—¿Se lo has dicho? —preguntó Marcela cuando Estefanía regresó a su apartamento, dos meses después de su primera visita al ginecólogo.
—Como dijimos —contestó, tocándose la barriga—. Se lo diría cuando ya se me empezara a notar.
Marcela hubiera querido reír y preguntar con la mayor de las algarabías, pero lo hizo en un tono que parecía más adecuado para un velorio.
—¿Y qué dijo?
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Estefanía.
—Está feliz, muy feliz. Me abrazó, me besó, me tomó como cien fotos en dos mil poses distintas. Llamó a su mamá y empezó a publicarlo en las redes.
Las dos amigas se abrazaron.
—Esta vez sí voy a recibirte la manzanilla.
Marcela preparó la infusión en silencio, pasando de la cocina al comedor sin mirar a Estefanía que, sentada en el pequeño sofá, observaba la calle sin ver hacia nada en particular. Pasó la taza a su amiga.
—¿Has hablado con Sergio?
Los ojos de Estefanía se enfrentaron a los de Marcela, que temió haber preguntado algo indebido, pero enseguida se tranquilizó.
—Nos volvimos a ver, unos días después.
—¿En su piso?
—No, ya no vive allí. Ha sacado un loft espectacular. Ahora le está yendo bien, muy bien, de hecho.
—Entonces él ya lo sabe.
Estefanía inclinó la cabeza y Marcela pudo imaginar lo que había sucedido en ese encuentro. Quizá se lo dijo después del sexo.
—Entre todas las llamadas que hizo, Antonio sacó una cita, con el mismo ginecólogo que ya me vio.
Marcela se llevó las manos a la boca.
—¿Qué vas a hacer? Seguro y te saluda preguntándote por qué no habías vuelto a un control, o algo así. Tienes que estar preparada. Llámalo antes…
—No seas melodramática —dijo Estefanía, cortando a su amiga—. Ya hablé con él, ahí mismo, Antonio me lo pasó. Creo que sabe o sospecha lo que puede estar pasando, porque solo me felicitó, como si también se acabara de enterar.
—Debe ser que se enteran de muchos casos así en su profesión.
A Estefanía no le gustó el tono que empleó Marcela en su comentario. Fue como si la tratara de forma condescendiente, pero no dijo nada. Era su amiga y la estaba ayudando.
—Creo que fue cosa de Sergio. Cuando le conté, también mencioné el nombre del médico. Pudo ser que él le habló antes. No estoy segura.
—Me imagino que Antonio querrá saber el sexo del bebé, para eso la cita.
Estefanía asintió.
—No sé si ya pueda saberse, pero necesito empezar los controles. Después de toda su emoción, Antonio empezó a preguntarme por el tiempo, pero como dijiste, los hombres nunca llegan a entender de esas cosas, a menos que sean médicos. Le hubiera podido decir que tenía cien o dos semanas, no le prestó atención.
La alusión provocó una sonrisa a Marcela, la única de esa tarde. Después supo el sexo del bebé por una publicación en F******k, que comentó con un montón de corazoncitos. Vio que Sergio también un comentario de Sergio, felicitando al supuesto padre. Pensó que, siendo un varón, con seguridad tendría los rasgos de su progenitor. Cerró la laptop y se sintió tranquila por no estar en los zapatos de su mejor amiga.
El dolor fue demasiado fuerte y de no haber estado acompañada en ese momento, Estefanía hubiera podido morir, desangrada. En su mente los sucesos de caminos al hospital fueron disparejos, visiones que eran como relámpagos que se sucedían sin ningún orden o secuencia. Rostros deformados de personas a las que entregaba su vida, a las que se sentía entregada sin condición. Luces que se prendían y apagaban, sonidos indescifrables, un torbellino de ruidos y sensaciones de dolor, calma, angustia y, finalmente, paz. Fue el pitido, reiterativo, constante y prolongado de los aparatos médicos a los que estaba enchufada el que la devolvió, con la lentitud de un despertar que parecía prolongarse en el tiempo, a la consciencia. Aun tardó, sin saber cuánto, quizá un día completo, en rememorar lo que había ocurrido, dónde estaba y qué le había pasado. Todavía pudo ver algunas imágenes familiares, rostros que creía conocer, pertenecientes a un pasado remoto, disueltos en el recuerdo, que se sucedían entre sí. Algunos la observaban, la mayoría pasaba de largo y no a todos los distinguió. Cuando llegó a recordar, dos grandes lágrimas empañaron sus ojos sin que pudiera hacerlas resbalar. Estuvieron posadas hasta que tuvo la fuerza suficiente para girar el rostro. Solo entonces rodaron y pudieron dar paso a otras más.
—Bebé, bebé —decía una voz que se le hizo tan lejana que casi creía no oírla en verdad. Se repitió hasta que adquirió un rostro, uno que sabía conocido y que, en vez de alegría, sintió que le estrujó el corazón. No tardó en saber por qué.
Creyó decir «Antonio».
—Tranquila, no te muevas. Todo está bien, bebé. Descansa.
El rostro se alejó y regresó con otro, del todo desconocido. Era uno de aquellos a los que se había entregado en una época que se le hacía tan lejana que casi creyó que había sido parte de otra vida. Hizo caso a quien creyó llamar Antonio y descansó.
Cuando volvió a la consciencia, estaba oscuro. Tuvo fuerzas para mover el cuello. Entonces vio diminutos halos de luz, unos oblicuos, otros delgados y horizontales, uno más deformado por la oscuridad que lo tragaba. En medio de aquel distinguió una silueta a la que reconoció de inmediato: mamá. Quiso gritar, pero las fuerzas le fallaban. El aire no acudía con a sus pulmones, no le llenaban el pecho lo suficiente para exhalar una palabra tan simple, de solo dos sílabas. Creyó que gritaba, pero fue una ilusión. Lo supo porque aquella figura apenas visible no se movió. Debió esperar, esta vez solo dormitó un poco, hasta sentir que podía hacerlo. Cuando creyó que lo conseguiría, vio entrar a una enfermera y sus miradas se encontraron.
—Ya empieza a estar mejor.
La voz de la recién llegada despertó a mamá, que se levantó como si nunca hubiera estado postrada en la ridícula posición a la que la doblegó el sueño.
—Llamaré al doctor —dijo la enfermera.
—Por favor, señorita. No se demore.
Las miradas de madre e hija se encontraron.
—¿Cómo te sientes?
No. Se había equivocado. Todavía no alcanzaba a abrir los labios. Debió usar toda su energía para inclinar la cabeza, con levedad.
—Ya eres mamá. No están aquí, porque todavía estás muy débil. Preguntaremos al doctor cuándo puedes verlos.
¿Verlos? ¿A quiénes?
La duda debió aflorar en sus ojos, porque su madre contestó de inmediato.
—Son dos hermosos gemelos. Ya sé, a todos nos sorprendió, por igual. En el último minuto, se pelearon por cuál de los dos salía primero y de ahí que te hubieran generado un fuerte sangrado. Pero ya estás bien, fuera de peligro. Ahora solo concéntrate en ti, en salir adelante y recuperarte para esos dos hijos que te esperan.
Las lágrimas volvieron y esta vez fue la mano de su mamá quien se las limpió. Después vio entrar al médico y entonces se sintió muy débil. Volvió a quedarse dormida.
Cuando despertó, lo hizo sin abrir los ojos. Venía escuchando, primero en sueños, luego con la certeza de que eran reales, dos voces familiares a las que le costó identificar. También después supo quiénes eran. Cuchicheaban.
—…, pero, entonces, ¿crees que sospecha algo? —era una voz masculina.
—Es imposible saberlo. Actúa como si nada hubiera pasado —respondió una voz femenina.
—¿Actúa, dices? ¿Crees que lo actúa?
—Ya te digo, no sé.
—No se me ha ocurrido nada, ¿puedes creerlo?
—Sobre por qué…
—Claro. Sobre eso. ¿No te ha preguntado nada?
—Ya te dije. No, no lo ha hecho. Solo está con los bebés y con su suegra. Su mamá está por venir. No sé más.
—A mí tampoco me ha dicho mucho. Solo un gracias, pero tan… no sé, simple. Es como si lo supiera, creo que al menos lo sospecha.
Silencio. Escucharlos no la tranquilizó, al contrario, la regresaba a su realidad. Las fuerzas llegaban, ahora sí estaba segura que, de querer hablarles, podía hacerlo. Pero ahora no quería y deseaba que solo se marcharan, que desaparecieran. Su presencia, escuchar sus pasos, su respiración, que se pasaran la mano por el cabello o estiraran la camisa la enfermaba, los quería fuera, ojalá y para siempre. A ella, porque sabía su secreto y a él, porque era el secreto. Escuchó la puerta y alguien que les decía que debían salir. Se sintió aliviada, pero fue momentáneo. En seguida oyó el inconfundible taconeo de su madre.
—Hija, ¿todavía duermes?
No había manera de engañarla. Si lo preguntaba, era porque la sabía despierta. Abrió lo ojos.
—Encargué a las enfermeras que trajeran a los bebés, para que los veas. El doctor estuvo de acuerdo en que eso te ayudará a recuperarte, es un excelente médico. Tu padre está afuera, ¿quieres que pase?
—Antonio —estaba en lo cierto, ya podía empezar a hablar, aunque esa sola palabra la dejó agotada.
—Llegará más tarde. Te estuvo velando por dos días, ya necesitaba una ducha y cambiarse de ropa. Le diré a tu papá que primero verás a los niños. Son tan hermosos. Intenta no quedarte dormida, entrarán en cualquier momento.
Estefanía nunca había conseguido descifrar a su madre. Cuando creía haberlo logrado, siempre la sorprendía. Creyó que la había engañado cuando coló a su primer novio en el cuarto, un momento incómodo en que el su madre entró a la habitación y ella lo escondió a él bajo las cobijas de su cama. Al no decir nada por varios días, Estefanía creyó haberse salido con la suya, pero en el momento menos pensado, en medio de un almuerzo familiar, su madre comentó el suceso:
—¿No es ese Pedrito, al que tenías escondido bajo las mantas de su cama?
Las miradas de primos, tíos y amigos de la familia consiguieron abochornarla más que si hubiese salido desnuda a saludarlos a todos.
Pasados unos años y convencida de que no sería burlada una vez más, Estefanía creyó haber deducido que su madre era consciente de que ya estaba teniendo relaciones sexuales. Se adelantó a la burla familiar y delante de los invitados a la renovación de votos de sus padres (al menos doscientas personas), tomó el micrófono de manos de un tío y dijo: “Mamá, sé que lo sabes, así que, antes de que lo digas, quiero ser yo quien le diga a todos que este condón lo tuve ayer entre mis piernas”. Seguida de las risas, supo que se había humillado a sí misma cuando vio la cara desencajada de su progenitora.
Fueron tantas las experiencias bochornosas que, a sus veintiocho años, Estefanía se convenció de que jamás lograría leer a su madre y era este, quizá, el momento en que más hubiera querido poder hacerlo, pero ella seguía siendo tan inescrutable que se sentía como una pulga enredada en la tela de una tarántula.
—Voy a ver qué ha pasado. ¿Por qué no traen a los gemelos?
—Mamá…
—Dime, querida.
En verdad, era una gorgona que la petrificaba con su mirada.
—Gracias.
—A ti, mi hermosa. Me has hecho abuela de dos adorables nietos. Espera a verlos.
No tuvo que salir. Cuando se aproximaba a la puerta, esta se abrió y bajo el dintel pasaron dos enfermeras, cada una con un recién nacido entre sus brazos.
Solo hasta ese momento, Estefanía se percató de que no veía bien y le costó distinguir entre los dos minúsculos bulticos que las enfermeras sostenían casi sobre sus pechos. Los dos estaban envueltos en mantas azules, cubiertos por un gorro aguamarina idéntico del que apenas asomaban unas caritas sonrosadas, precedidas de unos minúsculos deditos que parecían buscar en qué aferrarse. Las enfermeras los acercaron a su madre hasta casi habérselos dejado en el regazo, pero ella no tenía siquiera fuerzas para levantar sus brazos y apenas sí pudo inclinar la cabeza para verlos. Se sintió mareada cuando los reconoció y recordó las palabras de Marcela: “El primer hijo, por lo general, se parece mucho a su padre, más si es un varón”. No pudo resistirlo. Su mundo se apagó junto con la imagen de sus hijos.
Sergio caminaba de un lado a otro por el pasillo, observado por Marcela, sentada sobre una silla plástica, al costado de un garrafón de agua vacío. Por momentos intercambiaban una mirada, pero al instante se evadían, solo para volverse a encontrar unos minutos después. Vieron a las enfermeras entrar con los gemelos y entonces volvieron a unir sus miradas.—¿Te parece si vamos por un café? —preguntó Sergio.Marcela asintió y tomaron juntos el ascensor, en silencio.La loción de Sergio impregnó el elevador. Era un hombre de casi dos metros, tan grueso que casi ocupaba la mitad del cubículo, reduciendo a su compañera a un costado, contra la pared. Mantenía la cabeza gacha, las manos juntas, el rostro de un niño que ha sido regañado por su padre después de una diablura. Marcela no sabía si compadecerlo o también reprocharle
Doña Estela, madre de Estefanía Alarcón, convenció a su hija, sin mucho esfuerzo, para que se quedara en su casa durante el primer mes del posparto.—Antonio está de acuerdo y me ha dicho que si tu lo estás, no ve ningún problema en que te pases ese primer mes con nosotros. En casa tendrás todos los cuidados y tu padre ha hablado ya con dos enfermeras privadas para que te asistan en la recuperación.Después del desmayo, Estefanía se recuperaba con satisfacción. Esperaba el alta del médico al día siguiente. Por su estado, no había podido amamantar a los gemelos, que debían ser alimentados con fórmula por una enfermera. Eso sí, desde esa noche dormirían en la habitación de su madre, junto con su abuela Estela, a quien habían adaptado un sofá cama después de que insistiera en que sería lo mejor para s
La madre de Estefanía terminaba de empacar la ropa de maternidad que su esposo había comprado para su hija y que les hubiera permitido vencer el tedio de la tarde, los mellizos acababan de comer y estaban dormidos cuando llegó Antonio. Saludó a su suegra, que salió de la habitación como un demonio que ha visto al sacerdote aproximarse, luego observó a los recién nacidos y besó a su esposa en la frente. Tenía el rostro de un día difícil. Se sentó a un costado de la cama.—¿Cómo te has sentido?—Mucho mejor. Mañana el médico debe darme el alta.—¿Hablaste con tu mamá sobre irte a pasar un mes en su casa?—Sí. Papá me compró ropa y otras cosas para este primer mes. Nos iremos apenas me den la salida.Pese al cansancio que doblaba sus hombros, Antonio se levantó y comenz
Pasó una semana desde el nacimiento de los mellizos, a los que todos empezaron a llamar como tales, cuando no se referían a ellos por sus nombres: Héctor y Marco, o el moreno y el rubio, como solía referirse a ellos el abuelo materno, el señor Ignacio Alarcón, un hombre que siempre calló sus sentimientos, del que se decía que no era capaz de llorar ante la muerte de cualquier de sus familiares, incluidas su esposa y su hija, pero sí cuando bajaban las acciones de la compañía o perdía su equipo de fútbol.—Lloran mucho, en especial el morenito —se quejaba don Ignacio cada que tenía oportunidad de oír llorar a sus nietos—. Por qué no traen a Valeria, que con tres hijos debe saber cómo hacerlos menos llorones.Se refería a su hija mayor, hermanastra de Estefanía e hijastra de doña Estela. También, siempre que
No se consideraba fea, más bien “genérica”, un 6, quizá un 7 para algunos. Un rostro común, de ojos oscuros, no muy expresivos, tampoco inexistentes, afeado tal vez por una nariz que no era grande, pero le parecía desproporcionada para su rostro, que era más bien pequeño y ovalado. Su fuerte no era el busto. Si se ponía un saco grueso, lo hacía desaparecer y solo se percibía con una camiseta de lycra. Consideraba que las gafas no le beneficiaban, pero no tenía otra opción si quería ver porque era alérgica a los lentes de contacto y le aterraba la idea de operarse los ojos (además que el costo no se lo cubría su seguro) y aunque no tenía el cuerpo de esas mujeres que representaban a las tiendas deportivas Venus Fitness, con las que Sergio estuvo reunido por dos horas, era delgada; estaba casi seis kilos por debajo de su peso ideal (seg&uacut
La vida en casa de su madre se había hecho de una monotonía enfermiza, o así lo percibía Estefanía. Los mellizos se despertaban a las 6:30, comían y se volvían a dormir a las 7:30. Ya también levantada, se dedicaba a ver el show matutino hasta las nueve, cuando los mellizos volvían a reclamar sus pechos o biberones, según quién la estuviera acompañando. Los bañaba y dejaba listos, para que se volvieran a dormir, a las once. Tomaba una merienda en el jardín con su madre, entonces hablaban sobre los chismes de las amigas de ella, los de las vecinas, los de alguna conocida. Llegaba el mediodía y almorzaban. Los mellizos lo hacían a las dos y se quedaban despiertos durante su paseo en carriola, que se prolongaba hasta las 3:30. Volvían a dormir y la madre veía alguna novela de la tarde hasta las seis, hora en que llegaba Antonio y, como la estatua de mármo
“Pasar entre nosotros”. Se repetía esa frase con insistencia mientras veía la ciudad deslizándose por el vidrio del jaguar de Sergio. Las piernas le temblaban. ¿Había ya “un nosotros” en la consciencia de Sergio? El apartamento no estaba muy lejos de la exclusiva zona de oficinas en la que trabajaban, subiendo por una calle en que estaban los aún más exclusivos apartamentos de las familias más acomodadas, y poderosas, del país. Solo una vez había pasado frente a esas verjas de grandes mansiones y condominios, cuando, junto con Estefanía, asistieron a la fiesta de un compañero de clase de ella en la universidad. La casa a la que entró la dejó deslumbrada, preguntándose cómo era posible que alguien viviera entre tanto lujo en su cotidianidad. Una casa de tres pisos con algo más de veinte habitaciones, un salón de fiestas, otro de juegos,
Había accedido a que Estefanía permaneciera el primer mes del posparto en casa de su suegra porque temía a su poderoso suegro, esa era la verdad. Le había temido desde el momento en que lo vio, cuando, en aquella fiesta universitaria, lo vio llegar con dos de sus escoltas para llevarse a su niña de ojos azules. También, en ese momento, Antonio empezó a fijarse en ella.—Su padre nunca la deja divertirse —dijo Sergio al joven con el que llevaba hablando sobre fútbol, mujeres y videojuegos por más de una hora.—¿La conoces? Es una belleza.—Está en mi curso de administración. Pero cuidado. Es tan bella como peligrosa.—¿Qué quieres decir? Suena a una de esas frases de las telenovelas.—Bueno, sí, como tu digas, amigo, pero es la verdad —Sergio tomó un trago del aguardiente en tetra-pak que hab&iacut