De regreso a casa, con la cabeza apoyada contra la ventanilla del autobús sobre la que golpeaba la lluvia de una tarde gris, Estefanía se preguntaba cómo iba a decirle a Antonio que estaba embarazada. No lo quiso creer cuando vio el resultado de la primera prueba, que arrojó en el depósito de basuras del edificio. Lo hizo una segunda vez y el resultado fue el mismo, ¿a quién quería engañar? Era obvio que las pruebas no se equivocaban cuando el resultado era positivo. Aun así, fue al ginecólogo, para lo que debió hacer creer a Antonio que iría a una tarde de chicas con su amiga Marcela. El especialista se limitó a confirmarlo con una sonrisa que ella respondió como si fuese lo más maravilloso del mundo, y así debería ser si tan solo el padre de esa criatura, que la llamaría madre, fuera de él, y no de Sergio, el mejor amigo de su esposo. Pese al aguacero, se bajó mucho antes de su parada y tuvo suerte de tomar un taxi antes de quedar empapada.
—Avenida Séptima con calle 38, por favor —dijo al taxista.
Cuando el vehículo se puso en marcha, telefoneó a Marcela.
—Necesito verte, Marce.
—Claro, ¿vienes al apartamento?
—Ya estoy en camino. Llegaré en unos quince minutos.
—¿Está todo bien, Fani?
—Ahora te cuento.
Marcela no aguardó a que timbrara para abrirle la puerta y con una infusión de manzanilla en la mano, recibió a su amiga, pero Estefanía hubiese preferido cualquier cóctel con abundante vodka y así lo dedujo Marcela cuando la vio. Dejó la taza en la mesita del recibidor y la abrazó con fuerza. Se sentaron en el único sofá de la sala.
—Tengo un vino abierto.
—Y me lo tomaría entero, si pudiera.
No hizo falta una explicación.
—Estás embarazada.
Estefanía asintió, con desgana. Marcela se llevó las manos a la boca.
—No es de Antonio —dijo Estefanía antes de que su amiga lo preguntara.
—Entonces…
Más que una respuesta, Marcela esperaba una confirmación. Sabía lo que venía sucediendo entre Sergio y su mejor amiga.
—Estoy segura de que es de él.
—¿Fue en el último viaje?
Los encuentros entre Estefanía y Sergio empezaron cuando Antonio comenzó a ausentarse, cada vez con más frecuencia y por periodos más prolongados. Era un hombre trabajador, comprometido con su emprendimiento de coaching empresarial y por el que debía viajar a las instalaciones de sus clientes.
—Sí, hace tres semanas.
—¿No se cuidaban? Es que no…
—No sé, esa última vez de pronto no nos cuidamos, ya qué importa.
—¿Y cómo puedes estar segura de que no es de Antonio?
—Porque él regresó ayer. Estuvo casi un mes por fuera.
Fue Marcela la que bebió la manzanilla. Estefanía no quiso nada que no fuese alcohol.
—¿Sergio ya lo sabe?
—Claro que no. Tú y el ginecólogo son los únicos que lo saben. ¿Qué voy a hacer, Marce? Aconséjame.
—Y no has considerado…
—¡Ni se te ocurra decirlo!
—Bueno, no sé, pienso en voz alta, empieza la lluvia de ideas, ¿no?
Estefanía mordisqueaba la uña de su pulgar, en tanto Marcela daba pequeños sorbos a la taza.
—¿En tus historias no has incluido a una embarazada, que esté en mis circunstancias? —preguntó Estefanía.
—Creo que sí, espera recuerdo en cuál y qué le pasa, pero mientras venías, debiste pensar un millón de cosas, ¿no?
—Solo que debo decírselo a Antonio.
—Sé que va a sonar tonto lo que te voy a preguntar, pero, ¿por qué debes decírselo?
Estefanía miró a su amiga considerando si lo había preguntado en serio.
—¿Cómo que por qué? Es mi esposo y a él le hace una ilusión enorme ser padre. Siempre lo ha querido, pero yo se lo he pospuesto.
—Es que, ahora que empiezo a recordar, sobre lo que escribí para un relato, la chica de mi historia no le decía nada a él, porque se daba cuenta de que era mejor así.
—¿Cómo va a ser mejor? Me crecerá una panza del tamaño de este sofá, ¿voy a ocultarlo? ¿A mi esposo?
—Bueno, es que…
—Y pasados nueve meses, un día salgo del apartamento y, “¡Oh, querido, mira qué sorpresa! Que no era lo que comí ayer, sino un bebé. Lo he parido de camino acá”.
—No tienes que hablarme así, te estoy ayudando.
—Sí, ¿pero cómo esperas que me tome en serio esa propuesta?
—Es que no me has dejado terminar —Marcela dio el último sorbo a la infusión y dejó la taza sobre la mesa de centro, al lado del libro que estaba leyendo antes de la llamada de su amiga—. En la historia que te cuento, la chica no le dice nada a su marido, pero solo hasta que se le empieza a notar la pancita. Entonces sí se hace la prueba y claro, verifican que no es una obstrucción intestinal, sino un hijo. Ambos se alegran y como su esposo está tan feliz, ni siquiera hace los cálculos de las semanas que ella lleva embarazada. Es en lo último que piensa un hombre en esos momentos.
La uña del dedo pulgar de Estefanía salió de su boca.
—¿Crees que así sea?
—Bueno —Marcela levantó los hombros—, fue lo que puse en la historia y se me hizo verosímil.
—Pero cuando vayamos al ginecólogo, él sabrá cuántas semanas tengo, entonces Armando empezará a sospechar.
—Puede que sí, como puede que no, igual, digamos que cuando hagan la visita el médico te dice que tienes veinte semanas, Antonio hace cuentas y calcula que hace veinte semanas estuvo de viaje, algo que no creo que haga, pero supongamos lo peor.
—Sí, tengo que estar preparada.
—Si te dice algo, podrías decirle que, en tu cuenta, en realidad son veintiún semanas.
—¿Veintiún? ¿Por qué una más?
—Porque supongo que sí lo hicieron una semana antes de que estuvieras con Sergio, ¿o me equivoco?
Estefanía volvió a llevarse la uña a la boca, pensando.
—Tampoco estoy segura.
—Ahí está. Si tú no lo recuerdas, ahora que han pasado solo cuatro semanas, muchos menos él, dentro de seis u ocho más.
Estefanía empezaba a convencerse.
—Créeme, Fani. Los hombres no se dan a esos detalles y él querrá siempre creer que ese hijo que esperas, es suyo.
—Bueno, sí, hasta ahí está bien, ¿pero cuando el bebé nazca y no se parezca a mi esposo?
Antonio era blanco, de ojos azules y cabello castaño, mientras que Sergio era moreno, pelo negro y ojos oscuros, dos buenos amigos muy distintos en sus facciones.
—No sé, Fani, porque el primer hijo, por lo general, se parece mucho a su padre, más si es un varón. Puede que, si es una niña, sí tenga más rasgos tuyos.
El celular de Estefanía sonó. Era Antonio.
—Sí, todavía estoy donde Marce, pero ya voy de salida. Bueno, también te amo, te mando un beso.
Después de colgar, Estefanía suspiró. Cuánto no daría por un vodka. Miró a su amiga.
—¿Hasta que se me empiece a notar la panza?
—Hasta que se te note —respondió Marcela.
Antonio colgó el celular con la cabeza inclinaba, mirando al suelo. Luego giró la vista para contemplar a su esposa, sentada en el sofá mientras veía la televisión comiendo unas crispetas que apoyaba contra su prominente panza, de casi nueve meses. Estefanía no dijo nada, pero conocía los gestos de su esposo cuando estaba preocupado y por los surcos que arrugaban su rostro, sabía que lo estaba más de lo normal. Sus sospechas, de hacía algo más de un año, se estaban haciendo realidad.El emprendimiento de Antonio no marchaba bien y el dinero de su liquidación se estaba agotando. No era que fuese una gran conocedora de administración de empresas, pero su padre, y su familia en general, eran empresarios exitosos y algo sabía sobre los riesgos en los negocios, lo que ocurría cuando se gastaba mucho más de lo que ingresaba y que los planes de su marido a corto pla
—¿Se lo has dicho? —preguntó Marcela cuando Estefanía regresó a su apartamento, dos meses después de su primera visita al ginecólogo.—Como dijimos —contestó, tocándose la barriga—. Se lo diría cuando ya se me empezara a notar.Marcela hubiera querido reír y preguntar con la mayor de las algarabías, pero lo hizo en un tono que parecía más adecuado para un velorio.—¿Y qué dijo?Las lágrimas corrieron por las mejillas de Estefanía.—Está feliz, muy feliz. Me abrazó, me besó, me tomó como cien fotos en dos mil poses distintas. Llamó a su mamá y empezó a publicarlo en las redes.Las dos amigas se abrazaron.—Esta vez sí voy a recibirte la manzanilla.Marcela preparó la infusión en silencio, pasando
Sergio caminaba de un lado a otro por el pasillo, observado por Marcela, sentada sobre una silla plástica, al costado de un garrafón de agua vacío. Por momentos intercambiaban una mirada, pero al instante se evadían, solo para volverse a encontrar unos minutos después. Vieron a las enfermeras entrar con los gemelos y entonces volvieron a unir sus miradas.—¿Te parece si vamos por un café? —preguntó Sergio.Marcela asintió y tomaron juntos el ascensor, en silencio.La loción de Sergio impregnó el elevador. Era un hombre de casi dos metros, tan grueso que casi ocupaba la mitad del cubículo, reduciendo a su compañera a un costado, contra la pared. Mantenía la cabeza gacha, las manos juntas, el rostro de un niño que ha sido regañado por su padre después de una diablura. Marcela no sabía si compadecerlo o también reprocharle
Doña Estela, madre de Estefanía Alarcón, convenció a su hija, sin mucho esfuerzo, para que se quedara en su casa durante el primer mes del posparto.—Antonio está de acuerdo y me ha dicho que si tu lo estás, no ve ningún problema en que te pases ese primer mes con nosotros. En casa tendrás todos los cuidados y tu padre ha hablado ya con dos enfermeras privadas para que te asistan en la recuperación.Después del desmayo, Estefanía se recuperaba con satisfacción. Esperaba el alta del médico al día siguiente. Por su estado, no había podido amamantar a los gemelos, que debían ser alimentados con fórmula por una enfermera. Eso sí, desde esa noche dormirían en la habitación de su madre, junto con su abuela Estela, a quien habían adaptado un sofá cama después de que insistiera en que sería lo mejor para s
La madre de Estefanía terminaba de empacar la ropa de maternidad que su esposo había comprado para su hija y que les hubiera permitido vencer el tedio de la tarde, los mellizos acababan de comer y estaban dormidos cuando llegó Antonio. Saludó a su suegra, que salió de la habitación como un demonio que ha visto al sacerdote aproximarse, luego observó a los recién nacidos y besó a su esposa en la frente. Tenía el rostro de un día difícil. Se sentó a un costado de la cama.—¿Cómo te has sentido?—Mucho mejor. Mañana el médico debe darme el alta.—¿Hablaste con tu mamá sobre irte a pasar un mes en su casa?—Sí. Papá me compró ropa y otras cosas para este primer mes. Nos iremos apenas me den la salida.Pese al cansancio que doblaba sus hombros, Antonio se levantó y comenz
Pasó una semana desde el nacimiento de los mellizos, a los que todos empezaron a llamar como tales, cuando no se referían a ellos por sus nombres: Héctor y Marco, o el moreno y el rubio, como solía referirse a ellos el abuelo materno, el señor Ignacio Alarcón, un hombre que siempre calló sus sentimientos, del que se decía que no era capaz de llorar ante la muerte de cualquier de sus familiares, incluidas su esposa y su hija, pero sí cuando bajaban las acciones de la compañía o perdía su equipo de fútbol.—Lloran mucho, en especial el morenito —se quejaba don Ignacio cada que tenía oportunidad de oír llorar a sus nietos—. Por qué no traen a Valeria, que con tres hijos debe saber cómo hacerlos menos llorones.Se refería a su hija mayor, hermanastra de Estefanía e hijastra de doña Estela. También, siempre que
No se consideraba fea, más bien “genérica”, un 6, quizá un 7 para algunos. Un rostro común, de ojos oscuros, no muy expresivos, tampoco inexistentes, afeado tal vez por una nariz que no era grande, pero le parecía desproporcionada para su rostro, que era más bien pequeño y ovalado. Su fuerte no era el busto. Si se ponía un saco grueso, lo hacía desaparecer y solo se percibía con una camiseta de lycra. Consideraba que las gafas no le beneficiaban, pero no tenía otra opción si quería ver porque era alérgica a los lentes de contacto y le aterraba la idea de operarse los ojos (además que el costo no se lo cubría su seguro) y aunque no tenía el cuerpo de esas mujeres que representaban a las tiendas deportivas Venus Fitness, con las que Sergio estuvo reunido por dos horas, era delgada; estaba casi seis kilos por debajo de su peso ideal (seg&uacut
La vida en casa de su madre se había hecho de una monotonía enfermiza, o así lo percibía Estefanía. Los mellizos se despertaban a las 6:30, comían y se volvían a dormir a las 7:30. Ya también levantada, se dedicaba a ver el show matutino hasta las nueve, cuando los mellizos volvían a reclamar sus pechos o biberones, según quién la estuviera acompañando. Los bañaba y dejaba listos, para que se volvieran a dormir, a las once. Tomaba una merienda en el jardín con su madre, entonces hablaban sobre los chismes de las amigas de ella, los de las vecinas, los de alguna conocida. Llegaba el mediodía y almorzaban. Los mellizos lo hacían a las dos y se quedaban despiertos durante su paseo en carriola, que se prolongaba hasta las 3:30. Volvían a dormir y la madre veía alguna novela de la tarde hasta las seis, hora en que llegaba Antonio y, como la estatua de mármo