Capítulo 4

Buscaron una mesa un poco apartada. Gabriella aún no podía creer que había aceptado la propuesta de un perfecto desconocido. Aunque fuera una mujer alegre a la que le gustaba interactuar con las personas, siempre actuaba de manera precavida; no era de las que se iban con el primer aparecido. Pero con él le pasaba algo que no podía explicar. Para Fabrizio, las cosas no eran diferentes; esta noche había saltado todas las cercas de su pragmática personalidad.

—Me comeré una ensalada —dijo Gabriella al ver el menú, mientras acariciaba el borde de la carta con sus dedos.

—Yo quiero carne —opina Fabrizio, cruzando los brazos y esbozando una ligera sonrisa.

—Excelente elección. Aquí es deliciosa —responde Gabriella, asintiendo con la cabeza.

Gabriella comenzó a hablar del lugar, dándole una descripción de la zona y los sitios que todo turista debería visitar en Buenos Aires, gesticulando con las manos y con los ojos brillando de entusiasmo. Fabrizio escuchaba, pero su mente se fue por un momento del lugar, idiotizado, viéndola. Se sentía extraño; por lo general, las mujeres con las que salía no hablaban tanto y algunas solo decían sí a todo lo que él decía. Pero Gabriella se expresaba con todo el cuerpo: sus manos se movían mientras hablaba, y ahora él podía detallar mejor sus facciones.

Las largas pestañas enmarcan esos ojos color miel, la nariz aguileña y esa boca... esa linda boca, pensó Fabrizio. Esto era nuevo para mí, encontrarme sentado admirando a una perfecta desconocida. Si mi hermana me viera, pensaría que estaba perdiendo el juicio.

Gabriella hace una pausa y, acomodándose en la silla, continúa hablando.

—¿Te has fijado que llevamos más de una hora juntos y no sé tu nombre?

Era cierto que no se habían presentado, pensó él.

—Mucho gusto, Gabriella Monti —se presenta al tiempo que ofrece su mano.

—Perdona mi mala educación, Fabrizio Falco —responde al gesto de Gabriella tomando su mano, y sus ojos hacen un extraño contacto, como si de repente la piel ardiera. Ella retira la mano dejándolo con una sensación de vacío.

—¿Y qué te trae a mi país, Fabrizio? —pregunta mientras come su ensalada.

—Vacaciones, pero mañana ya terminan.

"Qué lástima que ya te vas, me hubiera encantado ser tu guía personal" pensaba mientras comía, con los ojos clavados en la figura enigmática y atractiva que tenía enfrente.

—La verdad es la primera vez que salgo a conocer los alrededores por mi cuenta. Los otros días estuve trabajando, por así decirlo.

—¿Trabajando? Che, ¿y dónde quedaron las vacaciones? Estás mal. Vacaciones es igual a descanso, diversión, no trabajo. Creo que te falta esparcimiento, tanto trabajo te va a volver loco.

Él hace un gesto subiendo sus hombros.

—No sé qué decirte, no puedo evitarlo. No me gusta perder el tiempo.

Gabriella lo mira con una sonrisa traviesa.

—¿Tu agenda está libre para las próximas horas?

Fabrizio temía que ella le propusiera alguna loca aventura, su definición de diversión no era igual al resto del mundo. Es más, la palabra diversión no es una que use muy a menudo; siempre fue “yo con yo” y sus amigos se contaban con una mano y sobraban dedos. ¿Pero qué tenía esta mujer que su boca respondía sin pensar?

—Sí, ¿por qué? —respondió, sintiendo una mezcla de curiosidad y nerviosismo.

Gabriella se acomodó en la silla y continuó hablando.

—¿Aceptarías un paseo por la ciudad, con esta guía turística? Es un crimen que te vayas de aquí y no hayas visto nada.

"Gabriella, has perdido la razón," se acusaba, pero ya era un poco tarde para recoger sus palabras.

Algo en el interior de Fabrizio le hacía ver que, entre más tiempo pasara con ella, más riesgo corría de perderse en la luz de su mirada y esa rara atracción que le producía Gabriella.

—De acuerdo, Gabriella, muéstrame lo que tiene Buenos Aires —dijo, dispuesto a correr el riesgo.

En realidad, tenían poco tiempo para todo lo que había que hacer en Buenos Aires, pero de noche la cosa era otra. Caminaron un poco por la Recoleta; era imposible no ir a San Telmo. Este hombre necesitaba una dosis de tango, por eso llegaron a Caminito, con sus calles empedradas y casas de brillantes colores. Por todo el vecindario se podían ver obras de arte y bailes de tango en vivo, un espectáculo poco común en otros sitios.

Los bailarines de tango comenzaron a involucrar al público, y una de ellas tomó de la mano a Fabrizio, desprevenido y asustado. Por un momento pensó en no moverse y no aceptar, pero no quiso pasar por grosero y ser el único descortés. Además, pronto se darían cuenta de que él no bailaba, y mucho menos tango. "Esto no me puede estar pasando," pensó. "Gracias a Dios nadie me conoce, o se hubieran dado un festín."

Gabriella solo sonreía, viendo su manera torpe de moverse.

Gabriella se compadeció del "pitufo gruñón" y pensó: “Rescátalo, pobrecito.”

A Fabrizio no le hizo gracia su intento de baile; odiaba hacer el ridículo.

—Pibe, relájate. Dejá esa cara de limón. Ven conmigo.

Gabriella toma sus manos y pone una en su cintura.

—Ahora mueve los pies.

Fabrizio se negaba a moverse; ella no podía obligarlo nuevamente a hacer el ridículo.

—Gabriella, yo no bailo.

—Cerrá los ojos y déjate llevar por mí. Te prometo que será bueno.

Más que el intento de baile que tendría a continuación, la sensación de estar abrazado a Gabriella fue reconfortante. Entonces, su apatía por el baile pasó a segundo plano.

—Terca.

—Amargo —respondió Gabriella con una sonrisa.

Después de un largo suspiro, Fabrizio dijo por fin:

—Ok, comencemos.

¿Cómo se había dejado convencer? Ese estilo de baile no era apto para mantener lejos la tentación de tener su cuerpo tan cerca y dominar todos los pensamientos que en ese momento pasaban por su cabeza.

—Creo que ya fue suficiente por hoy —le dice Fabrizio, dejando de moverse.

Accidentalmente, una pareja empuja a Gabriella, haciendo que se pegue a Fabrizio. Se escuchan unas disculpas, pero ahí están ellos, mirándose hasta que el hielo se rompió en un beso tímido, que estaba escondido en las ganas de cada uno. Entonces, como una lanza, los atravesó para quitarles la razón.

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