El despertador sonó a las 6:30 de la mañana, como todas las mañanas. Pero esta se percibía diferente. Al apagar la alarma, Kathryn sintió una pesadumbre en el cuerpo como hacía mucho no le sucedía. Incertidumbre, pena, desazón. Ya habían pasado algunos años desde que su única preocupación eran asuntos de la empresa y de un día para el otro no podía pensar en nada más que en un hombre.
¿Cómo la sacó tan facilmente de su enfoque diario? Su meta en la vida ya la había conseguido y estaba yendo a pasos firmes por su propio camino. Y él apareció para poner todo patas arriba. La máquina de café hizo un pitido avisándole que ya estaba listo. Pero al acercarlo a su boca el aroma le produjo nauseas, para una adicta al café como ella eso era una clara señal de que todo su equilibrado y detallado sistema se estaba desmoronando y comenzaría a mal funcionar si no tomaba cartas en el asunto y lo detenía.
Se duchó y se vistió. Mientras se maquillaba recibió la llamada matutina de Paul.
- Buen día, Kathryn. ¿Todo bien- A las 7:30 puntual como siempre.
- Buen día, Paul. ¿Qué tenemos para hoy? -
-No respondiste anoche. –
-Lo siento. –
Paul hizo una pausa. Aunque ella no dijera nada, él sabía bien lo que le sucedía. Lo observó desarrollarse cada día y estaba agradecido porque William se hubiera desvanecido, su Kathy no lo necesitaba. Y nadie mejor que él conocía todas y cada una de sus necesidades. Durante décadas estuvo al pendiente de ellas, todos sus movimientos, como pensaba Kathryn, cuál sería la próxima movida que haría.
-No pasa nada. El coche ya está esperándote abajo. Estaré en la oficina, a las 12 nos reunimos con el gerente de Princo y a las 15 está la presentación de la nueva línea de venta online. –
-Está bien, ya bajo. Gracias Paul. –
No le dijo que iría a ver al Padre Michael esa mañana y no supo por qué, siempre le comentaba lo que haría durante el día para que él pudiera disponer de un auto o una reserva en algún restaurante. Esta visita y conversación o, mejor dicho, interrogatorio, que tendría con el Padre la sentía muy personal. Al grado tal de no querer compartirla con nadie, de todas maneras, sabía que Paul se enteraría.
Se miró al espejo por última vez. El cabello cobrizo que comenzaba a mostrar alguna cana, los ojos apenas rasgados color avellana y la altura de su padre. No pudo detener su recuerdo, aunque era muy pequeña cuando murió todavía tenía presente su rostro. Amable, abierto, siempre feliz. Y la invadió una fuerte sensación de congoja que se sumaba a lo que ya estaba padeciendo por William.
Albert Harrison había sido chófer de Josh Withehouse cuando apenas ambos alcanzaban los 20 y tantos años. Y entre ambos se forjó una amistad inesperada entre empleado y jefe, misma que ella desarrollaría después con Paul. Más tarde, al dúo, se sumaría la madre de Kathryn, Sanren.
Sanren, de risa ruidosa y cabellera negra y lacia, apareció un día en la casa de los Withehouse como una mucama más y pronto hizo mella en la vida de los dos hombres. Eran un trío como nadie había visto, aunque Josh era el jefe y los otros sus empleados, quizá la cercanía de edades o la soledad que el heredero Withehouse abrigaba hizo que de inmediato conectaran. No era extraño verlos por las noches recorriendo la ciudad o cenando en algún lugar de moda. El cariño era sincero.
Y de repente Albert y Sanren llevaron la amistad un nivel más arriba, pero esto no los alejó de Josh. Lo que los alejó fue Rebecca Berkeley, su prometida. Al parecer no le gustaba que su futuro esposo fraternizara con los empleados y se lo reprochaba siempre que podía. Pero en el fondo el verdadero problema eran los celos hacia Sanren. A pesar de que ella estaba a punto de casarse con Albert siempre la vio como una rival, por qué Rebecca creía que Josh estaba enamorado de la novia de su amigo. Y lo creería toda la vida.
Cuando fue el momento de comenzar una vida juntos, Albert y Sanren decidieron que lo mejor sería mudarse a las afueras de la ciudad donde todavía podía verse el verde de los campos. Esto le causó una gran pena a su amigo, pero entendió que los tórtolos necesitaban su propio lugar y su propio camino. Rebecca lo festejó en silencio.
Albert comenzó entonces a trabajar en una sucursal pequeña de la empresa que estaba a poco más de 30 minutos de la ciudad. Seguían en contacto con su ex jefe casi a diario por teléfono, pero ya no se veían tan seguido. Volvieron a reunirse el día que nació el primer hijo de Josh, Peter y luego unos años más tarde cuando Kathryn llegó.
Una tarde en la que fueron en coche a recoger a su hija de la escuela un conductor se quedó dormido en el carril contrario y perdió el control de su vehículo. Ambos fallecieron en el acto dejando a la pequeña Kathy de sólo 7 años con los familiares de Sanren, quienes la aceptaron a regañadientes ya que, al igual que a su madre, la consideraban una “mestiza”. Una familia muy conservadora de origen asiático a la que le costaba abrazar las nuevas épocas y los cambios.
El espejo le devolvió la imagen de sus ojos a punto de llorar recordando a su padre y se dijo a sí misma que no era el momento, que debía hablar con el Padre Michael. Así que se fortaleció como pudo, tomó su bolso y bajó hasta la calle. Ya en el coche asumió su rol como Withehouse y por llamadas telefónicas empezó a impartir las órdenes del día.
Paul no tocó a su puerta hasta las 9 de la mañana. Le traía documentos que necesitaban su firma y mientras ella los aprobaba o no él la observaba en silencio. Podía leerla como un libro abierto, notaba los pequeñísimos gestos y contracciones que hacía con la cara cuando estaba intranquila. Y entendía su lenguaje corporal basado en años de haberla visto en innumerables situaciones de todas las naturalezas. Algo le estaba ocultando. Cuando hubo terminado de firmar y leer todo, él se disculpó y salió a la antesala donde estaba Cecil.
-Cecil, ¿tiene algo más en la agenda Kathryn esta mañana? –
-No, Paul. Hasta las 12 que es la reunión con Princo Co. –
-Bien… Hazme un favor, avísame si sale a algún lado ¿quieres? Esta reunión es muy importante y no me gustaría que lleguemos tarde. –
-Claro, te llamaré si hay algún cambio. –
-Gracias, Cecil. – Él sabía que algo no estaba bien.
A las 10 Kathryn dejó todo sobre el escritorio y se puso su abrigo. Salió, saludó a Cecil y le dijo que tenía que irse pero volvería enseguida, que si se presentaba algo urgente la llamara a su celular. Cecil tomó el teléfono y le avisó a Paul.
En vez de tomar su auto se decidió por pedir un taxi. Estaba a punto de perder los estribos por los nervios que sentía y el trayecto a la parroquia se volvió eterno.
Encontró al Padre Michael en la cocina, hablando con el asistente que se encargaba de las compras.
- ¡Kathryn! Qué raro verte aquí a esta hora. ¿Está todo bien, hija? –
-Sí, Padre. Pero necesito hablar con usted con cierta urgencia. ¿Tiene un momento? –
-Por supuesto, Kath. Vamos a mi oficina. –
Una vez en la oficina, sus hombros se relajaron un poco. Conocía ese lugar como conocía todas las instalaciones. Su mente inmediatamente se sosegaba porque sabía que estaba protegida allí.
-Dime Kath ¿Qué sucede? –
-Padre, vengo a preguntarle por William. Necesito hablar con él inmediatamente pero no he logrado localizarlo. –
-William viajó a Salcedo, Kath. Lo enviaron de la diócesis. –
-No, Padre, no está allí. Ya intenté localizarlo con el embajador. Por favor dígame que sabe algo más que eso. –
-Hija, no sé nada más de William. Se despidió rápidamente cuando llegó el traslado, me dijo que no tenía tiempo ya que su vuelo salía enseguida. Supongo que hablaste con él antes de que tomará el avión. –
-Me llamó, estaba en el aeropuerto y se disculpó diciendo que volvería cuando pudiera. Pero no pude encontrarlo en España, al menos no por la iglesia. Ya pasaron dos semanas y me está enloqueciendo esto, Padre. –
-Ay, Kath, te enamoraste de William. - Era una afirmación, algo evidente para él. Sintió mucha pena por su pequeña porque la conocía bien, sabía que esta niña no abriría su corazón a nadie que no fuera digno de ella y William lo era de cierta manera. Pero no podía decirle nada, no podía ponerla en peligro, se lo había prometido a él mismo y a William muy solemnemente. Prefería verla llorar y sufrir a que algo le sucediera.
El Padre William Antón, no era un sacerdote común. De hecho, no era sacerdote en absoluto.
Kathryn volvió derrotada a la oficina solo 20 minutos antes de que su reunión comenzara. El Padre Michael tampoco sabía nada, al menos eso fue lo que sostuvo con firmeza hasta que ella se marchó.No iba a decirle una palabra en absoluto. Todo esto debía terminar aquí y ahora antes de que se volviese un peligro para Kath. No debió aceptar a William en primer lugar, pero tampoco podía negarse a ayudar a alguien que lo necesitara como él en ese momento. Nunca imaginó por un segundo que Kathryn entraría en la ecuación y jugaría un papel tan importante. Cuando cruzó la puerta de su oficina Paul la esperaba ansioso. Debían ir al salón de conferencias porque los de Princo ya estaban allí, llegaron antes. Su cara al verla se trasformó, era evidente que no se encontraba bien pero tampoco iba a preguntarle. En parte sabía de donde venía y a que había ido y en parte no quería oírla hablar de William. De todas maneras, se dio cuenta de que no tenía nada. Respiró profundo y le dijo que estaban es
20 años atrásEl estómago le hacía ruido y le dolía, llevaba dos días a agua de los bebederos del parque y un paquete de galletas que ya se habían terminado. Se notaba en su ropa que había perdido algo de peso, los cordones del pantalón deportivo ya no podían ajustarse más. No le quedaba nada más por vender y esa noche volvería a quedar en la calle, nadie la alojaría sin dinero en el bolsillo, ni siquiera la casera de la pensión que por momentos se apiadaba de ella. Ya le había dicho la noche anterior que no regresara si no tenía para pagarle.Kathryn suspiró con algo de tristeza, pero estaba decidida a salir adelante. Quizá si iba por las calles laterales de la avenida conseguiría algún pequeño trabajo por ese día que le permitiera comer y asegurarse un techo por la noche. Tomó su mochila que a esta altura ya estaba bastante sucia, se sacudió algunas hojas del pelo y comenzó a caminar.Llegó hasta la florería y pudo ver a un grupo de gente haciendo fila una calle más allá, miró un po
-No entiendo para que lo contactaste, Kathryn, ya te dijeron de la misma embajada que no está en Salcedo. –-Lo sé, Paul, pero es el último recurso que me quedaba y lo utilicé. –-Estas obsesionada con ese tipo. Sigo sin entender para que involucraste a un agente de Inteligencia. Sería mejor que sólo lo perdieras de vista de una buena vez y acabes con este juego tuyo. –-No es un juego. –Él lo sabía, sabía que para ella no era un juego. Sabía que iría hasta las últimas consecuencias por hallarlo y eso lo estaba matando. ¿Cómo era posible que este hombre que apareció de la nada de pronto se estuviera llevando a la única mujer que había amado en su vida?-Sabes bien que logro mis objetivos sin importar el tiempo que me lleve. Entiendo que estés preocupado, pero es algo que debo hacer. Sabes como soy. –-Me parece que estas exagerando, vas a invertir una buena cantidad para pagarle los favores a este agente. –-No me interesa eso, Paul. Tengo el dinero para ponerlo a trabajar y es todo
El día que Kathryn se enteró que William no era un sacerdote todo comenzó a encajar en su lugar. Esto la convertía en una mujer “normal”, no en una desquiciada que sentía una atracción hacia un hombre de la Iglesia. Pero también la enfureció, la había estado engañando descaradamente y sin signos de remordimiento. William ya llevaba más de un año oficiando misas junto al Padre Michael y ella iba siempre. Cada domingo estaba en la parroquia, la presencia del “sacerdote” de porte riguroso le generaba un cosquilleo de anticipación en el estómago cada sábado por la noche. En su cabeza se decía a ella misma que lo mejor era no ir, pero algo la impulsaba la mañana siguiente para vestirse y asistir. A esta altura ya se veían fuera del ámbito religioso, como amigos. Solían reunirse en el parque o en algún café y él vestía ropa civil que revelaba un poco más de su cuerpo escondido debajo de la sotana. Espalda ancha, antebrazos bien trabajados, piernas largas. Al principio, Kathryn creía que s
William C. Taylor provenía de una familia de clase media que le había dado una educación básica, un hogar estable y buenos valores. Pero cuando llegó el momento de asistir a la Universidad, William decidió que lo mejor para él era entrar en las fuerzas armadas como lo habían hecho su padre y su abuelo. Tenía casi 19 años cuando se unió al ejército y en poco tiempo comenzó a demostrar que estaba hecho para estar ahí. Amaba la vida marcial y su carrera fluyó sin detenerse hasta que alcanzó el rango de Capitán.Fue entonces cuando lo convocaron de la Agencia de Seguridad para reclutarlo como agente especial. Tenía todas las características necesarias y su largo registro de misiones exitosas lo respaldaban. Al igual que en el ejército se destacó en cada operativo que realizó. Para cuando todo estalló él ya había servido en Berlín, Singapur, Londres, Madrid y Tokio.En la Agencia había un infiltrado, un topo que traspasaba información fuera y estaba arruinando todos los operacionales que s
Con el correr de los días Kathryn fue cediendo un poco. Era cierto que se estaba pasando un poco de la raya con su “castigo”. Lo que William no sabía era que en realidad se estaba castigando a ella misma. Tenía la costumbre de practicar la restricción cuando se sentía culpable por algo, ni siquiera con terapia pudo superar esa conducta. Era como cuando los más fervorosos se auto flagelan para expiar sus pecados.Primero estuvo interesada en un “sacerdote”, que no era sacerdote. Luego lo negó para finalmente aceptarlo y ser indulgente con su falta. No se trataba de reglas religiosas o de temores a lo divino, sino de perder su enfoque. Un hombre la distrajo del camino que ella pensaba debía seguir, de sus logros, de sus metas. Incluso fantaseo como sería llevarlo a la cama ¡Por favor!Todo eso sin contar con que era un mentiroso. El Padre Michael le había ya explicado algo lo que sucedía con William, pero no por eso dejó de culparlo. Por lo que cuando no le quedaba otra que cruzarlo en
William la dejó salir primero y comenzó a caminar hacia un pasillo, lejos del lobby del hotel. Y ella, sin darse cuenta, lo estaba siguiendo.- ¿A dónde vamos? William, ¿de qué quieres hablar? – Él iba observando las puertas y se detuvo frente a una.-Ven, entra – Le dijo mientras la abría.Kathryn solo entró a la habitación oscura e inmediatamente se encendió la luz y oyó la puerta cerrarse detrás de ella.Cuando se volteó William estaba recostado en la pared, mirándola.- ¿Qué sucede? ¿Por qué nos metiste en el cuarto de la limpieza? –- ¿Tanto te gusta? -- ¿Qué? -- ¿Tanto te gusta el tipo con el que estabas hablando? -- ¿Quién? ¿George? ¿Para eso me trajiste aquí? –William no dijo nada, solo se incorporó lentamente y mientras caminaba hacia ella se sacó el cuello clerical blanco y se lo puso en un bolsillo. Kathryn no se movió un centímetro de su lugar y lo observaba desafiante. El adoraba eso, adoraba que no estuviera dispuesta a retroceder; lo incitaba su actitud altanera.Se
Kathryn salió todavía algo aturdida del cuarto de limpieza. Miró por el pasillo, pero no vio a nadie así que comenzó a caminar hasta los baños del lobby.Al verse en el espejo no se reconoció por unos segundos, pero cuando pudo salir de su estupor y se observó con más detalle notó unas marcas algo rosas en su piel. “Las marcas de William”, pensó y levemente las acarició con los dedos. Si esa mujer no hubiese llegado a interrumpirlos hubiera sucedido lo inevitable. No recordaba ningún momento en su vida en el que se hubiera sentido de esa manera, totalmente entregada. Totalmente descarada. Ansiosa y desesperada por un hombre, deseosa de que la tocara, de que la encendiese hasta consumirla.Debía regresar al salón urgentemente. Había desaparecido por mucho tiempo y todavía quedaba gente por despedir. ¿Qué iba a hacer con esas marcas en su cuello? No podía disimularlas con maquillaje porque no llevaba su cartera consigo, estaba en el salón. Definitivamente se verían. Su mente alternaba e