Tres ciclos de la luna marcaron el tiempo. Las noches para Nathan se volvieron eternas y los días infernales. Su ánimo flaqueaba y se cuestionaba a sí mismo si valía la pena la espera o si no era mejor darle el gusto a los demonios a su alrededor y dejarse morir. Vivir, o mejor dicho, sobrevivir, era difícil y doloroso. Verse al espejo sin proyectar ningún reflejo, como un ente que existe pero es tan miserable y pequeño, sin valor. Ese debía ser el destino de un villano, quizá ese era su propósito en la vida: ser el malo de la historia. Destruir, lastimar y luego enfrentarse al vacío. El estado de sus manos era un testimonio del nerviosismo constante, con uñas mordidas hasta la raíz y la dermis circundante rasgada y enrojecida. La piel que en otro tiempo cuidaba con rigor ahora se veía reseca, y su rostro, antes considerado perfecto, estaba marcado por moretones y heridas que rasgaban su apariencia. El infierno no es un destino después de la muerte donde ardes por la etern
Meses después… Luego de darle muchas vueltas al asunto, Estela no veía tan descabelladas las supuestas visiones de su esposo. Todavía no le quedaba claro por qué alguien ocultaría eso. Su hijo ya le había contado con detalle que la familia Acosta no quería verlos ni en pintura. —Es complicado —le reconoció a su esposo. —No, es la cosa más sencilla del mundo. —Digamos que es así. Si lo que viste es cierto, ¿qué procede? Nathan no está en condiciones de exigir algo. —Pero yo, que soy su padre, sí. —¿Y si es una equivocación? Los Acosta tienen un hijo también, y por los rumores, es bastante mujeriego. ¿Qué tal si salió con su sorpresa? —Yo lo vi, Estela. A mí nadie me engaña. La mujer bajó la mirada, se encogió de hombros y no contradijo a su esposo. A fin de cuentas, la verdad es algo que no se puede mantener oculta. ☆゜・。。・゜゜・。。・゜★ La tarde, bajo un sol suave y brillante, se manifestaba. Ariadna, con una bolsa ecológica color beige en el brazo, caminaba por las calles, decidida
El eco de las voces de otros presos y sus familiares creaba una cacofonía que hacía que la voz de su padre pareciera aún más distante y vacía. Nathan, sentado en la incómoda silla de plástico se mantenía rígido, con las manos tensas sobre la mesa. Simulaba escuchar lo que le decían mientras mantenía los ojos clavados en la mesa. —Me ha dicho el abogado que el proceso se ha agilizado… —¡Excelente! —lo interrumpió con sarcasmo, y su mirada se dirigió hacia Urriaga—. Cada mes el trámite se agiliza, y yo sigo aquí. —Esta vez es diferente. —El hombre se aclaró la garganta y, por unos segundos, guardó silencio. Meditaba si sería correcto darle la noticia sobre el nuevo miembro de la familia, ser directo o si debía darle pistas para que lo descubriera por sí mismo. Nathan, al notar que su padre llevaba cinco minutos sin hablar, levantó la vista. —¿Por qué me miras así? —le preguntó el joven y levantó una ceja. —¿Cómo? —Urriaga soltó un suspiro profundo y sonoro. —Nada —le di
—¡De ninguna manera mi nieto va a convivir con esa gente! —exclamó el señor Acosta, con su cara regordeta roja por el coraje—. Son unos vándalos, unos delincuentes. Ariadna tomó aire, apretó los labios; sus ojos llorosos denotaban lo dolorosas que resultaban para ella las palabras de sus padres. —Queda prohibido que esa familia se acerque aquí. Y si no hacen caso, llamaré a la policía. ¡Qué digo!, si esos son expertos en sobornar a la ley. —Es mi hijo, ellos también son su familia —les dijo, y en su pecho su corazón latió con fuerza. —Por supuesto que no —objetó su madre—. Esa gente no tiene nada que ver con mi niño. Ariadna tragó saliva y encaró a sus padres; les dijo que, sea cual sea la situación, Adriel tenía un padre y ese era Nathan. —¡No! Jamás mi nieto tendría un padre delincuente, ¿te imaginas la humillación de saber eso? —la interrumpió su padre, con los ojos bien abiertos. —Pues ese “delincuente” es su papá y no hay nada que se pueda hacer. —Hay mucho que se puede
Otra visita de su padre, pero en esta ocasión sería algo especial. Después de mucho pensarlo, finalmente conocería a su hijo, por lo menos a través de una imagen.Por extraño que pareciera, incluso eso lo ponía nervioso.Urriaga le entregó la fotografía y Nathan, sin demora, observó con curiosidad el rostro de su hijo. Una ola de nostalgia y un profundo anhelo lo invadieron, su corazón latía con una intensidad casi dolorosa.A sus ojos, era el niño más adorable que había visto en su vida, aunque apenas y conocía a otros niños. Esa imagen le recordaba a los retratos de su propia infancia; sin embargo, aquel pequeño también tenía algunas facciones heredadas de Ariadna, lo que lo hacía parecer absolutamente perfecto.—Espero que muy pronto puedas verlo en persona. He hablado con el director y permitiría que el niño entre al menos media hora...—No —lo interrumpió Nathan. Aquel lugar jamás sería apropiado para un bebé. Solo pensar en llevar a su hijo a ese sitio por el deseo de conocerlo
Los días se deslizaron con la suavidad de una corriente de río, imperceptibles al principio, pero con más fuerza a medida que el sol seguía su curso. El bebé, que alguna vez fue tan pequeño, semejante a una semilla recién plantada en la tierra fértil del amor, floreció con una vitalidad deslumbrante. En los primeros meses, sus ojos esmeralda despertaron a la vida, llenos al principio de la calma inexplorada de quien apenas descubre el mundo, dos esmeraldas dormidas en el fondo del mar.El tiempo, con su mano invisible, transformó su cabello, que al nacer era un fino vello dorado, casi etéreo, en mechones rubios, más definidos, que ahora enmarcaban un rostro lleno de curiosidad y sonrisas traviesas. Ya no era el frágil recién nacido que una vez dormía plácido en brazos, ajeno a todo, sino un pequeño explorador que se preparaba para dar sus primeros pasos hacia el mundo.La cuna, que solía acunar a un ser diminuto y delicado, ahora parecía demasiado pequeña para contener toda la energía
Las visitas que, en primera instancia, prometieron ser cada dos meses, se modificaron a cada tres o cuatro meses. En tanto el tiempo transcurría, Nathan perdió toda esperanza de salir de allí. Su cuerpo perdía peso a medida que los días pasaban. Sus labios se veían resecos y sus manos se volvieron ásperas luego de obtener un trabajo de limpieza dentro de la cárcel. Con el transcurso del tiempo, pasó a dar tutorías de educación básica a otros reclusos, lo cual le ayudó a ganarse la cordialidad de algunos de sus compañeros. —Fuma conmigo —le exigió un día Cristóbal, un hombre que llevaba cinco años por el crimen de robo. —No fumo —Nathan no mentía. Sin embargo, su compañero no se lo tomó bien y comenzó a gritarle si acaso esa marca de cigarrillos no era propia de alguien de su alcurnia. El joven tomó un respiro y, con voz quebrada, le respondió que su madre murió de cáncer, una de las tantas razones por las que no caía en ese vicio. La expresión de enojo en el rostro de Cristóbal
Nathan, en su celda, no conseguía deshacerse de ese nudo constante en el estómago provocado por sus propias reflexiones. Asimilaba la noticia de su próxima liberación, que le habían comunicado sus abogados y su padre. Era consciente de que aún quedaban algunos pasos antes de salir en libertad.Días posteriores, sus abogados le explicaron las condiciones de su liberación y se aseguraron de que comprendiera las restricciones que debía cumplir para evitar problemas futuros. Luego, en la oficina del alcaide, Nathan firmó los documentos necesarios para su salida, que incluían el acuerdo de cumplir con las condiciones impuestas. Más tarde, tuvo una breve reunión con el agente de libertad condicional, quien le explicó el tema de la supervisión una vez estuviera en libertad.Tres largas y agotadoras semanas después, llegó el anhelado día de su liberación.Nathan sin poder creerlo, recogió sus pertenencias personales y, escoltado por un guardia, caminó hacia la puerta de la prisión. Sus manos