Pecado Original
Pecado Original
Por: Anaell Ianes
Dudas

Finalmente lo tenía todo, el dinero, la posición, los bienes. Les arrebató todo, saldó las cuentas y no sabía porque ahora sentía ese vacío en la boca del estómago.

-¡Ese condenado "sacerdote", me está haciendo dudar otra vez! - Pensó Katrhyn con rabia. Miró a su alrededor, las cortinas blancas, los vidrios transparentes, la ciudad ahí debajo bulliciosa como siempre. La gente se veía como hormigas pequeñitas y apuradas y en su mente se formó la imagen de cómo son fácilmente aplastadas por las suelas de los zapatos. Así como ella había hecho con sus enemigos y a pesar del nudo en el estómago se le dibujó un sonrisa.

Un golpe en la puerta la hizo salir de sus pensamientos. - Pasa - dijo y su secretaria entró con una bandeja con café. Lo dejó sobre la pequeña mesita junto al gran sillón, como era habitual, hizo un leve gesto con la cabeza y salió. Así se manejaban sus empleados con ella, no le temían, sino que les inspiraba un profundo respeto, casi reverencial. Y se lo había ganado a base de trabajo duro y dedicación, ningún "sacerdote" de parroquia la haría dudar de eso. Pero el sacerdote de parroquia si lo estaba logrando.

De haber sabido que esto sucedería nunca se hubiese involucrado directamente con la asistencia que la pequeña parroquia de su ciudad brindaba a los más desvaforecidos. Pero ella había estado ahí, había pasado las inclemencias de dormir a cielo abierto sin abrigo, el dolor del hambre, el desdén de los que pasan y solo observan. Sentía que ahora podía marcar la diferencia, al menos un poco, en aquellos que estaban en esa situación.

Se sentó en su sillón y acarició levemente uno de sus apoya brazos, era suave como lo sería todo en su vida de ahora en más. Suave y pulcro. Estiró la mano y tomó la taza de la mesita y de inmediato el aroma del café invadió sus sentidos. Café negro, sin crema, leche o azúcar, así se había acostumbrado a tomarlo. Pero no por decisión propia, sino que adquirió el hábito por necesidad cuando recién comenzaba a abrirse paso. No le alcanzaba más que para eso. El sacerdote lo tomaba de la misma manera. -Ay, por Dios!. - Exclamó y estaba vez si estaba enojada. Dejó el café nuevamente en la mesita y se paró.  

-Ese sacerdote me persigue como una sombra ¿porque no puedo sacarlo de una vez de mi cabeza? Ya debe estar en su nueva parroquia en... ¿Dónde era? ¿Salcedo?... Bueno, no me interesa! - Quizá si lo decía en voz alta podría convencerse a sí misma, pero no podía siquiera engañarse lo suficiente para creerlo. El Padre William estaba por completo metido en su sistema.

Su propia incredulidad hizo que se enojara aún más, caminó hacia su escritorio y levantó el teléfono. -Cecil, averigua a que parroquia de Salcedo enviaron al Padre William Antón. Utiliza todos los recursos que necesites y avísame en cuanto tengas novedades por favor. Si, gracias. - Colgó el teléfono y regresó al mismo lugar junto a la ventana en el que estaba. Comenzaba a aparecer el invierno, podían verse los árboles del parque desnudos de hojas mecerse con el viento y las nubes grises amenazando detrás de los altos edificios y a pesar de que en su oficina la termperatura era más que agradable cuando exhaló el aire de sus pulmones se sentía frío.

William Antón había llegado a la ciudad dos años atrás como ayuda al viejo sacerdote que llevaba décadas en la parroquia. Lo cierto es que el Padre Michael estaba a punto de retirarse de la vida activa de la Iglesia, ya tenía problemas y achaques propios de sus 76 años. Se había convertido en un miembro muy querido de la comunidad, ayudaba a quién se lo pidiera y siempre trataba de devolver al camino a aquellos descarrilados. No fue sorpresa cuando el Padre William llegó a las puertas de la parroquia, la carta de la diócesis había sido recibida una semana antes.

A sus 40 años, Wiliam ya llevaba 10 años de sacerdocio. Eso decía su perfil. Se ordenó tarde pero no significaba que no fuera un sacerdote devoto e integrado por completo a la vida eclesiástica. Su nombre hacía que uno recordara títulos nobiliarios, un tipíco nombre inglés que muchos reyes llevaron. Y sin dudas su porte era digno de su nombre. El cabello negro corto, los ojos grandes y brillantes y una sonrisa que robaba suspiros entre sus feligresas. Además, exudaba esa aura de solemnidad y elegancia a pesar de la negra sotana. Era de esos hombres reservados pero que su sola presencia genera una fuerza de atracción propia, como la gravedad de la tierra atrayendo la luna. Tanto mujeres como hombres sentían esa gravedad al acercarse a su atmósfera, querían hablar con él, verlo de cerca.

Lo cierto es que no era atractivo en el estricto sentido de la palabra, pero tampoco era incomodo de ver. Al contrario, uno podría quedarse viéndolo directo al rostro lo que durarán sus misas. Eran sus gestos, los pequeños movimientos que hacía con el ceño, la expresión de emoción que se reflejaba en sus ojos o las imperceptibles sonrisas que hacían que la comisura de sus labios generara expectativas. Era elegante por naturaleza, de movimientos firmes llenos de confianza. Hasta cuando secaba sus grandes manos después de asistir un bautizo parecía un pequeño ritual sincronizado. Y la confianza con la que realizaba hasta las cosas más insignificantes y rutinarias era su gran atractivo. La confianza inspira seguridad y eso era lo que encontraban en él sus feligreses.

Eso fue lo que Kathryn encontró en él, seguridad, confianza e inevitablemente fue atraída por su gravedad como el resto. Pero ahora se negaba a reconocerlo, no quería que este sacerdote de cabello negro y sonrisa amplia la persiguiera con sus palabras por el resto de su vida. No tenía tiempo para esto, para distraerse de sus objetivos, para dudar de sus pasos porque el costo sería muy alto y ella no iba a renunciar a sus logros ni por esas palabras ni por ese sacerdote. 

Estaba decidida. Contra su buen juicio buscaría a William, aclararía las cosas y podría continuar su vida como la tenía planeada. No podía detenerse ahora porque su consciencia hubiese mutado hasta convertirse en la voz de ese sacerdote que le susurraba dentro de su cabeza. Nadie tuvo reparos por ella, nadie sintió remordimientos, nadie le tendió una mano o estuvo para consolarla cuando estuvo a punto de perdelo todo; lo que había logrado lo hizo por su propia cuenta. Cada victoria estaba cimentada en sus lágrimas, el desapego, el dolor y la angustia y las raíces ya estaban demasiado profundas. Solo le faltaba deshacerse de este "pequeño problema" que la acosaba permenentemente y que plantaba la semilla de la duda en su interior. No importaba que fuera una semilla del tamaño de un grano de arena, ahí estaba molestándola y debía eliminarla. 

Su teléfono sonó, era Cecil. -Señora, no he podido localizar al Padre Antón. No se encuentra en Salcedo y por lo que me dijeron tampoco está en ninguna parroquia de España.-

¿Cómo era posible? Ella misma habló con él por teléfono cuando se despidió de un día para el otro y simplemente le dijo que lo habían asignado de manera urgente a Salcedo. ¿Qué estaba sucediendo?

-¿Cómo que no está en España? Corrobóralo de nuevo, Cecil. No es posible.-

¿Qué estaba sucediendo? Él no pudo mentirle ¿o si?. Quizá a último momento cambiaron su destino y lo enviaron a otro pías. Tal vez se enteraron de lo que había sucedido y decidieron sacarlo de la iglesia. No, de haber sido el caso ella sería la primera en enterarse.

William siempre tuvo ese velo imperceptible sobre él, como si algo más se escondiera debajo de su carisma y su sonrisa. Algo misterioso que Kathryn atribuyó a una lucha interna que cuando salía a la superficie se transformaba en una tormenta que arrasaba con todo. Esa docilidad y amabilidad que parecían romperse y dejaban paso a lo más oscuro que llevaba dentro. Ella fue testigo directa de ese rompimiento. Pero no, había otra cosa ahí agazapada que nunca pudo saber a ciencia cierta que era.

Media hora más tarde Cecil volvió a llamar a la puerta y cuando entró su cara de preocupación lo decía todo.

-¿Pudiste averiguar algo? - Le preguntó Kathryn ya mostrando un poco de nerviosismo.

-No, señora. Llamé a nuestro contacto en el gobierno y este se comunicó con la embajada de España, por eso demoró un poco más. Ratificaron con las autoridad de la Iglesia allí que ningún Padre William Antón está, estuvo o debería estar al frente de una porroquia o cualquier otra dependencia. -

Las alarmas comenzaron a sonar en su cabeza. Se sentó detrás de su escritorio y solo miró el piso por unos segundos que a Cecil se le hicieron interminables.

-Muy bien, no te preocupes. Mañana iré yo misma a la parroquia a hablar con el Padre Michael sobre esto. Seguramente él tiene más información. Tiene que saber donde está William... Puedes irte a casa, Cecil, yo lo haré en un rato.-

Cuando salió a la entrada del edifcio a las 5 en punto el auto ya estaba esperándola. Definitivamente el invierno había llegado y la lluvia comenzaba a amenazar. En la calle de enfrente vio a dos jóvenes sentadas en las mesas exteriores de un restó tomando algo, recordó el café que dejó se enfriara sobre la mesita y de repente la imagen del Padre William volvió a su cabeza. Pensando en dónde estaría él subió al auto, quizá si hubiera observado por unos segundos más habría notado al hombre de traje oscuro y gafas sentado detrás de esas dos jovencitas, observándola.

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