40°

—Gabriela, por favor —le dijo Alexander.

La mujer ni siquiera lo miró, tenía sus ojos clavados en mí.

—¿A esto regresaste? —me dijo—. ¿Regresaste por él?

Solté una carcajada cínica.

—¿En serio crees que soy tan idiota como para quererlo de vuelta? —le dije—. No creas que soy tan masoquista como tú. Estoy aquí por doña Azucena, por la herencia, y por los negocios que ahora tendrá la naviera Idilio con Transportes Imperio. No me malinterpretes, no quiero quitarte a tu esposo, esa maldición es tuya, tú la elegiste.

Traté de alejarme hacia el baño, pero Alexander me agarró con fuerza de la muñeca.

—Espera, me diste un minuto...

—¿Un minuto para qué? —gritó Gabriela, alterada

—. ¡Solo estamos hablando! Gabriela, por favor...

—¿Hablando? ¿Qué es lo que tienes que hablar con ella? Ya no tienes absolutamente nada que hablar con ella.

Los demás empleados, los que estaban en esa área de la oficina, comenzaron a observar la discusión que subía de tono. Mejor dicho, Gabriela hacía subir el tono.

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