Antonio colgó el celular con la cabeza inclinaba, mirando al suelo. Luego giró la vista para contemplar a su esposa, sentada en el sofá mientras veía la televisión comiendo unas crispetas que apoyaba contra su prominente panza, de casi nueve meses. Estefanía no dijo nada, pero conocía los gestos de su esposo cuando estaba preocupado y por los surcos que arrugaban su rostro, sabía que lo estaba más de lo normal. Sus sospechas, de hacía algo más de un año, se estaban haciendo realidad.
El emprendimiento de Antonio no marchaba bien y el dinero de su liquidación se estaba agotando. No era que fuese una gran conocedora de administración de empresas, pero su padre, y su familia en general, eran empresarios exitosos y algo sabía sobre los riesgos en los negocios, lo que ocurría cuando se gastaba mucho más de lo que ingresaba y que los planes de su marido a corto plazo eran irrealizables. Antonio había esperado que las grandes compañías estarían encantadas de contratar sus servicios de asesoría financiera, que su larga lista de contactos, hecha durante los años que trabajó en la compañía a la que decidió renunciar, lo recibirían con los brazos abiertos y queriendo depositar sus cuentas en las manos de un asesor independiente. Como la fiel esposa que fue alguna vez, se lo advirtió, pero él hizo caso omiso a sus sugerencias y ahora empezaba a ver los resultados.
—¿Pasa algo? —preguntó, con la única intención de saber si Antonio se sinceraría con ella.
—No es nada, cariño, solo un pequeño problema. Estás preciosa —levantó el celular y tomó una foto a Estefanía.
—Ni se te ocurra publicarla antes de que yo la vea.
Antonio sonrió, forzando a su esposa a levantarse.
—¡Déjame ver!
—Quedaste muy bien, muy natural.
“Natural” era un concepto de belleza que a Estefanía le advertía todo lo contrario.
—Es en serio, amor, no lo publiques —intentó capturar el teléfono y Antonio la evadió.
—Ya lo estoy haciendo —dijo entre risas.
Molesta, más que por la foto, por la mentira que Antonio se empeñaba en ocultarle, Estefanía se abalanzó con fuerza y sorprendió a su marido. El celular voló, trazando una elíptica por la sala que lo llevó, primero, a estrellarse con la barra que separaba la cocina del comedor y contra el mesón, segundo, antes de caer con fuerza al suelo y dividir cada uno de sus componentes sobre la cerámica a rombos.
—¡Mira lo que hiciste! —gritó Antonio mientras se arrojaba a reunir los trozos del último modelo iPhone.
—Te dije que no subieras la foto —contestó Estefanía, preparada para llevar la discusión a su verdadera vertiente.
Arrodillado sobre los despojos del dispositivo, Antonio reclamaba el destrozo a su esposa en tanto se daba cuenta de que no habría forma de repararlo. Estefanía preparaba el lanzamiento del primer torpedo hacia el acorazado de su marido. «¡Fuego!», gritó la comandante del submarino.
—Sé que estamos quebrados.
El rostro de Antonio palideció y casi pareció un resucitado cuando lo golpeó, de frente, la luz proyectada por la pantalla del televisor. A la vista del torpedo en el radar, el acorazado intentó una maniobra de evasión simple.
—¿De qué hablas?
La comandante ordenó el lanzamiento de un segundo proyectil, esta vez, equipado con un dispositivo rastreador.
—No me sigas mintiendo. Dime qué es lo que está pasando. ¿Con quién hablabas?
El casco consiguió escapar por muy poco del primer torpedo, pero el radar detectó uno más rápido y con trayectoria rastreadora.
—Solo era un cliente, amor. Parece que no está decidido a contratar mis servicios, pero no es el fin del mundo.
Había que aumentar la presión de fuego o pronto el acorazado empezaría a evadir cada disparo.
—Como todos los clientes, ¿verdad? ¿Alguno te ha contratado?
Tras las dos primeras evasivas, era momento de pasar al contraataque.
—Espera —Antonio se levantó y dejó en la barra de la cocina las piezas que recuperó del piso—. No sé de qué me estás hablando, pero se te olvida que acabas de destruir mi teléfono; ahora sí que corro el riesgo de perder a mis clientes, si no puedo atenderlos.
La maniobra de contraofensiva era buena, pero no lo suficiente para una experta comandante de submarinos. Tendría que emerger un poco para mejorar la precisión de disparo.
—La semana pasada vi lo extractos del banco. No has recibido un solo ingreso desde hace casi un año.
El submarino emerge, se hace visible, podemos cazarlo, señor.
—¿Ahora espías mis papeles?
Cuidado. ¡Ha puesto una mina!
—No espiaba. Estaban sobre el escritorio, los vi mientras buscaba otra cosa.
Detectó la mina. Envíen una segunda carga.
—Y no se te ocurrió nada mejor que leer unos extractos.
Debe ser un almirante novato. Cree que soltando minas acuáticas va a evadirse, señora.
—Eso no importa ahora. Dime la verdad. ¿Estamos quebrados?
El submarino mejoró su posición de disparo sin que pudiéramos hacerle el menor daño. ¡A estribor, nueva maniobra de evasión!
—Lo que viste eran los extractos de otra cuenta, donde tengo lo de mi liquidación.
Sigue evadiéndose. De seguir así, pronto estará fuera de alcance. Es momento de iniciar el propulsor nuclear.
—Espero a nuestro hijo, Antonio —una dosis de voz entrecortada aumentó el efecto deseado por Estefanía—. Necesito saber si estamos bien, por favor, sé honesto conmigo.
El último disparo ha conseguido impactar al acorazado. No de forma letal, pero lo ha dañado y empieza a perder velocidad.
—Seré sincero contigo, bebé —Antonio buscó los ojos de su esposa, calmó su voz y levantó los brazos para abrazarla—. Los últimos meses no han sido los mejores, pero tampoco es grave. El emprendimiento va bien, necesita un poco más de tiempo, pero si consigo cerrar lo que tengo ahora en marcha, estaré al otro lado, cariño.
Ha hecho un movimiento arriesgado, exponiendo su flanco. De atacar ahora, se conseguirá el hundimiento, pero si le da tiempo podrá efectuar la maniobra y se habrá esfumado. ¿Señora?
—Abrázame.
De nada serviría hundir el acorazado, piensa Estefanía. Lo dejó ir, aunque hubiera podido destruirlo y eso le causa placer, sabiendo que siempre tendría la oportunidad de hacerlo.
Ahora quiere ser abrazada por los fuertes brazos de Antonio, el embarazo la embarga en fragilidad, quiere sentirse consolada y protegida, recostar el rostro sobre su pecho y embriagarse con la fina colonia que emana a través de su camisa. Luego levantar el rostro y recibir un beso que la lleve a sumergirse en lo profundo de sus labios carnosos, morderlos un poco y juguetear con la hebilla de su cinturón para despertar al animal por el que se desea ser poseída. Sabe que su abdomen abultado excita a su esposo, sus pechos se han hecho más grandes y sensibles, los ojos le dan vueltas cuando los ve desnudos, entonces fantasea con la idea de que es una ninfa y él un sátiro salvaje, embriagado por la exuberante figura de una mujer fértil que lo desea. Acostados sobre la costosa alfombra persa que les hubieran regalado los padres de Estefanía con motivo de su aniversario, ella le ve quitarse la camisa y mientras una onda de su colonia la invade, admira el fuerte pecho de su marido, los gruesos hombros de un toro que se tensionan instantes antes de embestir y la cuadrícula de un abdomen vigoroso que roza con ligereza la piel de su barriguita. Aprieta con fuerza las fibras de la alfombra, se siente desfallecer con cada acometida del furioso animal en que se ha transformado Antonio, eufórico por la belleza de su esposa, pero ahora empieza a ver, o a querer ver, a Sergio, otro espécimen dominante, uno más atrevido, al que no le importó la sacralidad de su matrimonio para seducirla.
Lo veía sobre ella, los nervudos brazos de Antonio se diluyeron y ahora eran dos estacas morenas, igual de fuertes, las que la aprisionaban y la bestia, que la había acorralado, embestía con ímpetu por entre sus piernas. La fantasía la dominó y de forma inusual, se sintió extasiada mucho antes que su marido. Supo entonces que lo deseaba, quería volver a encontrarse con Sergio, visitarlo en su apartamento, que él la viera embarazada, con su hijo en el vientre, se sintiera atraído y empezara a seducirla de nuevo. Ella se resistiría, le diría que aquello era una locura, que no podían seguir, lo de ellos no era más que un romance, una aventura que solo los dañaría. A él no le importaría y con fuerza, atraparía su brazo instantes antes de que ella saliera por la puerta. Acercaría sus labios a los suyos y después de un beso apasionado, la desvestiría y harían el amor también sobre una alfombra. Casi suspiró con solo imaginarlo.
—¿Me prometes que todo está bien? —preguntó Estefanía a su esposo mientras lo veía, todavía recostada sobre la alfombra, subirse los pantalones.
—Va de maravillas, bebé —estiró la mano y la ayudó a incorporarse—. ¿Te sientes preparada?
No. No lo estaba. La embargaba la zozobra de lo que pudiera pasar cuando Antonio viera al niño —ya sabían el sexo—, su piel morena, cabello negro y ojos oscuros. Soñaba, con frecuencia, que el recién nacido era idéntico a Sergio y que Antonio, cuando lo sostenía en sus brazos, lo observaba con desagrado y luego lo arrojaba por la ventana de la habitación del hospital. Estefanía despertaba casi gritando y con sudor frío resbalando por su cuerpo.
—Creo que sí. Ya quiero liberarme de esta barriga y volverme a sentir ligera.
Antonio besó la barriguita y Estefanía casi quiso apartarlo, pero sonrió, como haría una esposa fiel que espera al hijo de su marido.
—Todo estará bien, no te preocupes.
¿Tanto le costaba disimular su desasosiego? No estaba frente a un espejo, pero debía estar proyectando el nerviosismo que la trasnochaba. ¿Cómo reaccionaría Antonio cuando viera al niño? Desde luego no lo arrojaría por una ventana, pero quizá ni siquiera lo besaría, solo se lo devolvería, sin mirarla y ella no se atrevería a enfrentar la heladez de sus ojos azules. Desde la cama, escucharía los gritos de ira de Antonio cuando Sergio contestara el celular, sabiendo para qué lo llamaba su mejor amigo. La familia y otras amistades se agolparían en torno al supuesto padre, preguntándose por lo que estaba ocurriendo. Entonces la madre de Estefanía entraría, sola, a la habitación, miraría al bebé sobre su pecho y con eso sería suficiente. No alcanzaba, o no quería, imaginar lo que sucedería a continuación.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Marcela cuando Estefanía regresó a su apartamento, dos meses después de su primera visita al ginecólogo.—Como dijimos —contestó, tocándose la barriga—. Se lo diría cuando ya se me empezara a notar.Marcela hubiera querido reír y preguntar con la mayor de las algarabías, pero lo hizo en un tono que parecía más adecuado para un velorio.—¿Y qué dijo?Las lágrimas corrieron por las mejillas de Estefanía.—Está feliz, muy feliz. Me abrazó, me besó, me tomó como cien fotos en dos mil poses distintas. Llamó a su mamá y empezó a publicarlo en las redes.Las dos amigas se abrazaron.—Esta vez sí voy a recibirte la manzanilla.Marcela preparó la infusión en silencio, pasando
Sergio caminaba de un lado a otro por el pasillo, observado por Marcela, sentada sobre una silla plástica, al costado de un garrafón de agua vacío. Por momentos intercambiaban una mirada, pero al instante se evadían, solo para volverse a encontrar unos minutos después. Vieron a las enfermeras entrar con los gemelos y entonces volvieron a unir sus miradas.—¿Te parece si vamos por un café? —preguntó Sergio.Marcela asintió y tomaron juntos el ascensor, en silencio.La loción de Sergio impregnó el elevador. Era un hombre de casi dos metros, tan grueso que casi ocupaba la mitad del cubículo, reduciendo a su compañera a un costado, contra la pared. Mantenía la cabeza gacha, las manos juntas, el rostro de un niño que ha sido regañado por su padre después de una diablura. Marcela no sabía si compadecerlo o también reprocharle
Doña Estela, madre de Estefanía Alarcón, convenció a su hija, sin mucho esfuerzo, para que se quedara en su casa durante el primer mes del posparto.—Antonio está de acuerdo y me ha dicho que si tu lo estás, no ve ningún problema en que te pases ese primer mes con nosotros. En casa tendrás todos los cuidados y tu padre ha hablado ya con dos enfermeras privadas para que te asistan en la recuperación.Después del desmayo, Estefanía se recuperaba con satisfacción. Esperaba el alta del médico al día siguiente. Por su estado, no había podido amamantar a los gemelos, que debían ser alimentados con fórmula por una enfermera. Eso sí, desde esa noche dormirían en la habitación de su madre, junto con su abuela Estela, a quien habían adaptado un sofá cama después de que insistiera en que sería lo mejor para s
La madre de Estefanía terminaba de empacar la ropa de maternidad que su esposo había comprado para su hija y que les hubiera permitido vencer el tedio de la tarde, los mellizos acababan de comer y estaban dormidos cuando llegó Antonio. Saludó a su suegra, que salió de la habitación como un demonio que ha visto al sacerdote aproximarse, luego observó a los recién nacidos y besó a su esposa en la frente. Tenía el rostro de un día difícil. Se sentó a un costado de la cama.—¿Cómo te has sentido?—Mucho mejor. Mañana el médico debe darme el alta.—¿Hablaste con tu mamá sobre irte a pasar un mes en su casa?—Sí. Papá me compró ropa y otras cosas para este primer mes. Nos iremos apenas me den la salida.Pese al cansancio que doblaba sus hombros, Antonio se levantó y comenz
Pasó una semana desde el nacimiento de los mellizos, a los que todos empezaron a llamar como tales, cuando no se referían a ellos por sus nombres: Héctor y Marco, o el moreno y el rubio, como solía referirse a ellos el abuelo materno, el señor Ignacio Alarcón, un hombre que siempre calló sus sentimientos, del que se decía que no era capaz de llorar ante la muerte de cualquier de sus familiares, incluidas su esposa y su hija, pero sí cuando bajaban las acciones de la compañía o perdía su equipo de fútbol.—Lloran mucho, en especial el morenito —se quejaba don Ignacio cada que tenía oportunidad de oír llorar a sus nietos—. Por qué no traen a Valeria, que con tres hijos debe saber cómo hacerlos menos llorones.Se refería a su hija mayor, hermanastra de Estefanía e hijastra de doña Estela. También, siempre que
No se consideraba fea, más bien “genérica”, un 6, quizá un 7 para algunos. Un rostro común, de ojos oscuros, no muy expresivos, tampoco inexistentes, afeado tal vez por una nariz que no era grande, pero le parecía desproporcionada para su rostro, que era más bien pequeño y ovalado. Su fuerte no era el busto. Si se ponía un saco grueso, lo hacía desaparecer y solo se percibía con una camiseta de lycra. Consideraba que las gafas no le beneficiaban, pero no tenía otra opción si quería ver porque era alérgica a los lentes de contacto y le aterraba la idea de operarse los ojos (además que el costo no se lo cubría su seguro) y aunque no tenía el cuerpo de esas mujeres que representaban a las tiendas deportivas Venus Fitness, con las que Sergio estuvo reunido por dos horas, era delgada; estaba casi seis kilos por debajo de su peso ideal (seg&uacut
La vida en casa de su madre se había hecho de una monotonía enfermiza, o así lo percibía Estefanía. Los mellizos se despertaban a las 6:30, comían y se volvían a dormir a las 7:30. Ya también levantada, se dedicaba a ver el show matutino hasta las nueve, cuando los mellizos volvían a reclamar sus pechos o biberones, según quién la estuviera acompañando. Los bañaba y dejaba listos, para que se volvieran a dormir, a las once. Tomaba una merienda en el jardín con su madre, entonces hablaban sobre los chismes de las amigas de ella, los de las vecinas, los de alguna conocida. Llegaba el mediodía y almorzaban. Los mellizos lo hacían a las dos y se quedaban despiertos durante su paseo en carriola, que se prolongaba hasta las 3:30. Volvían a dormir y la madre veía alguna novela de la tarde hasta las seis, hora en que llegaba Antonio y, como la estatua de mármo
“Pasar entre nosotros”. Se repetía esa frase con insistencia mientras veía la ciudad deslizándose por el vidrio del jaguar de Sergio. Las piernas le temblaban. ¿Había ya “un nosotros” en la consciencia de Sergio? El apartamento no estaba muy lejos de la exclusiva zona de oficinas en la que trabajaban, subiendo por una calle en que estaban los aún más exclusivos apartamentos de las familias más acomodadas, y poderosas, del país. Solo una vez había pasado frente a esas verjas de grandes mansiones y condominios, cuando, junto con Estefanía, asistieron a la fiesta de un compañero de clase de ella en la universidad. La casa a la que entró la dejó deslumbrada, preguntándose cómo era posible que alguien viviera entre tanto lujo en su cotidianidad. Una casa de tres pisos con algo más de veinte habitaciones, un salón de fiestas, otro de juegos,