“Pasar entre nosotros”. Se repetía esa frase con insistencia mientras veía la ciudad deslizándose por el vidrio del jaguar de Sergio. Las piernas le temblaban. ¿Había ya “un nosotros” en la consciencia de Sergio? El apartamento no estaba muy lejos de la exclusiva zona de oficinas en la que trabajaban, subiendo por una calle en que estaban los aún más exclusivos apartamentos de las familias más acomodadas, y poderosas, del país. Solo una vez había pasado frente a esas verjas de grandes mansiones y condominios, cuando, junto con Estefanía, asistieron a la fiesta de un compañero de clase de ella en la universidad. La casa a la que entró la dejó deslumbrada, preguntándose cómo era posible que alguien viviera entre tanto lujo en su cotidianidad. Una casa de tres pisos con algo más de veinte habitaciones, un salón de fiestas, otro de juegos,
Había accedido a que Estefanía permaneciera el primer mes del posparto en casa de su suegra porque temía a su poderoso suegro, esa era la verdad. Le había temido desde el momento en que lo vio, cuando, en aquella fiesta universitaria, lo vio llegar con dos de sus escoltas para llevarse a su niña de ojos azules. También, en ese momento, Antonio empezó a fijarse en ella.—Su padre nunca la deja divertirse —dijo Sergio al joven con el que llevaba hablando sobre fútbol, mujeres y videojuegos por más de una hora.—¿La conoces? Es una belleza.—Está en mi curso de administración. Pero cuidado. Es tan bella como peligrosa.—¿Qué quieres decir? Suena a una de esas frases de las telenovelas.—Bueno, sí, como tu digas, amigo, pero es la verdad —Sergio tomó un trago del aguardiente en tetra-pak que hab&iacut
No había ni por dónde caminar en ese sitio. Antonio deambuló por entre rostros y cuerpos sudorosos, apeñuscados por un espacio de diez centímetros cuadrados para bailar. Quiso escribir a Sergio para preguntarle en dónde estaba, pero cuando intentó sacar el celular no pudo siquiera meterse la mano al bolsillo. Buscó la salida y después de tropezar y pisar a varias personas, encontró la entrada.—Si sales, ya no podrás volver a entrar —le advirtió uno de los miembros del staff.—¿Cómo?Afuera, alcanzó a ver la enorme fila que se había formado. Era cierto, si salía solo volvería a entrar llegada la madrugada. Con algo más de espacio en ese lugar, sacó el teléfono para enviar el mensaje cuando sintió que alguien tocaba su hombro.—Hola, qué sorpresa.Era la chica de la b
Pensó en llamar a Estefanía antes de aceptar la invitación de Sergio. Sería lo más prudente, decirle que su amigo (recalcando esta condición) le había ofrecido el cuarto de huéspedes, que ella se quedaría solo unos días para sentir lo que era vivir como un rico (recalcando este propósito) y que en esos días se pasaría a visitarla para verla a ella, saludar a su familia y llevarle algo a los mellizos.—¿Más vino?Estiró la copa para que Sergio la llenara por tercera vez.—Carol está llamando. Se me olvidó decirle que no asistiría a la reunión y que tú estás conmigo.Contestó.Pero, ¿por qué tenía que llamarla? Las dos eran adultas, mejores amigas desde hacía más de diez años, incluso ella conoc&iac
Estefanía tenía una habilidad especial para atender dos cosas, y hasta tres y cuatro, al mismo tiempo. Mientras Marcela le contaba la maravillosa noche en que sintió que el concreto de la calle se había transformado en algodón de azúcar (¿podía haber algo más cursi?), siguió viendo la telenovela y ya que tenía messenger abierto, hablar con un desconocido que intentaba invitarla a salir. Cuando pareció terminar su historia, Estefanía la interrumpió.—Marce, tenemos que celebrar. ¿Qué tal si hacemos una salida de parejas? Porque tengo que ver a tu novio, Marce. Debo conocerlo, se ve guapo.—¿Salida de parejas? ¿Estás con alguien?—No, tontis, pero estaba hablando con un tipo que nos invita a Stay´n Top y de ahí podemos salir a su casa de verano, ¿qué tal, eh? Aprovechas y te llevas una pij
Sin el peso de la incertidumbre, Estefanía se sentía más tranquila. Durmió mejor, aunque los mellizos la despertaron a las cuatro de la mañana pidiendo comida. Después de amamantarlos (ya había discutido con su madre que no les daría más fórmula) se quedaron en brazos de la enfermera, que tenía una habilidad especial para regresarlos a su cuna.—No te había vuelto a ver color en el rostro, querida —saludó Estela a su hija cuando la vio desayunando, en el comedor. Se acercó a ella y la tomó de la mano—. Me alegra que estés mejor.—Gracias, mamá.Aunque llevaba una carga menos, todavía no estaba del todo librada y no lo estaría hasta haberse cerciorado de que Antonio tampoco albergaba ninguna sospecha. Lamentó que esa noche se hubiera excusado con su supuesta reunión importante, porque estaba dis
Antonio llegó a la casa de sus suegros como solía hacerlo las dos últimas semanas. Saludó a doña Estela con un beso en la mejilla y a Ignacio, que estaba al teléfono, levantando su mano al pasar por el cuarto de estudio. La empleada de servicio, Flora, le sirvió una copita de coñac cuando lo vio sentado en la sala. —Le avisaré a la señora Estefanía que ha llegado. —Gracias, Flora. Eres muy amable, pero si la encuentras con los niños —se refería a si los estaba amamantando—, no la molestes y más bien yo subo. La mujer desapareció al doblar por el corredor que llevaba a las escaleras principales de la casa y mientras tomaba su coñac, Antonio revisó su celular. Dejó de hacerlo cuando se aproximó su suegro que tomó asiento a su lado. —¿Cómo va todo? Por “todo” Ignacio se refería a trabajo y dinero. —De maravilla. Ayer tuve una reunión con unos clientes y todo apunta a que cerraré ese negocio. —Eso suena bien. ¿Qué tipo de clientes
Antonio se encontraba descorchando la botella de champán cuando sus ojos lo obligaron a girar todo el rostro hacia su novia. Era como lo había sospechado en su primer encuentro: apenas cubierto por el bikini naranja, también cruzado por argollas y una cadenita que atravesaba en el vientre, Marcela ocultaba un cuerpo delineado por suaves trazos, de pecho prudente, abdomen erguido, caderas estrechas y esbeltas piernas. Aventajado por el ángulo desde el que la observaba, Antonio no dejó de atender al contorneado y levantado trasero por el que se encajaba el hilo de la tanga que en ese momento capturaba sus ojos. —¡Antonio, cuidado! —gritó Estefanía, entre risas, cuando el corcho del champán estalló casi contra el ojo del atontado novio de su amiga, que se vio envuelto en la espuma del champán mientras intentaba apartar el chorro que cubrió su cara. —Tenía los ojos perdidos en ti —susurró Estefanía a Marcela, que quería cubrirse de nuevo con la toalla. —Creo que
Sergio esperó a Marcela frente a la entrada del ascensor privado. Salieron juntos y el jaguar se dirigió por calles que Marcela no conocía, en donde convergía la zona comercial de uno de los barrios más costosos de la ciudad. Frente a su ventana afluían reposterías de coloridos y elaborados pasteles, tiendas de ropa con maniquies mejor vestidos que ella y servicios de spa para mascotas en los que estaba segura que usaban cremas diez veces más costosas que las que ella aplicaba a diario sobre su piel. —Cualquier cosa en esos negocios debe costar lo de un mes de trabajo, ¿no? —Sí, por eso nunca vengo. Prefiero ir más lejos y comprar todo en otros lugares. —Ajá, me vas a decir que no compras tu ropa en alguno de estos almacenes. Y cómo, si no te la pasas por acá, sabes que al salón que vamos a ir es frecuentado por actrices y modelos. —Los vestidos los compro en el centro, en una tienda que tiene como cincuenta años y maneja unos paños muy finos, pero co