Recordaba. Recordaba cada momento de su infancia que aún residía en su cabeza, repasaba cada momento que lo había convertido en la persona que era en aquel instante. No. En la persona que había sido hasta aquel instante. ¿Qué podía haberlo cambiado tanto, tan deprisa? Sentía que había vivido toda su vida en una burbuja, sin conocer a nadie, sin querer a nadie, existiendo sólo como su padre quería que existiese. Es muy fácil echarle la culpa. Había sido él mismo quien había despreciado a todos los que no eran nobles y había jugado con sus vidas; quien había jugado, en realidad, con cualquier persona que se le acercara. Porque jamás se le había acercado alguien que quisiera quererlo, alguien que le demostrara que se podía querer. Porque todos querían al príncipe, y no descubrió hasta entonces que detrás de ese título podía haber algo más. Jamás había comprendido nada. No había entendido al mundo, ni a las personas, ni a sí mismo. Y en ese momento, cuando su
Lo había soñado tantas veces, lo había imaginado hasta cansarse y, aún así, ese beso no sólo superó cualquier cosa que podría haber pensado sino que, además, estuvo cubierto con un dejo triste que no tenía en ninguno de sus sueño. Dehna lo correspondió enseguida y, sin separarse, lo empujó hasta acostarlo sobre el césped y colocarse sobre él. Rompió el beso un momento, para recuperar el aire, y luego volvió a besarlo con más fuerza mientras colocaba ambas manos en su pecho. Enxo quería tocarla, lo quería más que nada en el mundo, quería corresponder a las caricias que empezaban a subir hasta sus hombros. Quería arrancarle la ropa y acariciar cada parte de esa tez morocha que lo volvía cada vez más loco. Pero, ni bien se imaginaba haciéndolo, imaginaba también la expresión que pondría ella al enterarse. No puedo hacerle esto, no si no sabe la verdad. Su cuerpo, no obstante, empezaba a responder solo; su mano izquierda subió sin su permiso hasta acariciar su rostro, e
La había arrastrado hacia allí y Amira lo había seguido a regañadientes, sin decir una palabra, tan furiosa porque le había mentido como porque parecía completamente indiferente a su furia. En ese momento, con el traje rugoso y el cabello despeinado, revolvía el contenido de las carpetas que había encontrado en el primer cajón, inexpresivo, mientras ella lo miraba. El estudio del gobernador tenía montones de carpetas como esas, montones de libros apilados en las paredes, montones de cajones y documentos, montones de todo. Y todo estaba hecho un desastre, como si un terremoto hubiera pasado por allí, o como si alguien hubiese estado ya husmeando en busca, seguramente, de lo que fuera que él esperaba encontrar. -¿Qué se supone que estamos buscando?- soltó, frustrada, rompiendo su largo silencio. Shasta se detuvo en seco al escucharla y, lentamente, volvió su rostro hacia un costado y la miró como si hubiera olvidado que estaba allí, como si le sorprendiera escu
Echó una mirada alrededor antes de que ella terminara de hablar, una mirada que ella siguió de principio a fin y, cuando las pisadas fueron perfectamente audibles para ambos, corrieron al mismo tiempo hacia el pequeño armario que había en una esquina, disimulado con el color de las paredes. Fue ella quien lo abrió y fue también la primera en meterse dentro, entre los tres abrigos viejos que D’Ándalan había guardado allí. Shasta pareció dudar un instante, un instante infinito, antes de entrar y cerrar por fin, dejándolos a ambos sumidos en una oscuridad acogedora. Amira concentró toda su atención en lo que sucedía fuera mientras sus ojos se adaptaban a la escasez de luz. Pasó muy poco antes de que los pasos se detuvieran y alguien, quien fuera que estaba allí, tocó la puerta. Dos golpes secos, lo suficientemente claros como para que, si había alguien dentro, los oyera. ¿Por qué alguien iría al segundo piso cuando el señor de la casa lo había prohibido? ¿Por qué tocaría la pue
Amira no volvió cantar, ni tampoco respondió, y una pequeña parte de su mente se arrepintió de haberla interrumpido. Le encantaba su voz y por eso, por todo lo que le hacía sentir, prefería no escucharla. Continuó esforzándose por respirar, aunque en menor medida; su compañía le hacía sentir que no estaba completamente encerrado. No supo cuánto tiempo estuvieron allí, abrazados y en silencio, pero la concentración que le exigía el mantenerse cuerdo hizo que para él pasara rápido. El visitante dejó caer los papeles, de pronto, como si algo lo hubiese alertado, y Shasta pudo escuchar sus pasos apresurados y aún así sigilosos al salir del estudio; la puerta se abrió y se cerró casi sin emitir sonido. El alivio lo recorrió de pies a cabeza junto con la ansiedad inmediata de salir de allí. “Oye”, intentó llamarle la atención mientras colocaba sus manos sobre los hombros que se adherían a su cuerpo. No parecía dormida, pero tampoco prestaba atención a sus vanix ni a sus m
Acurrucada contra un rincón, se escondía en la poca oscuridad que la luz de la mañana aún no había logrado combatir. Abrazaba sus piernas y, sin moverse más que para pestañear, meditaba por encima del estruendo de palas y picas que resonaban en cada roca de la mina. O lo intentaba. Apenas había dormido la noche anterior, entre sueños interrumpidos e insomnios que parecían eternos, y le costaba horrores mantener su concentración por más de un minuto. Lo más importante que había en su cabeza y que necesitaba urgentemente de su atención, era lo que menos le preocupaba. No lo conseguiría. No la conocían las personas suficientes como para que confiaran en ella, ni había podido despabilar más que a unos cuantos como para que, llegado el momento, vencieran sus miedos. Podía gritarles, dar un discurso, susurrarles al oído, pero no estaban listos ni ella sabía cómo hacer para que lo estuviesen; la mirarían mal, le tendrían miedo y quizás incluso la delatarían. Tal vez habían elegido
Las personas a su alrededor se apartaron inmediatamente, temerosos, dejando pasar a los hombres que se acercaban a apresarla. Había imaginado ese momento muchas veces, lo había visto en sus peores pesadillas; se la llevaban, descubrían que era un vaxer, la torturaban y la quemaban viva hasta que ya no pudiera gritar de dolor y muriera. Pero en su mente, había habido siempre una pequeña diferencia con lo que ocurría en la realidad: ella luchaba, intentaba escapar, golpeaba a los guardias que se esforzaban por inmovilizarla. Atónita e incapaz de pensar, presa del pánico y la desesperación, su cabeza no funcionó a tiempo y su cuerpo no opuso resistencia alguna mientras la sujetaban de los brazos y la llevaban con los demás al frente de la multitud. No, no puede ser, susurraba su mente, pero era apenas un susurro bajo y sin fuerzas. Estaba dispuesta a dejarse llevar, incapaz de pensar en nada, cuando sin querer clavó su mirada en el par de ojos oscuros que la observaban con sor
La imponentes puertas de madera, altas más allá de los tres metros y decoradas con detalles dorados, se abrieron con una facilidad sorprendente cuando uno de los guardias que los acompañaba las empujó. Los invitaron a entrar con un ademán estoico y ambos obedecieron la orden implícita. La sala del rey era imposible de abarcar con una sola mirada, y Shasta, que tuvo que contener la necesidad de girar la cabeza y analizarlo todo, apenas fue capaz de ver con el rabillo del ojo el lujo y la cantidad de oro que había por todas partes. Ya había estado en el castillo hacía unos días, para presentarle al secretario real los documentos falsos que lo hacían heredero de las tierras del difunto gobernador, pero no había accedido a aquel salón tan intimidante. Más que los lujos, más que la alfombra roja, más que los escalones finales que separaban en altura el asiento del rey de todo lo demás, a él le preocupaba la cantidad de guardias que, distribuidos en una fila a lo largo de cada par
Con lentitud, sin molestarse en ocultar su desconcierto, desvió su mirada de aquel hombre y la clavó en la joven. No podía ser. ¿Aquella muchacha flacucha que había escapado del gobernador, que lo había matado dos veces, que le había pedido unirse…? Princesa. Era innegable, no obstante, la repulsión que le había provocado en un primer momento con sus ojos oscuros, su tez pálida y su contextura delicada; por eso la había apodado princesa, por eso le había dicho que era perfecta para hacerse pasar por noble. Y, viendo cómo lo miraba en ese momento, desesperada por que se la tragase la tierra, con su labio inferior temblando y sus ojos húmedos, no podía dudarlo mucho más. ¿Pero por qué…?-No es mi padre- negó, con un hilo de voz, pero las lágrimas que amenazaban con brotar pese a sus esfuerzos la contradecían.