La alfombra roja, la cortina roja, los tapices rojos, la ventana, el mueble de caoba, el armario, la cama, las sábanas, la alfombra roja, la cortina roja, los tapices rojos, la ventana, el mueble de caoba, el armario, la cama, las sábanas, la cortina, la alfombra, el armario, las sábanas, la sangre… El hilo que unía sus recuerdos a lo que veía se rompió de golpe cuando él, mirándola con cautela e imaginando todo lo que estaba pasando por su cabeza, separó las sábanas y se metió debajo, vestido con la ropa más cómoda que había encontrado.
-Ven, princesa- dijo con cautela, mirándola como si se esforzara por prever su reacción.
Amira, de pie junto a la puerta, inmóvil, lo observaba todo con una expresión extraña, con una mirada en blanco que parecía desconectada del mundo. Negó con la cabeza, incapaz de procesar las cosas.
-No voy a dormir aquí- respondió, sin dejar de negar con la cabeza.
-D’Ándalan está muerto…
-Puedo dormir en la habitación de
Amira se despertó, con el corazón golpeándole el pecho, exigiéndole que regresara a la realidad. Su cuerpo subía y bajaba con rapidez, al ritmo de su respiración agitada; descubrió que se había sentado en la cama sólo cuando sus ojos comenzaron a adaptarse a la oscuridad. La vela se había apagado, quién sabe hace cuánto tiempo, pero la luz de la luna llena entraba por la ventana abierta y lo bañaba todo de una luz pálida, mortecina. La vista de aquella habitación, aun si era en las penumbras, le devolvió a la mente recuerdos que se apresuró a contener; una suerte de angustia se extendió por su cuerpo, aceleró su corazón una vez más y humedeció sus ojos. Tranquila, está bien, se dijo a sí misma, intentando tranquilizarse. D’Ándalan está muerto. Todo está bien. Poco a poco, a medida que se calmaba, comenzó a recordar lo que la había arrastrado de vuelta al mundo real. ¿Qué diablos había soñado? Recordaba sus propios recuerdos, las imágenes de ella misma, las
¿Qué iba a hacer? No podía matarla, eso era evidente. La miraba dormir entre sus brazos mientras el sol comenzaba a asomarse, con su respiración profunda y sus movimientos esporádicos, y no quería soltarla. No era sólo que quisiese acostarse con ella, y lo comprendía recién entonces; abrazándola así se sentía tan bien como no se había sentido jamás con mujer alguna. No entendía qué era todo aquello, qué cosa, exactamente, había cambiado en él pero, en ese momento, no le importaba; lo pensaba una y otra vez y no podía imaginarse asesinándola. O podía, y justamente por eso sabía que no quería hacerlo. Mil cosas habían pasado por su mente esa noche, en la cual no había dormido nada; mil escenarios. Estaba su trono, su castillo, su padre… y, del otro lado de la calle, estaba ella, en una vereda tan alejada de su vida normal que lo asustaba. Si quería volver, tenía que matarla o, mejor aún, entregarla al rey para que la interrogaran, para demostrar que estaba en lo correc
Al día siguiente, cuando la jornada estaba a pocos minutos de finalizar, Enxo volvía a estar muerto de hambre. El estruendo de su pala, y de las demás, chocando contra las rocas cubría los sonidos que hacía su estómago cada poco tiempo. El sudor le resbalaba por la frente hasta llegar a su cuello y la sed también lo torturaba. Daba cinco paladas y, en un impulso que no podía controlar, miraba a su alrededor; hacía ya un rato que Dehna había desaparecido de su vista. -¿Hoy también irás a acompañarla junto al fuego?- preguntó Ren, captando el interés con que su mirada barría el lugar antes de seguir trabajando. Habían ido la noche anterior después de días en que, intencionalmente, había evitado acercarse a ellos; la gente que se reunía alrededor de la fogata había aumentado bastante y las conversaciones eran más largas, más amenas, más divertidos. Él se sentía incómodo entre toda esa gente, volvía a preguntarse una y otra vez cuál era la diferencia que lo hacía a él un
Y casi lo consigue. Todos lo escuchaban atentos y horrorizados. Horrorizados. Ese día, luego del suceso aquel, algo se desconfiguró en su mente infantil; no lloró, ni siquiera cuando vio cómo la vida se escapaba de los ojos de la niña junto con la sangre. Sintió terror por un instante, y luego nada. Aquello, y todos los otros horrores que había hecho su padre, le habían parecido siempre algo natural que simplemente sucedía. Viendo todos esos rostros asombrados, compadeciéndolo, una parte de él se sorprendió, pero la otra parte no. Había ya una pequeña parte que, mientras narraba, se había sentido tan repugnada como los demás. Esa niña era una persona, y recién comenzaba a entenderlo ahora; una persona como él, como Dehna, como Ren. Como todos los que lo miraban, a un costado o del otro lado del fuego. -¿Y dónde está tu padre ahora?- preguntó un hombre joven con interés, un arrénico que no había visto jamás- ¿Murió? -No, la mala hierba nunca muere. E
Seis hombres en torno a una mesa, y a una cena ya acabada, charlaban mientras la señora Hessel retiraba los platos sin prestar atención, centrada en sus propios pensamientos. Detestaba que acudiera gente a cenar a su casa, detestaba que hablaran de política con su marido y detestaba a su marido. -Están interceptando la mercadería. Asaltan a los comerciantes e impiden la autosuficiencia del reino; se metieron incluso con las exportaciones hacia Arren, y no creo que tarden en interrumpir el tráfico de Conux…- decía el señor Hessel con aire dramático, como si para alguien fuera un secreto. -¿Usted cree que los asesinatos fueron cosa de la “revolución”?- preguntó el señor Rinan, con el cual Feya Hessel se había acostado siete veces. -No lo sé, es posible. Lo cierto es que es prácticamente inminente una guerra civil entre las casa. -No creo que sea para tanto- negó otro de los hombres, Kerril. ¿Habían sido cuatro veces, con Kerril? ¿Cinco? La señor
El sol, que todavía caía con fuerza, traspasaba las cortinas transparentes e iluminaba cada rincón de la mansión de los Dramell. En el salón de estar, cubierto todo de tapices blancos y adornos delicados, la luz le daba al ambiente un aire de claridad, de pureza, como si fuera la morada de un ángel. Lo único en la sala que llamaba la atención y que contrastaba con los sofás de colores claros y las arañas blancas que colgaban del techo, era el cuadro familiar que, colorido, habían colocado encima del hogar. Fuera de esa sala, la mansión estaba decorada como cualquier otra; diseños mosaicos en las paredes, arañas doradas y alfombras oscuras.Amira no veía la hora de salir de allí. Milah Kénizzan, no obstante, tenía órdenes de escuchar y participar en la conversación y eso hacían ambas, mientras sorbían con una delicadeza ensay
Recordaba. Recordaba cada momento de su infancia que aún residía en su cabeza, repasaba cada momento que lo había convertido en la persona que era en aquel instante. No. En la persona que había sido hasta aquel instante. ¿Qué podía haberlo cambiado tanto, tan deprisa? Sentía que había vivido toda su vida en una burbuja, sin conocer a nadie, sin querer a nadie, existiendo sólo como su padre quería que existiese. Es muy fácil echarle la culpa. Había sido él mismo quien había despreciado a todos los que no eran nobles y había jugado con sus vidas; quien había jugado, en realidad, con cualquier persona que se le acercara. Porque jamás se le había acercado alguien que quisiera quererlo, alguien que le demostrara que se podía querer. Porque todos querían al príncipe, y no descubrió hasta entonces que detrás de ese título podía haber algo más. Jamás había comprendido nada. No había entendido al mundo, ni a las personas, ni a sí mismo. Y en ese momento, cuando su
Lo había soñado tantas veces, lo había imaginado hasta cansarse y, aún así, ese beso no sólo superó cualquier cosa que podría haber pensado sino que, además, estuvo cubierto con un dejo triste que no tenía en ninguno de sus sueño. Dehna lo correspondió enseguida y, sin separarse, lo empujó hasta acostarlo sobre el césped y colocarse sobre él. Rompió el beso un momento, para recuperar el aire, y luego volvió a besarlo con más fuerza mientras colocaba ambas manos en su pecho. Enxo quería tocarla, lo quería más que nada en el mundo, quería corresponder a las caricias que empezaban a subir hasta sus hombros. Quería arrancarle la ropa y acariciar cada parte de esa tez morocha que lo volvía cada vez más loco. Pero, ni bien se imaginaba haciéndolo, imaginaba también la expresión que pondría ella al enterarse. No puedo hacerle esto, no si no sabe la verdad. Su cuerpo, no obstante, empezaba a responder solo; su mano izquierda subió sin su permiso hasta acariciar su rostro, e