Luego de unos segundos interminables, Enxo parpadeó (un parpadeo innecesariamente largo) y la tensión que hacía del aire algo casi palpable, de pronto, pareció romperse en pedazos y morir. Dehna fue capaz de oír, una vez más, el chillar de los insectos y el aullido del viento leve que los acariciaba; fue capaz de volver a la realidad como si alguien la hubiese arrastrado de vuelta con un golpe. Su cuerpo se relajó, como si comprendiera que el peligro había pasado, mientras él, por su parte, daba un corto y probablemente inconsciente paso hacia atrás. ¿Qué había sido eso? Se sentía como si hubiera estado estirando un hilo hasta casi romperlo y, justo antes de que se partiera en dos, lo hubiese dejado caer.
-Sí, sucede algo- respondió a aquella pregunta que ella casi había olvidado, evitando de pronto el contacto visual. Dehna lo taladró con la mirada, mientras aguardaba con una curiosidad que le mordía la mente; quería saber con desesperación qué pasaba dentro de aquella cabe
Contuvo el aliento y endureció el estómago mientras Lenia ajustaba los hilos del corsé que se ceñía a su cintura hasta comprimir su cuerpo. Se esforzaba por no protestar, ni gemir, ni moverse, mientras aquella mujer que la superaba en edad por casi diez años la ayudaba a vestirse. Se sentía incómoda; no podía evitar, nada más ver su rostro, revivir la escena que había presenciado sin querer su primera noche en el refugio. Así que fingía ser una estatua mientras ella, con un rostro impertérrito y una boca muda, terminaba con su ropa interior y empezaba a descolgar el vestido. Hacía años que no usaba algo así; incluso en la mansión, los vestidos blancos de la servidumbre eran completamente diferentes de aquella cosa que Lenia sostenía entre sus manos, esas ropas tan comunes en el castillo y que a ella, con cinco años, la habían obligado a usar. Desechó los recuerdos, las imágenes, que había bloqueado durante la mitad de su vida y levantó los brazos para, a continuación,
Su piel, de pronto, parecía emanar extraña mientras se erizaba y su cuerpo se endurecía bajo las capas de tela. En sus ojos, Shasta vio algo fugaz que lo paralizó. Su primer impulso fue soltarla, alejar su mano como si quemase, y, no obstante, algo en él desafió su instinto y, si bien su mano se tensó, no se alejó de aquel rostro que comenzaba a calentarse. Había visto esa expresión antes, ese sentimiento que había atravesado su mirada demasiado rápido; lo había visto montones de veces y no le gustaba en absoluto. Lo detestaba, y detestaba lo que producía en la gente. ¿Por qué, entonces, no podía apartar su mano? ¿Por qué no podía dejar de mirarla? Un miedo que no había sentido en años se apoderó de su cuerpo, inmovilizándolo un instante. Un carraspeo rompió el hilo de sus pensamientos y le permitió, por fin, alejar el brazo que tenía extendido y dirigir su atención hacia otra parte. Sintiendo cómo su corazón empezaba a camarse, se esforzó por concentrarse en Lenia, que lo o
El salón principal de los Laffnen, donde realizaban las grandes cenas y los bailes, era la envidia de cualquier mansión. En una ciudad sobrepoblada donde incluso las casas más grandes y ostentosas tenían al menos un vecino demasiado cercano, la amplitud del colosal jardín que se atisbaba desde adentro también maravillaba a la mayoría de las personas que por primera, segunda o tercera vez, ponían un pie en aquel caserón. Las arañas, colgando desde el techo en una línea recta que atravesaba toda la sala, se encargaban de no dejar ningún rincón a merced de las sombras. En la pared más alejada de la puerta se encontraba la comida y las copas, sobre una mesa larguísima y, recorriendo todo el perímetro, un balcón alto que daba al salón les permitía, a los invitados que quisieran tranquilidad, observar al resto de los comensales. Eran aproximadamente trescientas personas las que, con sus zapatos caros, se paraban a charlar o bailaban sobre el piso de mármol que, con tan sólo marrón
Contuvo un suspiro de alivio, ajena al rostro asustado del joven que, a su espalda, comprendía de pronto. -Lo siento, no lo sabía- murmuró y se apresuró a marcharse, apurado por escapar de aquellos ojos que lo seguían. Shasta no dejó de mirarlo hasta que hubo desaparecido entre el gentío, luchando por contener su odio tras una máscara de frialdad. Debía estar desesperado por salir de allí. O por matarlos a todos. Se sintió incómoda, de pronto, ante su cuerpo tenso; él tardó un momento eterno en bajar la vista y mirarla, todavía con aquel traje impoluto contrastando con su cabello ahora más despeinado. -La gente va a sospechar si te ven bailando con otros hombres- se limitó a decir en un murmullo, inexpresivo, mientras le tendía la mano con un movimiento tan automático que exhalaba despego. -Van a sospechar de mi fidelidad, no de quiénes somos- masculló, internamente molesta con su actitud, aceptando su mano. La sujetó de la cintura sin molesta
La habitación, digna de un rey, gritaba ostentación y lujo; los adornos bañados en oro o en conux, los muebles diseñados por los mejores artistas, las pinturas que decoraban las paredes… Un hombre casi viejo, frente al espejo de uno de los armarios, se desprendía de sus ropas extrañas, más que costosas, con una mirada serena y fría que parecía perdida en algún otro sitio, pendiente de sus pensamientos. La puerta enorme de madera, tras él, vibró con dos simples golpes. -Adelante- dijo aquel hombre, sin mirar siquiera quién entraba a su cuarto, sin quitar los ojos inexpresivos de su propia figura en el espejo hasta que la puerta se abrió y, por el vidrio mismo, la vio entrar. -Su majestad- saludó una arrénica hermosa mientras, con un gesto sumiso, hacía una reverencia rápida. El hombre recorrió su figura con la mirada y luego volvió a su propio cuerpo. -¿Qué pasa?- preguntó, esgrimiendo a la vez un tono fastidiado y una expresión un tanto más suave frente a la
La alfombra roja, la cortina roja, los tapices rojos, la ventana, el mueble de caoba, el armario, la cama, las sábanas, la alfombra roja, la cortina roja, los tapices rojos, la ventana, el mueble de caoba, el armario, la cama, las sábanas, la cortina, la alfombra, el armario, las sábanas, la sangre… El hilo que unía sus recuerdos a lo que veía se rompió de golpe cuando él, mirándola con cautela e imaginando todo lo que estaba pasando por su cabeza, separó las sábanas y se metió debajo, vestido con la ropa más cómoda que había encontrado. -Ven, princesa- dijo con cautela, mirándola como si se esforzara por prever su reacción. Amira, de pie junto a la puerta, inmóvil, lo observaba todo con una expresión extraña, con una mirada en blanco que parecía desconectada del mundo. Negó con la cabeza, incapaz de procesar las cosas. -No voy a dormir aquí- respondió, sin dejar de negar con la cabeza. -D’Ándalan está muerto… -Puedo dormir en la habitación de
Amira se despertó, con el corazón golpeándole el pecho, exigiéndole que regresara a la realidad. Su cuerpo subía y bajaba con rapidez, al ritmo de su respiración agitada; descubrió que se había sentado en la cama sólo cuando sus ojos comenzaron a adaptarse a la oscuridad. La vela se había apagado, quién sabe hace cuánto tiempo, pero la luz de la luna llena entraba por la ventana abierta y lo bañaba todo de una luz pálida, mortecina. La vista de aquella habitación, aun si era en las penumbras, le devolvió a la mente recuerdos que se apresuró a contener; una suerte de angustia se extendió por su cuerpo, aceleró su corazón una vez más y humedeció sus ojos. Tranquila, está bien, se dijo a sí misma, intentando tranquilizarse. D’Ándalan está muerto. Todo está bien. Poco a poco, a medida que se calmaba, comenzó a recordar lo que la había arrastrado de vuelta al mundo real. ¿Qué diablos había soñado? Recordaba sus propios recuerdos, las imágenes de ella misma, las
¿Qué iba a hacer? No podía matarla, eso era evidente. La miraba dormir entre sus brazos mientras el sol comenzaba a asomarse, con su respiración profunda y sus movimientos esporádicos, y no quería soltarla. No era sólo que quisiese acostarse con ella, y lo comprendía recién entonces; abrazándola así se sentía tan bien como no se había sentido jamás con mujer alguna. No entendía qué era todo aquello, qué cosa, exactamente, había cambiado en él pero, en ese momento, no le importaba; lo pensaba una y otra vez y no podía imaginarse asesinándola. O podía, y justamente por eso sabía que no quería hacerlo. Mil cosas habían pasado por su mente esa noche, en la cual no había dormido nada; mil escenarios. Estaba su trono, su castillo, su padre… y, del otro lado de la calle, estaba ella, en una vereda tan alejada de su vida normal que lo asustaba. Si quería volver, tenía que matarla o, mejor aún, entregarla al rey para que la interrogaran, para demostrar que estaba en lo correc