El calor del fuego azul lo llenaba todo, retumbando en el aire como una tormenta viva. Las paredes del lugar, ya agrietadas por la presión del caos desatado, comenzaron a desmoronarse mientras las figuras de Sariel y Varek se alzaban como titanes en un enfrentamiento final. Sanathiel y Salomón, que hasta ese momento habían luchado con ferocidad, se vieron obligados a retroceder cuando Varek levantó una mano en señal de alto.—Lo siento, hermano, pero esta pelea... es mía. —La voz de Varek resonó con un eco sobrenatural, mezclada con dolor y determinación.Antes de que Sanathiel pudiera detenerlo, Varek se impulsó hacia Sariel. Su espada, bañada en su propia sangre inmortal, atravesó el pecho de Sariel. La oscuridad que envolvía el lugar pareció encogerse, cediendo momentáneamente, pero en el último instante, Sariel se tambaleó y la oscuridad volvió a expandirse como una bestia herida. Varek, atrapado en el colapso de su enemigo, lo sostuvo en sus brazos mientras ambos descendían al su
La oscuridad lo cubría todo. El sol no se alzó aquella mañana, y Sanathiel, con los ojos clavados en el horizonte, sintió el peso de la pérdida como un golpe en el pecho. Varek había caído, y con él, la última barrera que separaba al mundo humano del caos absoluto.—El día no llegará, —susurró, su voz un eco entre los suspiros de los Nevri a su alrededor.Aullidos desgarradores rompieron el silencio. Bestias surgían de todas partes, criaturas descomunales con piel pegada a sus huesos y ojos rojos como brasas, mientras los chupasangres creados por la comunidad de los Trece se lanzaban sobre todo ser vivo a su alcance. Desde las sombras, Darían, el estratega detrás de la invasión, observaba con una sonrisa.—Todo se lleva como se planeó. Fase final. —Su voz resonó, sus órdenes movilizando a las hordas.El caos envolvía al mundo humano. Ciudades ardían, los gritos de los inocentes se entremezclaban con el rugido de las bestias. Sanathiel sabía que este era el fin, a menos que actuará.S
El cielo, teñido de un rojo profundo, parecía una herida abierta sobre la ciudad. Las luces de los rascacielos titilaban tenuemente, proyectando sombras alargadas que se movían como si tuvieran vida propia. A medida que la intensidad de la luz artificial descendía rápidamente, la luna en su punto más alto dominaba la escena, como una sentencia ineludible.Desde las alturas, la ciudad era un infierno: criaturas grotescas llenaban las calles. Los licántropos, de un tamaño descomunal y pelaje rojizo, se devoraban entre sí, irracionales y hambrientos. A su lado, los vampiros deformados, con sus cuerpos esqueléticos, ojos negros y columnas sobresalientes, se movían como una plaga imparable, sin lealtad ni propósito más que destruir.En medio de ese caos, Sanathiel, en su forma de lobo blanco, lideraba a los Nevri como un faro de esperanza. Su pelaje brillaba bajo la luz de la luna, y con un rugido ensordecedor, ordenó a su manada dispersarse.—¡No dejen que estas abominaciones avancen! ¡Pr
“Cuando el cielo se parta, sabrás que el Edén fue una mentira.”El campo de batalla estaba teñido de sangre y caos. Los Nevri más viejos, exhaustos pero implacables, acababan con los vampiros creados por la comunidad de los Trece. Sus movimientos, aunque más lentos y pesados, conservaban una precisión mortal. Sin embargo, cada golpe y cada mordida dejaban entrever su desgaste, como si el peso de la guerra les arrancara años de vida.Los Nevri más jóvenes retrocedían, buscando refugio tras Sanathiel, quien se erguía como su última línea de defensa. Su pelaje blanco, manchado de sangre, no opacaba la fuerza y liderazgo que aún emanaban de él.La escena se tornó aún más
Luciano Kerens no eligió nacer entre cicatrices. Fue hijo del silencio que dejaron las guerras, un huérfano que aprendió a morder la vida antes de que la vida lo mordiera. En el Pueblo Esperanza del Ciervo, donde creció, lo llamaron imprudente por robar pan para alimentar a Kevs —su hermano sin sangre—, e ingenuo por creer que algún día ese lugar lo aceptaría. Pero la verdadera imprudencia fue descubrir la cripta oculta en el bosque, sus muros carcomidos por el tiempo y repletos de oro maldito. Robaron juntos, Kevs y él, convencidos de que el mundo les debía algo a cambio de tanta hambre.Con el botín, compraron una cabaña cerca de un convento. Allí, Luciano conoció a Beatrice, una novicia de sonrisa quebradiza y manos marcadas por los rezos. La sedujo entre sombras, entre susurros de salmos y secretos compartidos bajo la luna llena. Ella, ahogada por votos que no eligió, se dejó amar. Y cuando el vientre de Beatrice se hinchó de vida, Luciano cometió su segundo error: liberó a Azael,
La luna colgaba sobre el bosque como un ojo pálido, iluminando el altar de piedra donde Luciano Kerens se arrodillaba. Las marcas en su piel ardían con un fuego familiar, recordándole que el pacto seguía vivo. La tormenta había pasado, pero la oscuridad en su pecho persistía, más densa que la niebla invernal que envolvía los árboles.El frío mordía su piel, pero eso era lo de menos. Lo que realmente lo consumía era el peso del juramento grabado en sus huesos, aquel que había sellado el destino de tres generaciones. Sus ojos, apagados por décadas de sombras, recorrieron las hendiduras del altar. Las piedras gastadas por el tiempo aún transpiraban el mismo hedor a azufre que recordaba de aquella noche.Un chasquido de ramas quebró el silencio.Antes de que pudiera girarse, una voz cargada de resentimiento heló su sangre:—Luciano…Se volvió con la lentitud de quien reconoce lo inevitable. Entre los árboles, una silueta esbelta avanzaba. La luz lunar acarició primero las garras: curvadas,
Sanathiel abrió los ojos de golpe. No estaba dormido, pero la voz que lo llamaba surgía desde un lugar más profundo que sus pensamientos. Su mirada se perdió en el reflejo de la ventana, donde las luces de la ciudad danzaban sobre su pálido rostro.—Sanathiel…La voz repitió su nombre, esta vez con un matiz distinto, más insistente, como si una mano invisible intentara alcanzarlo desde la penumbra.Su mandíbula se tensó. No era Aisha.Era otra presencia.Una que reconocía, pero que no esperaba sentir en ese momento.—Tarde o temprano, tenías que aparecer… —susurró para sí mismo, cerrando los ojos un instante.El vínculo con sus hermanos era un eco distante, una cuerda rota que a veces aún vibraba con la memoria de lo que fueron. Y ahora, en esta noche cargada de presagios, uno de esos ecos se manifestaba con claridad.Sariel.El nombre ardió en su mente como una marca incandescente.—No juegues conmigo —gruñó Sanathiel, apretando el papel con el retrato de Aisha hasta arrugarlo.La voz
La tormenta aullaba como una bestia herida, y las gárgolas de la mansión escupían agua por sus fauces de piedra. El auto avanzaba lentamente, sus faros cortando la oscuridad mientras Sanathiel observaba su reflejo en el parabrisas: ojos dorados, cabello rubio, y una cicatriz en forma de media luna que le cruzaba el cuello. Un recordatorio de que ni siquiera el tiempo curaba ciertas heridas.Al detenerse, pisó un charco. Su imagen se fracturó en el agua, y por un instante, vio los ojos de un lobo mirándole desde el fondo.—Señor —el mayordomo le tendió una sombrilla negra con empuñadura de plata—. La comunidad está inquieta.Sanathiel ignoró el objeto y caminó bajo la lluvia. Las gotas le helaban la piel, pero no tanto como el pergamino que el mayordomo le entregó con manos temblorosas.—De la Casa Verona —murmuró el sirviente—. Sellado con cera de veneno.El sello era una serpiente devorando su cola. Sanathiel lo partió con el pulgar, y un aroma a azufre inundaba el aire. Mientras leía