La imponentes puertas de madera, altas más allá de los tres metros y decoradas con detalles dorados, se abrieron con una facilidad sorprendente cuando uno de los guardias que los acompañaba las empujó. Los invitaron a entrar con un ademán estoico y ambos obedecieron la orden implícita.
La sala del rey era imposible de abarcar con una sola mirada, y Shasta, que tuvo que contener la necesidad de girar la cabeza y analizarlo todo, apenas fue capaz de ver con el rabillo del ojo el lujo y la cantidad de oro que había por todas partes. Ya había estado en el castillo hacía unos días, para presentarle al secretario real los documentos falsos que lo hacían heredero de las tierras del difunto gobernador, pero no había accedido a aquel salón tan intimidante. Más que los lujos, más que la alfombra roja, más que los escalones finales que separaban en altura el asiento del rey de todo lo demás, a él le preocupaba la cantidad de guardias que, distribuidos en una fila a lo largo de cada par
Con lentitud, sin molestarse en ocultar su desconcierto, desvió su mirada de aquel hombre y la clavó en la joven. No podía ser. ¿Aquella muchacha flacucha que había escapado del gobernador, que lo había matado dos veces, que le había pedido unirse…? Princesa. Era innegable, no obstante, la repulsión que le había provocado en un primer momento con sus ojos oscuros, su tez pálida y su contextura delicada; por eso la había apodado princesa, por eso le había dicho que era perfecta para hacerse pasar por noble. Y, viendo cómo lo miraba en ese momento, desesperada por que se la tragase la tierra, con su labio inferior temblando y sus ojos húmedos, no podía dudarlo mucho más. ¿Pero por qué…?-No es mi padre- negó, con un hilo de voz, pero las lágrimas que amenazaban con brotar pese a sus esfuerzos la contradecían.
El cuerpo del niño descansaba sobre mismo rincón en que se había muerto su padre y, de no ser porque tenía media cabeza destrozada, hubiera parecido que estaba en paz. Enxo llevaba minutos allí, examinando una y otra vez aquella cosa que ya no era Ren desde una distancia de poco más de un metro, sin decir una palabra y sin mostrar una sola expresión en su rostro aturdido y frío.Átliax, que lo había guiado hasta ahí, continuaba de pie a unos pasos de su espalda, y tras él una cantidad de gente que parecía multiplicarse cada vez más y a la que el príncipe permanecía totalmente ajeno empezaba a acumularse. Todos conocían a Ren, la mayoría había conocido a su padre, y mucho de ellos también conocían a Enxo; o bien querían despedirse del niño, o deseaban ver la reacción del hombre que había sido su má
El sol de mediodía le quemaba la piel desde hacía horas, hasta el punto en que ya no sentía su cuerpo. Estaba mareada, sedienta y cansada; colgaba de un mástil en forma de T al que habían atado sus manos, y todo lo que podía apoyar en el suelo eran las puntas de los pies. Había tenido tiempo más que suficiente para pensar y para tener miedo, pero ahora su cabeza ya no funcionaba. Su mente parecía tan quemada por el sol como su piel y sus pensamientos estaban vedados por humo. Lo único que aparecía en su mente era agua, sueño, cansancio, y, cada tanto, un rostro masculino que le despertaba múltiples sensaciones. La certeza de que iba a morir ese día o, a lo sumo, el siguiente, o la idea de que iban a marcarla a latigazos y quién sabe qué más, antes, hacía rato se habían perdido entre la neblina que no la dejaba razonar con claridad. A su alrededor inmediato no había más que tierra y un par de guardias que la vigilaban; el bosque se encontraba a varios metros y desde él le lle
El cielo fue cambiando a lo largo de las horas. El rosáceo del atardecer se fue difuminando en el celeste que se oscurecía cada vez más hasta que, por fin, se tornó azul. Las estrellas se dejaron ver con sus luces titilando, la luna recortada se asomó sobre los árboles y la temperatura disminuyó considerablemente. Amira observó ese cambio durante horas, sentada en el duelo y con la espalda apoyada en la pared de la cabaña. Intentó cantar un par de veces, pero la voz no le salía, por lo que se mantuvo allí inmóvil, mirando lo que la rodeaba y pensando. ¿Qué iba a hacer? Esa pregunta y recuerdos, era todo lo que había en su mente. Y el hambre, que de momento no era suficiente como para que no pudiera hacerlo a un lado. Ni la pregunta tenía respuesta, ni los recuerdos tenían fin. En su pecho, no obstante, había muchas otras cosas. Había dolor, sobre todo, y estaba también la certeza de a quién le pertenecía aquel dolor, de quién lo causaba. Estaba la certeza de que lo quería, y
Su expresión era, también, la de un felino; imposible de leer para un ser humano. No reflejaba sentimientos. Quizás no los tenía. -Eres Amira Xémeca, ¿no es así? La hija del rey- confirmó, mientras daba otro paso hacia delante. -Sólo Amira. El rey no es mi padre- respondió inconscientemente, todavía aturdida- Pero tú… estás muerta. La mujer inclinó levemente la cabeza hacia un costado como único signo de incomprensión. -¿Te parece que estoy muerta?- preguntó, mirándola fijamente con sus grandes ojos grises. Amira sintió cómo se estremecía su cuerpo. -Te vi morir… Shasta te vio morir- se corrigió, observándola con incredulidad de la cabeza a los pies. Su semblante inexpresivo se oscureció luego de esas palabras, luego de ese nombre. Su cuerpo entero se tensó y su mirada se endureció. -¿Lo conoces?- le preguntó, con un tono de voz vacilante, casi inseguro. Amira se limitó a asentir con la cabeza, presa del desconcierto, y la mira
La mujer dejó de quejarse y pareció convertirse en piedra tan pronto lo vio. Sus miradas se cruzaron y Amira sintió tanto celos como alivio de quedar fuera de la situación. Lizan, sin dejar de mirarlo impactada y aún sosteniéndose instintivamente la mano rota, se puso de pie. El silencio que los cubrió a los dos, y sólo a ellos dos, la hizo sentirse aún más excluida. Ella era sólo un espectador en una escena que no le concernía y, de pronto, se sintió fuera de lugar observándolos como lo estaba haciendo mientras ellos se miraban entre sí. Parecía no haber palabras para lo que querían decir sus ojos. Finalmente, la mujer rompió el silencio. -Bastardo. Y su mirada cambió. Lo que antes era sorpresa y aturdimiento, se volvió de pronto odio ante la expresión tensa que él le devolvía. -Hijo de puta- Shasta no movió ni un dedo, ni cambió su expresión, cuando una ráfaga de viento (seguramente vanix que Amira no alcanzaba a distinguir) le revolvió el cabello-
-¡Su majestad!- exclamó, sorprendido, el mismo guardia que había estado a punto de hacerlo a un lado antes de reconocerlo.La ciudad era un caos en cada esquina, en cada calle; tras las murallas, la cantidad de gente que se amontonaba era cada vez mayor y, quienes ya estaban dentro, buscaban cercar la entrada al castillo. Paralelo a lo ocurrido en las minas, algo similar debía haber sucedido en la ciudad, que era cada vez menos ciudad y que comenzaba a parecer un hormiguero pisoteado.El guardia les abrió paso hasta la puerta enorme que, en ese momento, se abrió, y los escoltó hacia la fortaleza.-¿Ella…?- preguntó, mirando de un modo suspicaz a la arrénica que caminaba tras ellos, atadas sus manos con una cuerda que él sostenía tranquilamente.-Prisionera- respondió escuetamente, y de su tono el hombre debió deducir que no quería más preg
. Pero si no se defendió, fue porque sabía, o sospechaba, que no lo mataría; había algo en sus ojos, algo detrás de la oscuridad y el odio, que lo impulsaban a mantenerse quieto y esperar; si lo atacaba, difícilmente tendría una oportunidad de salir con vida. Como si quisiera confirmar su hipótesis, algo chispeó en la mirada de su atacante y su sonrisa cayó de pronto; desvió los ojos de él hacia la cuarta persona y, sin que una palabra cruzara el aire, su expresión se tornó seria. Tardó unos segundos eternos en volver a mirarlo a él y, cuando lo hizo, apartó el cuchillo y lo guardó en su cinturón, detrás de la capa que lo cubría. Parecía haber un dejo de frustración detrás de su mirada fría, pero lo contuvo. -¿Qué hacen aquí?- le preguntó a él y a la joven que lo acompañaba; una muchacha de 16 o 17 años que en ese momento lo miraba fijamente, como aturdida, con unos ojos grandes y oscuros que parecían querer atravesarlo. Enxo, incómodo sin saber por qué, desvió la vista haci