Aquel día hacía más frío de lo normal y las finas camisas que vestían no eran suficientes para protegerlos del aire que, si se quedaban quietos un momento, les helaba los huesos.
Enxo llevaba horas siguiéndola sin que ella lo notara y, en ese momento, la observaba picar la roca rutinariamente, concentrada en sus pensamientos. Miraba cómo cada músculo de su cuerpo se contraía con el esfuerzo, en absoluto aburrido; podría pasarse el día entero vigilándola, si era necesario, y sería feliz de hacerlo. Pero ella no iba a pasarse el día entero trabajando y, aproximadamente una hora antes de que el sol se ocultara y la oscuridad regresara a cubrir la mina, Enxo vio cómo Dehna se detenía a limpiarse el sudor y se encaminaba hacia el hueco que tenía más cerca, escapando de la mirada de la gente. La observó desde su escondite, que era el otro hueco por el cual la gente entraba y salía del sector, y, dejando de cavar, empezó a seguirla.
Sin darse cuenta de que alguien, a lo lej
El viento giraba y giraba en remolinos con un énfasis inusual, desordenándolo todo, como si anunciara una tormenta con la que el cielo, diáfano, no concordaba. Los pájaros en aquella zona habían desaparecido, o tal vez callaban; no se escuchaba otro sonido que el aullar del viento. La mansión, a pesar de estar dentro de los muros, se encontraba lo suficientemente lejos del ajetreo diario y del resto de la sociedad como para permitirse un jardín enorme lleno de arbustos y pequeñas plantas que se sacudían, saludando a los invitados. La casa en sí era la típica mansión construida en los años previos a la Gran Guerra que Arren y Coss habían mantenido durante casi cien años: construida con enormes ladrillos grises, contaba con tres pisos de paredes altas y probablemente un subsuelo; una fachada no lo suficientemente ancha como para revelar el verdadero tamaño de la casa; ventanas en arcos con sus respectivos balcones y un techo de tejas con dos chimeneas a la vista que dejaban es
Comenzaba a atardecer y el cielo empezaba a teñirse de un naranja precioso, digno del cuadro más bello. La temperatura era ideal y, a pesar del viento que soplaba fuera y que entraba silbando por las ventanas, para Catella era un día perfecto. Pasaba la plancha humeante sobre las camisas con tranquilidad mientras tarareaba una canción alegre que había escuchado por ahí. -Tella, calla un momento- pidió con gravedad Zcela, la anciana que iba y venía, guardando las camisas ya listas o amontonándolas en un rincón. La joven doncella obedeció sin darle mucha importancia, concentrada en su tarea con una sonrisita alegre en el rostro. Mil cosas pasaban por su mente juvenil y, últimamente, todo parecía teñido de rosa- ¿No oyes eso? -¿El qué?- preguntó, con amabilidad pero sin prestarle mucha atención, mirando nada más que la camisa azul por la cual, con sumo cuidado, pasaba la plancha. Ensanchaba su sonrisa cada vez que conseguía eliminar alguna arruga. -No lo sé… Gri
Shasta se acercó a ella lentamente, esforzándose por dar cada paso, mirándola de arriba abajo una y otra vez, analizando cada rotura en sus ropas, cada moretón, siguiendo con los ojos cada lágrima. Le costaba moverse, sentía el cuerpo pesado y duro. Amira no echó a correr; se mantuvo inmóvil en un principio, trémula pero resignada, clavándole los ojos mientras una cantidad inmensa de sentimientos pasaba por ellos. Lo odiaba, probablemente. Pero, sobre todo, le tenía miedo. En cuanto estuvieron frente a frente, ella dio un tembloroso paso hacia atrás. -No te me acerques- exigió con severidad y su voz fue lo único que no tembló. Sonaba furiosa, asustada y exhausta, y su mente parecía debatirse entre esas emociones. Shasta volvió a observarla de arriba abajo, esforzándose por no demostrar nada en su rostro, tan inexpresivo como siempre pero, tal vez, un poco más lento, más aturdido. -¿Te…?- Se detuvo al darse cuenta de que su voz sonaba ronca, de que no le salían las pa
Retrocedió y el crujir de las hojas bajo sus pies resonó en el aire, arrastrado por la suave brisa de un lado al otro. Todo se veía normal, tranquilo; para Dehna, el único sonido fuera de lugar eran los latidos de su corazón. Las posibilidades, ninguna buena, pasaban por su mente sin afectar el hecho de que tenía un problema. Fuera quien fuera que le hacía compañía, no podía tener buenas intenciones si estaba ocultándose. Paseó una lenta mirada por el follaje que la rodeaba, cada vez más oscuro a cada minuto que pasaba; la poca luz que conseguía meterse entre las copas de los árboles no era suficiente como para distinguir lo que fuera que pudiese haber más allá de su círculo inmediato. Su opción número uno era echarse a correr; su opción número dos, la más estúpida y más fácil, esperar. No tenía más arma que sus manos y eso la ponía nerviosa. Habían pasado unos minutos desde que estancado sus pasos y comenzaba a acariciar la opción número uno, preguntándose si no ser
Luego de unos segundos interminables, Enxo parpadeó (un parpadeo innecesariamente largo) y la tensión que hacía del aire algo casi palpable, de pronto, pareció romperse en pedazos y morir. Dehna fue capaz de oír, una vez más, el chillar de los insectos y el aullido del viento leve que los acariciaba; fue capaz de volver a la realidad como si alguien la hubiese arrastrado de vuelta con un golpe. Su cuerpo se relajó, como si comprendiera que el peligro había pasado, mientras él, por su parte, daba un corto y probablemente inconsciente paso hacia atrás. ¿Qué había sido eso? Se sentía como si hubiera estado estirando un hilo hasta casi romperlo y, justo antes de que se partiera en dos, lo hubiese dejado caer. -Sí, sucede algo- respondió a aquella pregunta que ella casi había olvidado, evitando de pronto el contacto visual. Dehna lo taladró con la mirada, mientras aguardaba con una curiosidad que le mordía la mente; quería saber con desesperación qué pasaba dentro de aquella cabe
Contuvo el aliento y endureció el estómago mientras Lenia ajustaba los hilos del corsé que se ceñía a su cintura hasta comprimir su cuerpo. Se esforzaba por no protestar, ni gemir, ni moverse, mientras aquella mujer que la superaba en edad por casi diez años la ayudaba a vestirse. Se sentía incómoda; no podía evitar, nada más ver su rostro, revivir la escena que había presenciado sin querer su primera noche en el refugio. Así que fingía ser una estatua mientras ella, con un rostro impertérrito y una boca muda, terminaba con su ropa interior y empezaba a descolgar el vestido. Hacía años que no usaba algo así; incluso en la mansión, los vestidos blancos de la servidumbre eran completamente diferentes de aquella cosa que Lenia sostenía entre sus manos, esas ropas tan comunes en el castillo y que a ella, con cinco años, la habían obligado a usar. Desechó los recuerdos, las imágenes, que había bloqueado durante la mitad de su vida y levantó los brazos para, a continuación,
Su piel, de pronto, parecía emanar extraña mientras se erizaba y su cuerpo se endurecía bajo las capas de tela. En sus ojos, Shasta vio algo fugaz que lo paralizó. Su primer impulso fue soltarla, alejar su mano como si quemase, y, no obstante, algo en él desafió su instinto y, si bien su mano se tensó, no se alejó de aquel rostro que comenzaba a calentarse. Había visto esa expresión antes, ese sentimiento que había atravesado su mirada demasiado rápido; lo había visto montones de veces y no le gustaba en absoluto. Lo detestaba, y detestaba lo que producía en la gente. ¿Por qué, entonces, no podía apartar su mano? ¿Por qué no podía dejar de mirarla? Un miedo que no había sentido en años se apoderó de su cuerpo, inmovilizándolo un instante. Un carraspeo rompió el hilo de sus pensamientos y le permitió, por fin, alejar el brazo que tenía extendido y dirigir su atención hacia otra parte. Sintiendo cómo su corazón empezaba a camarse, se esforzó por concentrarse en Lenia, que lo o
El salón principal de los Laffnen, donde realizaban las grandes cenas y los bailes, era la envidia de cualquier mansión. En una ciudad sobrepoblada donde incluso las casas más grandes y ostentosas tenían al menos un vecino demasiado cercano, la amplitud del colosal jardín que se atisbaba desde adentro también maravillaba a la mayoría de las personas que por primera, segunda o tercera vez, ponían un pie en aquel caserón. Las arañas, colgando desde el techo en una línea recta que atravesaba toda la sala, se encargaban de no dejar ningún rincón a merced de las sombras. En la pared más alejada de la puerta se encontraba la comida y las copas, sobre una mesa larguísima y, recorriendo todo el perímetro, un balcón alto que daba al salón les permitía, a los invitados que quisieran tranquilidad, observar al resto de los comensales. Eran aproximadamente trescientas personas las que, con sus zapatos caros, se paraban a charlar o bailaban sobre el piso de mármol que, con tan sólo marrón