Echó una mirada alrededor antes de que ella terminara de hablar, una mirada que ella siguió de principio a fin y, cuando las pisadas fueron perfectamente audibles para ambos, corrieron al mismo tiempo hacia el pequeño armario que había en una esquina, disimulado con el color de las paredes. Fue ella quien lo abrió y fue también la primera en meterse dentro, entre los tres abrigos viejos que D’Ándalan había guardado allí. Shasta pareció dudar un instante, un instante infinito, antes de entrar y cerrar por fin, dejándolos a ambos sumidos en una oscuridad acogedora.
Amira concentró toda su atención en lo que sucedía fuera mientras sus ojos se adaptaban a la escasez de luz. Pasó muy poco antes de que los pasos se detuvieran y alguien, quien fuera que estaba allí, tocó la puerta. Dos golpes secos, lo suficientemente claros como para que, si había alguien dentro, los oyera. ¿Por qué alguien iría al segundo piso cuando el señor de la casa lo había prohibido? ¿Por qué tocaría la pue
Amira no volvió cantar, ni tampoco respondió, y una pequeña parte de su mente se arrepintió de haberla interrumpido. Le encantaba su voz y por eso, por todo lo que le hacía sentir, prefería no escucharla. Continuó esforzándose por respirar, aunque en menor medida; su compañía le hacía sentir que no estaba completamente encerrado. No supo cuánto tiempo estuvieron allí, abrazados y en silencio, pero la concentración que le exigía el mantenerse cuerdo hizo que para él pasara rápido. El visitante dejó caer los papeles, de pronto, como si algo lo hubiese alertado, y Shasta pudo escuchar sus pasos apresurados y aún así sigilosos al salir del estudio; la puerta se abrió y se cerró casi sin emitir sonido. El alivio lo recorrió de pies a cabeza junto con la ansiedad inmediata de salir de allí. “Oye”, intentó llamarle la atención mientras colocaba sus manos sobre los hombros que se adherían a su cuerpo. No parecía dormida, pero tampoco prestaba atención a sus vanix ni a sus m
Acurrucada contra un rincón, se escondía en la poca oscuridad que la luz de la mañana aún no había logrado combatir. Abrazaba sus piernas y, sin moverse más que para pestañear, meditaba por encima del estruendo de palas y picas que resonaban en cada roca de la mina. O lo intentaba. Apenas había dormido la noche anterior, entre sueños interrumpidos e insomnios que parecían eternos, y le costaba horrores mantener su concentración por más de un minuto. Lo más importante que había en su cabeza y que necesitaba urgentemente de su atención, era lo que menos le preocupaba. No lo conseguiría. No la conocían las personas suficientes como para que confiaran en ella, ni había podido despabilar más que a unos cuantos como para que, llegado el momento, vencieran sus miedos. Podía gritarles, dar un discurso, susurrarles al oído, pero no estaban listos ni ella sabía cómo hacer para que lo estuviesen; la mirarían mal, le tendrían miedo y quizás incluso la delatarían. Tal vez habían elegido
Las personas a su alrededor se apartaron inmediatamente, temerosos, dejando pasar a los hombres que se acercaban a apresarla. Había imaginado ese momento muchas veces, lo había visto en sus peores pesadillas; se la llevaban, descubrían que era un vaxer, la torturaban y la quemaban viva hasta que ya no pudiera gritar de dolor y muriera. Pero en su mente, había habido siempre una pequeña diferencia con lo que ocurría en la realidad: ella luchaba, intentaba escapar, golpeaba a los guardias que se esforzaban por inmovilizarla. Atónita e incapaz de pensar, presa del pánico y la desesperación, su cabeza no funcionó a tiempo y su cuerpo no opuso resistencia alguna mientras la sujetaban de los brazos y la llevaban con los demás al frente de la multitud. No, no puede ser, susurraba su mente, pero era apenas un susurro bajo y sin fuerzas. Estaba dispuesta a dejarse llevar, incapaz de pensar en nada, cuando sin querer clavó su mirada en el par de ojos oscuros que la observaban con sor
La imponentes puertas de madera, altas más allá de los tres metros y decoradas con detalles dorados, se abrieron con una facilidad sorprendente cuando uno de los guardias que los acompañaba las empujó. Los invitaron a entrar con un ademán estoico y ambos obedecieron la orden implícita. La sala del rey era imposible de abarcar con una sola mirada, y Shasta, que tuvo que contener la necesidad de girar la cabeza y analizarlo todo, apenas fue capaz de ver con el rabillo del ojo el lujo y la cantidad de oro que había por todas partes. Ya había estado en el castillo hacía unos días, para presentarle al secretario real los documentos falsos que lo hacían heredero de las tierras del difunto gobernador, pero no había accedido a aquel salón tan intimidante. Más que los lujos, más que la alfombra roja, más que los escalones finales que separaban en altura el asiento del rey de todo lo demás, a él le preocupaba la cantidad de guardias que, distribuidos en una fila a lo largo de cada par
Con lentitud, sin molestarse en ocultar su desconcierto, desvió su mirada de aquel hombre y la clavó en la joven. No podía ser. ¿Aquella muchacha flacucha que había escapado del gobernador, que lo había matado dos veces, que le había pedido unirse…? Princesa. Era innegable, no obstante, la repulsión que le había provocado en un primer momento con sus ojos oscuros, su tez pálida y su contextura delicada; por eso la había apodado princesa, por eso le había dicho que era perfecta para hacerse pasar por noble. Y, viendo cómo lo miraba en ese momento, desesperada por que se la tragase la tierra, con su labio inferior temblando y sus ojos húmedos, no podía dudarlo mucho más. ¿Pero por qué…?-No es mi padre- negó, con un hilo de voz, pero las lágrimas que amenazaban con brotar pese a sus esfuerzos la contradecían.
El cuerpo del niño descansaba sobre mismo rincón en que se había muerto su padre y, de no ser porque tenía media cabeza destrozada, hubiera parecido que estaba en paz. Enxo llevaba minutos allí, examinando una y otra vez aquella cosa que ya no era Ren desde una distancia de poco más de un metro, sin decir una palabra y sin mostrar una sola expresión en su rostro aturdido y frío.Átliax, que lo había guiado hasta ahí, continuaba de pie a unos pasos de su espalda, y tras él una cantidad de gente que parecía multiplicarse cada vez más y a la que el príncipe permanecía totalmente ajeno empezaba a acumularse. Todos conocían a Ren, la mayoría había conocido a su padre, y mucho de ellos también conocían a Enxo; o bien querían despedirse del niño, o deseaban ver la reacción del hombre que había sido su má
El sol de mediodía le quemaba la piel desde hacía horas, hasta el punto en que ya no sentía su cuerpo. Estaba mareada, sedienta y cansada; colgaba de un mástil en forma de T al que habían atado sus manos, y todo lo que podía apoyar en el suelo eran las puntas de los pies. Había tenido tiempo más que suficiente para pensar y para tener miedo, pero ahora su cabeza ya no funcionaba. Su mente parecía tan quemada por el sol como su piel y sus pensamientos estaban vedados por humo. Lo único que aparecía en su mente era agua, sueño, cansancio, y, cada tanto, un rostro masculino que le despertaba múltiples sensaciones. La certeza de que iba a morir ese día o, a lo sumo, el siguiente, o la idea de que iban a marcarla a latigazos y quién sabe qué más, antes, hacía rato se habían perdido entre la neblina que no la dejaba razonar con claridad. A su alrededor inmediato no había más que tierra y un par de guardias que la vigilaban; el bosque se encontraba a varios metros y desde él le lle
El cielo fue cambiando a lo largo de las horas. El rosáceo del atardecer se fue difuminando en el celeste que se oscurecía cada vez más hasta que, por fin, se tornó azul. Las estrellas se dejaron ver con sus luces titilando, la luna recortada se asomó sobre los árboles y la temperatura disminuyó considerablemente. Amira observó ese cambio durante horas, sentada en el duelo y con la espalda apoyada en la pared de la cabaña. Intentó cantar un par de veces, pero la voz no le salía, por lo que se mantuvo allí inmóvil, mirando lo que la rodeaba y pensando. ¿Qué iba a hacer? Esa pregunta y recuerdos, era todo lo que había en su mente. Y el hambre, que de momento no era suficiente como para que no pudiera hacerlo a un lado. Ni la pregunta tenía respuesta, ni los recuerdos tenían fin. En su pecho, no obstante, había muchas otras cosas. Había dolor, sobre todo, y estaba también la certeza de a quién le pertenecía aquel dolor, de quién lo causaba. Estaba la certeza de que lo quería, y