El salón principal de los Laffnen, donde realizaban las grandes cenas y los bailes, era la envidia de cualquier mansión. En una ciudad sobrepoblada donde incluso las casas más grandes y ostentosas tenían al menos un vecino demasiado cercano, la amplitud del colosal jardín que se atisbaba desde adentro también maravillaba a la mayoría de las personas que por primera, segunda o tercera vez, ponían un pie en aquel caserón.
Las arañas, colgando desde el techo en una línea recta que atravesaba toda la sala, se encargaban de no dejar ningún rincón a merced de las sombras. En la pared más alejada de la puerta se encontraba la comida y las copas, sobre una mesa larguísima y, recorriendo todo el perímetro, un balcón alto que daba al salón les permitía, a los invitados que quisieran tranquilidad, observar al resto de los comensales. Eran aproximadamente trescientas personas las que, con sus zapatos caros, se paraban a charlar o bailaban sobre el piso de mármol que, con tan sólo marrón
Contuvo un suspiro de alivio, ajena al rostro asustado del joven que, a su espalda, comprendía de pronto. -Lo siento, no lo sabía- murmuró y se apresuró a marcharse, apurado por escapar de aquellos ojos que lo seguían. Shasta no dejó de mirarlo hasta que hubo desaparecido entre el gentío, luchando por contener su odio tras una máscara de frialdad. Debía estar desesperado por salir de allí. O por matarlos a todos. Se sintió incómoda, de pronto, ante su cuerpo tenso; él tardó un momento eterno en bajar la vista y mirarla, todavía con aquel traje impoluto contrastando con su cabello ahora más despeinado. -La gente va a sospechar si te ven bailando con otros hombres- se limitó a decir en un murmullo, inexpresivo, mientras le tendía la mano con un movimiento tan automático que exhalaba despego. -Van a sospechar de mi fidelidad, no de quiénes somos- masculló, internamente molesta con su actitud, aceptando su mano. La sujetó de la cintura sin molesta
La habitación, digna de un rey, gritaba ostentación y lujo; los adornos bañados en oro o en conux, los muebles diseñados por los mejores artistas, las pinturas que decoraban las paredes… Un hombre casi viejo, frente al espejo de uno de los armarios, se desprendía de sus ropas extrañas, más que costosas, con una mirada serena y fría que parecía perdida en algún otro sitio, pendiente de sus pensamientos. La puerta enorme de madera, tras él, vibró con dos simples golpes. -Adelante- dijo aquel hombre, sin mirar siquiera quién entraba a su cuarto, sin quitar los ojos inexpresivos de su propia figura en el espejo hasta que la puerta se abrió y, por el vidrio mismo, la vio entrar. -Su majestad- saludó una arrénica hermosa mientras, con un gesto sumiso, hacía una reverencia rápida. El hombre recorrió su figura con la mirada y luego volvió a su propio cuerpo. -¿Qué pasa?- preguntó, esgrimiendo a la vez un tono fastidiado y una expresión un tanto más suave frente a la
La alfombra roja, la cortina roja, los tapices rojos, la ventana, el mueble de caoba, el armario, la cama, las sábanas, la alfombra roja, la cortina roja, los tapices rojos, la ventana, el mueble de caoba, el armario, la cama, las sábanas, la cortina, la alfombra, el armario, las sábanas, la sangre… El hilo que unía sus recuerdos a lo que veía se rompió de golpe cuando él, mirándola con cautela e imaginando todo lo que estaba pasando por su cabeza, separó las sábanas y se metió debajo, vestido con la ropa más cómoda que había encontrado. -Ven, princesa- dijo con cautela, mirándola como si se esforzara por prever su reacción. Amira, de pie junto a la puerta, inmóvil, lo observaba todo con una expresión extraña, con una mirada en blanco que parecía desconectada del mundo. Negó con la cabeza, incapaz de procesar las cosas. -No voy a dormir aquí- respondió, sin dejar de negar con la cabeza. -D’Ándalan está muerto… -Puedo dormir en la habitación de
Amira se despertó, con el corazón golpeándole el pecho, exigiéndole que regresara a la realidad. Su cuerpo subía y bajaba con rapidez, al ritmo de su respiración agitada; descubrió que se había sentado en la cama sólo cuando sus ojos comenzaron a adaptarse a la oscuridad. La vela se había apagado, quién sabe hace cuánto tiempo, pero la luz de la luna llena entraba por la ventana abierta y lo bañaba todo de una luz pálida, mortecina. La vista de aquella habitación, aun si era en las penumbras, le devolvió a la mente recuerdos que se apresuró a contener; una suerte de angustia se extendió por su cuerpo, aceleró su corazón una vez más y humedeció sus ojos. Tranquila, está bien, se dijo a sí misma, intentando tranquilizarse. D’Ándalan está muerto. Todo está bien. Poco a poco, a medida que se calmaba, comenzó a recordar lo que la había arrastrado de vuelta al mundo real. ¿Qué diablos había soñado? Recordaba sus propios recuerdos, las imágenes de ella misma, las
¿Qué iba a hacer? No podía matarla, eso era evidente. La miraba dormir entre sus brazos mientras el sol comenzaba a asomarse, con su respiración profunda y sus movimientos esporádicos, y no quería soltarla. No era sólo que quisiese acostarse con ella, y lo comprendía recién entonces; abrazándola así se sentía tan bien como no se había sentido jamás con mujer alguna. No entendía qué era todo aquello, qué cosa, exactamente, había cambiado en él pero, en ese momento, no le importaba; lo pensaba una y otra vez y no podía imaginarse asesinándola. O podía, y justamente por eso sabía que no quería hacerlo. Mil cosas habían pasado por su mente esa noche, en la cual no había dormido nada; mil escenarios. Estaba su trono, su castillo, su padre… y, del otro lado de la calle, estaba ella, en una vereda tan alejada de su vida normal que lo asustaba. Si quería volver, tenía que matarla o, mejor aún, entregarla al rey para que la interrogaran, para demostrar que estaba en lo correc
Al día siguiente, cuando la jornada estaba a pocos minutos de finalizar, Enxo volvía a estar muerto de hambre. El estruendo de su pala, y de las demás, chocando contra las rocas cubría los sonidos que hacía su estómago cada poco tiempo. El sudor le resbalaba por la frente hasta llegar a su cuello y la sed también lo torturaba. Daba cinco paladas y, en un impulso que no podía controlar, miraba a su alrededor; hacía ya un rato que Dehna había desaparecido de su vista. -¿Hoy también irás a acompañarla junto al fuego?- preguntó Ren, captando el interés con que su mirada barría el lugar antes de seguir trabajando. Habían ido la noche anterior después de días en que, intencionalmente, había evitado acercarse a ellos; la gente que se reunía alrededor de la fogata había aumentado bastante y las conversaciones eran más largas, más amenas, más divertidos. Él se sentía incómodo entre toda esa gente, volvía a preguntarse una y otra vez cuál era la diferencia que lo hacía a él un
Y casi lo consigue. Todos lo escuchaban atentos y horrorizados. Horrorizados. Ese día, luego del suceso aquel, algo se desconfiguró en su mente infantil; no lloró, ni siquiera cuando vio cómo la vida se escapaba de los ojos de la niña junto con la sangre. Sintió terror por un instante, y luego nada. Aquello, y todos los otros horrores que había hecho su padre, le habían parecido siempre algo natural que simplemente sucedía. Viendo todos esos rostros asombrados, compadeciéndolo, una parte de él se sorprendió, pero la otra parte no. Había ya una pequeña parte que, mientras narraba, se había sentido tan repugnada como los demás. Esa niña era una persona, y recién comenzaba a entenderlo ahora; una persona como él, como Dehna, como Ren. Como todos los que lo miraban, a un costado o del otro lado del fuego. -¿Y dónde está tu padre ahora?- preguntó un hombre joven con interés, un arrénico que no había visto jamás- ¿Murió? -No, la mala hierba nunca muere. E
Seis hombres en torno a una mesa, y a una cena ya acabada, charlaban mientras la señora Hessel retiraba los platos sin prestar atención, centrada en sus propios pensamientos. Detestaba que acudiera gente a cenar a su casa, detestaba que hablaran de política con su marido y detestaba a su marido. -Están interceptando la mercadería. Asaltan a los comerciantes e impiden la autosuficiencia del reino; se metieron incluso con las exportaciones hacia Arren, y no creo que tarden en interrumpir el tráfico de Conux…- decía el señor Hessel con aire dramático, como si para alguien fuera un secreto. -¿Usted cree que los asesinatos fueron cosa de la “revolución”?- preguntó el señor Rinan, con el cual Feya Hessel se había acostado siete veces. -No lo sé, es posible. Lo cierto es que es prácticamente inminente una guerra civil entre las casa. -No creo que sea para tanto- negó otro de los hombres, Kerril. ¿Habían sido cuatro veces, con Kerril? ¿Cinco? La señor