Varek permanecía frente al espejo, el silencio solo interrumpido por el goteo del grifo. Observó su reflejo, como si buscara algo más allá de la superficie. Pasó una mano por su cabello blanco, dejando que los mechones cayeran sobre sus hombros. Ese color era un recordatorio constante de quién era y del peso de su linaje.Sus ojos violetas, fríos y penetrantes, parecían ver más allá del espejo, buscando respuestas en el reflejo de sus hermanos: Sanathiel, atrapado en la eternidad de un destino inmutable, y Sariel, encadenado por la necesidad de liberarse incluso de sí mismo."¿Y yo?" pensó Varek, sintiendo el peso de la responsabilidad de apretarle el pecho. "¿Soy diferente a ellos o estoy destinado a repetir los mismos errores?" Luciano Kerens no eligió nacer entre cicatrices. Fue hijo del silencio que dejaron las guerras, un huérfano que aprendió a morder la vida antes de que la vida lo mordiera. En el Pueblo Esperanza del Ciervo, donde creció, lo llamaron imprudente por robar pan para alimentar a Kevs —su hermano sin sangre—, e ingenuo por creer que algún día ese lugar lo aceptaría. Pero la verdadera imprudencia fue descubrir la cripta oculta en el bosque, sus muros carcomidos por el tiempo y repletos de oro maldito. Robaron juntos, Kevs y él, convencidos de que el mundo les debía algo a cambio de tanta hambre.Con el botín, compraron una cabaña cerca de un convento. Allí, Luciano conoció a Beatrice, una novicia de sonrisa quebradiza y manos marcadas por los rezos. La sedujo entre sombras, entre susurros de salmos y secretos compartidos bajo la luna llena. Ella, ahogada por votos que no eligió, se dejó amar. Y cuando el vientre de Beatrice se hinchó de vida, Luciano cometió su segundo error: liberó a Azael, Prefacio I: Las cenizas de un Nombre
La luna colgaba sobre el bosque como un ojo pálido, iluminando el altar de piedra donde Luciano Kerens se arrodillaba. Las marcas en su piel ardían con un fuego familiar, recordándole que el pacto seguía vivo. La tormenta había pasado, pero la oscuridad en su pecho persistía, más densa que la niebla invernal que envolvía los árboles.El frío mordía su piel, pero eso era lo de menos. Lo que realmente lo consumía era el peso del juramento grabado en sus huesos, aquel que había sellado el destino de tres generaciones. Sus ojos, apagados por décadas de sombras, recorrieron las hendiduras del altar. Las piedras gastadas por el tiempo aún transpiraban el mismo hedor a azufre que recordaba de aquella noche.Un chasquido de ramas quebró el silencio.Antes de que pudiera girarse, una voz cargada de resentimiento heló su sangre:—Luciano…Se volvió con la lentitud de quien reconoce lo inevitable. Entre los árboles, una silueta esbelta avanzaba. La luz lunar acarició primero las garras: curvadas,
Sanathiel abrió los ojos de golpe. No estaba dormido, pero la voz que lo llamaba surgía desde un lugar más profundo que sus pensamientos. Su mirada se perdió en el reflejo de la ventana, donde las luces de la ciudad danzaban sobre su pálido rostro.—Sanathiel…La voz repitió su nombre, esta vez con un matiz distinto, más insistente, como si una mano invisible intentara alcanzarlo desde la penumbra.Su mandíbula se tensó. No era Aisha.Era otra presencia.Una que reconocía, pero que no esperaba sentir en ese momento.—Tarde o temprano, tenías que aparecer… —susurró para sí mismo, cerrando los ojos un instante.El vínculo con sus hermanos era un eco distante, una cuerda rota que a veces aún vibraba con la memoria de lo que fueron. Y ahora, en esta noche cargada de presagios, uno de esos ecos se manifestaba con claridad.Sariel.El nombre ardió en su mente como una marca incandescente.—No juegues conmigo —gruñó Sanathiel, apretando el papel con el retrato de Aisha hasta arrugarlo.La voz
La lluvia azotaba el parabrisas del auto mientras este avanzaba lentamente por el camino de piedra. Al detenerse frente a la imponente mansión, la puerta del vehículo se abrió, y un hombre alto, vestido de un impecable traje azul marino, descendió. La figura que sostenía la sombrilla lo seguía con precisión calculada, protegiéndolo del aguacero. La presencia del recién llegado era innegable; su andar pausado, pero cargado de autoridad, imponía un peso sobre la comunidad que observaba desde la distancia.La comunidad de los trece estaba en alerta. Sanathiel, un nombre que evocaba respeto y miedo, había regresado.—Señor, ha llegado antes de lo previsto —murmuró el mayordomo, acercándose con un pergamino en las manos. Sus movimientos eran medidos, pero su rostro no podía ocultar el nerviosismo—. Este mensaje llegó poco antes de usted.Sanathiel tomó el pergamino sin prisa, dejando que la sombrilla cayera al suelo.—¿Quién lo envió? —preguntó con frialdad, sin molestarse en mirarlo.—Es
El frío aire matutino llenaba los pasillos de la escuela, pero Aisha apenas lo notaba. Su mente estaba atrapada en imágenes desconcertantes: el resplandor de la luna roja, el eco de un aullido distante, y esos ojos dorados que la acechaban cada vez que cerraba los suyos."Deben ser sueños… nada más que sueños", se dijo mientras doblaba la esquina. Fue entonces cuando chocó contra alguien, el impacto fuerte la sacó bruscamente de sus pensamientos.—Lo siento —murmuró una voz profunda.Aisha levantó la vista y se encontró con unos ojos que la dejaron sin aliento. Eran oscuros, intensos… y, de alguna manera, familiares.—Tú… —murmuró sin pensar, mientras su corazón latía con fuerza.El joven frunció el ceño. Se agachó para recoger los libros de Aisha, sin apartar la mirada de ella.—¿Estás bien? —preguntó, ofreciéndole un cuaderno.Ella asintió, aunque su atención seguía fija en él. Algo en su mirada les recordaba a las visiones que la habían atormentado últimamente. Su mente, rebelde, l
—¿Por qué eres tan amable conmigo? —preguntó, su voz quebrándose al final, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla.La pregunta lo tomó por sorpresa. Rasen tragó saliva, sin saber qué responder. En un impulso, dio el paso final que los separaba y la abrazó.El contacto fue inesperado, pero para ambos se sintió como si hubiera sido inevitable desde el principio. Aisha, conmovida, apoyó la frente en su hombro, dejando que la calidez de su abrazo disipara la fría soledad que llevaba dentro.—Todo mejorará, Aisha. Solo no me apartes —susurró Rasen, su voz cargada de una promesa silenciosa.Aisha cerró los ojos, sintiéndose segura por primera vez en años. Las palabras hirientes del patio, las miradas acusadoras y el peso de su pasado se desvanecieron momentáneamente en sus brazos.—Lo siento… por arrastrarte a mis problemas —murmuró, su voz apenas un susurro.Rasen se apartó lo suficiente para mirarla a los ojos. Su mirada era firme, pero sus labios se curvaron en una leve sonrisa
Sanathiel se reintegraba a sus labores dentro de la comunidad de los trece, una asociación de científicos cuya sed de poder los empujaba a experimentar con su sangre como un recurso invaluable. Sus investigaciones, supuestamente para fines médicos y de innovación, ocultaban oscuros propósitos políticos y económicos. Habían creado a Lionel como resultado de estos experimentos, una advertencia viviente del alcance de su ambición.Desde que su castigo fue anulado, las cláusulas impuestas a Sanathiel eran un recordatorio constante de su subordinación. Obligado a participar en los procedimientos del laboratorio, aceptaba las condiciones con una mezcla de resignación y estrategia. Su presencia no era solo un requisito: era la pieza clave para los nuevos avances de la comunidad, moldeando organismos capaces de neutralizar el poder de su sangre y, por ende, de él mismo.Esa noche, Sanathiel fue convocado al consejo, un eufemismo para el frío y estéril laboratorio donde la comunidad llevaba a c