Cincuenta y uno

Enero, 2010

La abogada habla con mi tía, aquella tía de la que escasas veces oí hablar y jamás vi. Llegó un día después de la catástrofe, me impresionó la rapidez con la que se presentó. Mamá apenas hablaba, pero creo que mi tía entendió que estábamos en una situación fatídica. Aquella madrugada los policías y demás gente imponente nos hicieron incontables preguntas. Mamá entró en un extraño estado que me provocó más dolor del que alguna vez presencié, fue como sentir mil agujas clavarse en mi pecho y quemarse repentinamente, fue como perder la cordura por un segundo y recuperarla en la siguiente respiración. Pero mamá no la recuperó.

Las siguientes horas fueron un remolino de incertidumbre y miedo, más que nada miedo. No supe qué ocurrió exactamente con mamá, pero nadie me decía nada. Durante mucho tiempo estuve sentada en una incómoda silla viendo entrar y salir gente, un guardia acompañándome siempre.

Me quedé dormida. Cuando una mujer de facciones duras y ojos analíticos me desper
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