Nunca, digas Nunca
Nunca, digas Nunca
Por: Virginia Moretti
Capítulo uno

Buenos Aires, Argentina…

“¡Muevan sus manos!” Era el pedido que se escuchaba en la cocina de uno de los restaurantes más prestigiosos de Buenos Aires. El aroma de las hierbas frescas y los ingredientes cocinándose llenaba el aire, mezclándose con el sonido de las ollas y sartenes chocando y el murmullo constante de la clientela. Los tres chefs y sus ayudantes se movían de manera rápida y coordinada para cumplir con las órdenes de los comensales.

—Gabriella, devolvieron el risotto. El señor dice que está mal hecho, que el arroz está pasado de cocción.

Uno de los meseros llega con el plato de risotto que acababa de enviar a la mesa trece. Gabriella siente un nudo en el estómago al ver el plato regresar.

—¡¿Qué?! Eso no es cierto, a ese risotto no le pasa nada. Ve y lleva nuevamente el plato, no cambiaré nada de una comida que está bien hecha.

Gabriella se queda pensando en quién será el gracioso que se atreve a criticar su comida, mientras su corazón late con fuerza y una gota de sudor resbala por su frente.

Al rato, el mesero vuelve con el plato en la mano. Gabriella nota la tensión en el rostro del mesero y el leve temblor de sus manos.

—Lo siento, Gabriella, pero ese señor está muy enojado y exige hablar con el chef encargado.

Gabriella no lo podía creer. Con todo lo que tenía que hacer en la cocina, ahora tenía que ir a calmar el berrinche de un idiota que no sabía nada de cómo cocinar. Su mandíbula se tensa mientras respira profundamente, tratando de controlar su frustración.

—Vayamos a ver qué quiere su majestad.

Gabriella va hasta la mesa trece. Allí estaba el tipo solo, “¡ con semejante estampa y estaba solo! Enfócate, que no vienes a hacerle cumplidos”, pensó. Quizás ese mal genio no lo soportaban, sino él y su sombra.

—Señor, el mesero me comentó el inconveniente que usted tiene con su comida.

Gabriella trató de ser lo más amable posible, y que no se notara lo molesta que estaba por hacerle perder el tiempo. Ante ella estaba un hombre que no mostraba ninguna expresión que diera señales de vida; solo se limitó a levantar su cara para ver quién le hablaba. Pero esos ojos pardos se quedaron grabados en su retina. Por su columna vertebral subió un calor abrazador que fue interrumpido por la voz grave y magnética del hombre sentado frente a ella. Pero al escuchar la arrogancia en su voz, su mal humor volvió. Este hombre le estaba cocinando su paciencia. Precisamente hoy, que era el día de mayor concurrencia, ella estaba ahí, poniendo cara de amabilidad al hombre más atractivo e irritante que haya visto.

—Sí, y también pedí hablar con el chef encargado.

—Yo soy el chef encargado y también quien está a cargo de lo que usted está consumiendo, así que lo que tenga que decir acerca de su plato lo hace conmigo.

Si algo había aprendido en el agresivo mundo de la gastronomía era no dejarse intimidar; estaba acostumbrada a manejar a sus engreídos compañeros y a más de un comensal difícil.

La cara impávida de Fabrizio seguía sin reflejar nada, parecía de piedra. Solo se limitó a recorrerla con la mirada, un acto que produjo en Gabriella una rara sensación.

—El risotto está mal. Cualquier principiante de cocina se daría cuenta. Quiero que lo haga de nuevo.

Gabriella pasó las manos por su uniforme, intentando calmarse. Este hombre la estaba impacientando. Pero recordó haber dejado a cargo a uno de sus ayudantes mientras atendía a su jefe. ¡Maldición! Cómo no verificó la comida antes de salir de la cocina. Sin embargo, se mantendría en su punto.

—Señor, le aseguro que el risotto está perfecto. No es el primero que hago; además, hay varios clientes comiéndolo y solo usted se ha quejado.

Claro, boluda, los otros los hiciste tú” se recordó.

—¿Entonces no lo va a cambiar? —respondió serio.

Gabriella estaba que lo mandaba a la porra y no cambiaría nada solo por no darle la razón, pero recordó que ese no era su negocio y tenía que mantener su empleo mientras llegaba la hora de tener el suyo.

—Es el lema del restaurante, complacer al cliente. En unos minutos tendrá un nuevo plato —contestó, muerta de la ira y con la sonrisa más falsa del mundo—. Con permiso.

Al dar la vuelta para irse, escuchó lo que el hombre dijo en italiano.

—Donna testarda.

"¿Qué le pasa a este hombre?", pensó Gabriella. "¿Cree que porque habla en italiano no le voy a entender? Qué dijo, ¿a esta le digo terca y no pasa nada?" Y como respuesta a sus pensamientos, habló en un tono lo suficientemente alto para ser escuchado por Fabrizio, respondió mientras se dirigía a la cocina:

—Si spera diarrea.

Fabrizio solo alcanzó a abrir la boca. “¿Quién se había creído esa mujer? ¿Y cómo le deseaba que le diera diarrea?”, pensó.

Por un momento, pensó en salir del restaurante, pero no quería buscar otro lugar para comer. No tenía tiempo; lo esperaba una reunión, y gracias a Dios vivía al otro lado del mundo para no tener que toparse nunca con ella.

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