. Abrió las ventanas, dejando que el aire frío entrara mientras sus ojos se posaban en el pergamino.

Lo desenrolló con cuidado, percibiendo un ligero aroma a cera y polvo, como si hubiese sido guardado en un lugar oscuro durante décadas.

"Estimado Sanathiel,

La Casa Verona le extiende este mensaje como prueba de nuestra lealtad. Recordamos su reciente regreso y reconocemos la importancia de su papel en la comunidad. Adjuntamos información sobre ciertos movimientos que podrían interesarle. Cazadores nómadas, bestias disfrazadas de humanos… y un peligro que no debe ser ignorado. Como siempre, nuestra intención es garantizar que usted y su linaje prevalezcan."

Sanathiel dejó caer el pergamino sobre la mesa.

—Creen que soy un peón más en su juego… Qué patético.

Antes de que pudiera continuar, la puerta se abrió bruscamente.

—Sanathiel, no puedes seguir ignorando las consecuencias de tus decisiones.

Era Mica. Su rostro mostraba la furia contenida de quien ya había alcanzado su límite.

Sanathiel lo miró sin levantarse.

—Cierra la puerta, Mica. Y no vuelvas a entrar sin anunciarte.

—¡No me importa tu protocolo! —exclamó Mica, cerrando la puerta de un golpe—. ¿Qué esperas lograr enfrentando a la comunidad de los trece? Juegas con fuego, y no seré yo quien limpie el desastre que dejes atrás.

Sanathiel se levantó lentamente, su figura proyectando una sombra imponente contra la pared.

—¿Vienes a darme un sermón, Mica? Qué noble de tu parte. Pero no necesito consejos de un peón.

—¿Peón? —replicó Mica, sus ojos brillando de rabia—. Esa mujer que tantos buscas… Es un juego peligroso. Lionel ya tiene su mirada puesta en ella, y la comunidad no permitirá que la uses para tus planes.

Sanathiel se acercó, deteniéndose justo frente a Mica.

—Déjame ser claro, Mica. Si alguien toca lo que es mío, se enfrentará a algo peor que la comunidad de los trece.

Mica sostuvo su mirada, sus labios curvados en una mezcla de desprecio y resignación, pero finalmente retrocedió, murmurando:

—Eres un necio, Sanathiel. Pero no seré yo quien te detenga.

La puerta se cerró con un golpe seco, dejando a Sanathiel sumido en el silencio. Sus ojos volvieron a posarse en la carta, y con un gesto deliberado, acercó el pergamino a la llama de una vela cercana, viendo cómo el fuego devoraba las palabras con rapidez.

Sin embargo, una frase sobrevivió al fuego, como si el destino se negara a permitir su destrucción:

"Un siglo en decadencia… aldeas acechadas y expuestas al peligro… por hombres bestias que no conocían de razonabilidad… Un pequeño de apenas 14 años, inmerso en luchas y desafíos intensos, arriesgando su propia vida… Épocas de sangre.

Demonios, brujas… fuimos obligados a renacer en una guerra sin sentido… Nómadas que sirvieron por generaciones como cazadores.

Renunciando a cualquier apoyo moral o vida simple, con un único propósito: borrarlos de la existencia y así persistir en la sociedad discretamente.

—Falco Valuare."

Sanathiel levantó una ceja, su expresión ensombreciéndose al murmurar:

—Así que el cazador Falco… él también lleva cicatrices del pasado.

Pero sus ojos fueron atraídos por otro fragmento, un texto que parecía manchado con la desesperación de un alma rota:

"Musa de mi inspiración, Zaira, la claridad del cielo plasmada en sus ojos, con una piel blanca como la nieve y cabellos azabaches que fluyen como un río. Tu sola existencia debería redimirme, pero en cambio me consume un deseo que no debería sentir, un deseo que me arrastra al infierno.

No puedo evitar confesar mis verdaderos colores. Perdóname por lo que he hecho, pero es mejor que mantengas tu distancia… especialmente del lobo blanco."

El ceño de Sanathiel se frunció al leer esas palabras. Había algo profundamente inquietante en la confesión. La carta no solo insinuaba un lazo prohibido, sino que también apuntaba directamente hacia él como una amenaza.

Por último, sus ojos recorrieron la postdata:

"Estimado Sanathiel, la Casa Verona le envía un pequeño presente por su reincorporación a la comunidad de los trece. Espero que disfrute de su tiempo."

Sanathiel dejó escapar una risa seca, su voz cargada de sarcasmo:

—El lobo blanco no será domesticado por hienas.

Con un movimiento brusco, arrojó el pergamino a la llama, viendo cómo las últimas palabras se retorcían y se convertían en cenizas. Pero incluso mientras el papel se desintegraba, las imágenes evocadas por las palabras persistían en su mente: Zaira, la confesión de Falco, y la inevitable colisión entre su pasado y el presente.

Se volvió hacia la ventana, observando cómo la lluvia golpeaba el vidrio. Sus ojos dorados brillaban con una intensidad inquietante mientras murmuraba:

—Si piensan que pueden controlarme, descubrirán que el lobo blanco no responde a nadie… ni siquiera a su destino.

Minutos después, el teléfono sonó.

—Sanathiel, ¿cómo estás? —La voz de Darían, su antiguo tutor, sonaba preocupada, pero había una frialdad calculada detrás de sus palabras—. ¿Estás considerando mi oferta de regresar a Europa?

—Dime lo que realmente quieres, Darían. No tengo tiempo para juegos.

—El incidente de la luna roja… —dijo Darían lentamente—. La chica que buscas, Aisha… La comunidad ha decidido entregarla como prometida a Lionel. Es su manera de controlarte.

Sanathiel apretó los puños, sintiendo la rabia arder en su interior.

—¿Todos lo sabían menos yo? Qué conveniente.

—Escucha, Sanathiel. Esto no es algo que puedas resolver con fuerza bruta. Lionel tiene aliados, y tú estás caminando por una cuerda floja.

Sanathiel aplastó el teléfono, dejando la pantalla hecha añicos.

—Si alguien cree que puede separarnos, que lo intente. Pero no me detendrán.

En el pasillo, Mica escuchó el estruendo y esbozó una sonrisa sardónica.

—Juegas con fuego, Sanathiel. Veremos cuánto tiempo puedes mantenerte sin arder.

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