La puerta se cerró detrás de nosotros con un golpe fuerte. Alexander envolvió la gema nuevamente en la prenda y la metió en mi cartera. Luego tomó mi cartera y la puso en su brazo. — ¿Qué haremos ahora? — le pregunté — . Había al menos cincuenta pandilleros en nuestro camino aquí. Nos dejaron entrar por órdenes del hombre con los dientes de oro, pero ahora ya no tienen esas órdenes. — Lo sé — me dijo Alexander con impaciencia — Ya lo escuché también. Necesitamos salir de aquí por otra ruta. — ¿Y dónde hay otra ruta? — le pregunté, asustada. ¿Por qué me había metido en ese lío? ¿Por qué en mi cabeza tonta había dejado que mis emociones hablaran por mí? Ahora estaba en un barrio peligroso con una gema de un millón de dólares, rodeada de pandilleros asesinos.No quise ser prejuiciosa, ser pandillero no era sinónimo de asesino, ¿no es así? De todas formas, portaban armas y, por más que quisiera ser menos prejuiciosa, el hecho ya me parecía escalofriante.Alexander sujetó con fuerza mi
Yeison conocía bien el barrio. Era un muchacho hábil, y eso yo pude verlo en sus ojos ávidos y claros, pero notaba cómo Alexander seguía desconfiando. De todas formas, no teníamos otra opción más que confiar en él. — Espero que sea verdad — nos dijo cuando llegamos a una esquina especialmente amplia — . Si yo los ayudo a salir y no me cumplen lo que me prometieron... — Lo haremos — le interrumpí — . Alexander y yo te ayudaremos, ya te lo prometí. Pero sácanos de aquí.El joven asintió, tomó a Alexander por la muñeca y lo guió por la acera. — Ellos están esperando que regresen por donde vinieron, pero seguramente alguien ya los vio cruzar por otra calle y los delató. Esta es la salida más larga del barrio obrero. — ¿Y no te parece que puede ser contraproducente? — le preguntó Alexander.El joven negó. — Precisamente, nadie en su sano juicio tomaría la salida más larga, por eso será la menos protegida. Si tenemos suerte, no habrá nadie.Continuamos caminando. Cuando llegamos a una
Las mejillas de Federico estaban enrojecidas, apretaba los puños, y todos los años en los que trabajé a su lado me sirvieron para conocerlo lo suficiente como para entender que tenía mucha rabia en ese momento.Así que metí las manos en los bolsillos de la sudadera de Alexander y agaché la cabeza.Cuando llegó conmigo, me apuntó con el dedo, justo en el centro de la frente.—¿Qué carajos hiciste? —me dijo—. Solo fue llegar aquí a la empresa para que la esposa de Alexander me dijera que se habían largado a retirar el millón de dólares en efectivo, y luego el jefe de la policía me dijo que habían ido a comprar un collar de yo no sé qué carajos. ¿Cómo te pusiste así en riesgo de esa forma?—Lo siento —le dije—. Yo no sabía que sería tan peligroso.—Ah, ¿no? —me riñó él, apuntando hacia el auto—. ¡Está lleno de agujeros por las balas, con los parabrisas rotos! ¿A dónde te fuiste a meter?—Fui al barrio Obrero, los secuestradores querían...—¿El barrio obrero? —interrumpió. Su cara se tran
Recosté la cabeza en la pared. Me sentía sucio, tenía el cuerpo caliente. Rabia y miedo cruzaron por mi cuerpo en cuestión de un segundo.De repente, fui consciente de lo que había hecho: había arriesgado mi vida y había arriesgado la vida de Ana Laura entrando al barrio obrero por esa gema.Estaba pensando en mi hijo, nada más que eso, y aquello me hizo sentir perdido. Necesitaba estar centrado, ahora más que nunca, tenía que estar concentrado.Entonces aparté la cabeza de la pared y respiré profundo. La policía estaba ahí, rodeando el edificio. Mi hermano Xavier hablaba con varios policías a la vez. Parecía que trataban de encontrar, en las pocas pistas que tenían, un lugar donde poder buscar a mi hijo.Pero yo me sentía inútil en ese momento. Había encontrado la gema, sí, pero... ¿y si no bastaba? ¿Y si los secuestradores querían algo más? ¿O si entregábamos la gema, pero no entregaban a mi hijo?Gabriela llegó conmigo. Ya había dejado de llorar y se veía bastante más calmada. Me t
Con las manos aún temblorosas, tomé el teléfono de mi hermano. No quería arriesgarme a que tal vez el mío estuviese rastreado por los secuestradores. Busqué en mis contactos y, cuando marqué el número, suspiré profundamente. — Soy Alexander Idilio — le dije al hombre cuando contestó al otro lado. — Pero mira nada más... Después del último favor que te hice, pensé que jamás volverías a buscarme. — Si esto no fuera de vida o muerte, no te buscaría — le dije con un poco de impaciencia.John, en sus tiempos más fuertes, cuando era joven, había sido un pirata. No eran como los piratas de las películas, los de hoy en día; estos asaltaban los barcos de la naviera, pero básicamente era una función parecida: robar y asaltar.Lo contraté para que me ayudara a traer una mercancía al puerto en los tiempos en que los piratas se saltaban con mayor frecuencia los barcos de la naviera.Ciertamente, el hombre había cumplido con su misión; el barco había llegado seguro a puerto. Pero eso sí, parte d
Tuve que soportar la cantaleta de Federico todo el camino hasta Transporte Imperio sobre lo peligrosa que había sido la idea de ir al barrio obrero, sobre lo irresponsable que había sido traer a un chico de allá prometiéndole una mejor vida, y sobre la mala idea que era convivir tanto tiempo con Alexander porque podría volver a despertar sentimientos en mí.Lo cierto es que ya no le dije nada más, me limité a mirar por la ventana mientras la ciudad transcurría. Sinceramente pensé que aquello era una ridiculez; no importaba si pasaba o no pasaba tiempo con Alexander, mis sentimientos por él aún existían.Me pregunté cómo pude haber sido tan estúpida; después de todo el daño que me hizo, ¿por qué aún seguía sintiendo cosas por él?La respuesta me llegó clara, a modo de recuerdos, flashbacks de momentos a su lado: en su cama, en el mueble mientras veíamos alguna serie.El lado de Alexander del que me había enamorado era tan puro que aún me mantenía prendida de él como un náufrago a una t
Cuando los brazos de Alexander al fin me soltaron, unos minutos después, sentí cómo el frío me invadía. Él abrazó con fuerza a su pequeño hijo y luego lo apartó para mirarlo a la cara. — ¿Estás bien? — le preguntó.El niño, asustado, asintió, pero ni siquiera fue capaz de soltarse del cuello de su padre.Siguió ahí aferrado como una pequeña pulguita. Yo me abracé a mí misma al contemplar aquella escena. Los remordimientos me invadieron nuevamente y me pregunté si tal vez en realidad estaba haciendo lo correcto ocultándole a mis hijos a Alexander.Él tenía derecho a saber que eran suyos, y ellos tenían derecho a que él los abrazara como estaba abrazando al pequeño Esteban.Tal vez no debía hacerlo por él. Tal vez debía hacerlo por ellos. Los primeros años fueron más fáciles, pero ahora, cuando ya eran mucho más conscientes, no podían faltar aquellas preguntas: "¿Quién es mi papá? ¿Por qué mis compañeritos tienen papá y yo no?".Raúl y Federico se habían criado con ellos como sus tíos,
Yo me quedé ahí, en medio de la acera frente a mi empresa, ahora con una deuda de un millón de dólares. Pero no importaba, me sentía extrañamente tranquilo.Mi hijo, en los brazos de su madre, me devolvió un poco la estabilidad, pero el odio que aún sentía Ana Laura por mí me desconcertó.Ese día se había comportado tan bien, tan sencilla, como si nuestra conexión hubiese regresado, pero evidentemente no era así.Los años que habían pasado nos habían cambiado a los dos para mal. Ahora Ana Laura me odiaba, probablemente me odiaría por toda la vida por lo que le hice, y extrañamente temí realmente su venganza.Lo había repetido varias veces, tanto que, al seguir repitiéndolo, parecía que en serio quería desquitarse conmigo.En realidad, yo me lo merecía. Sabía que lo hacía, que me merecía todo lo malo que pudiera pasarme, pero por esa noche no quise agobiarme de esos pensamientos.No quise pensar en el futuro y tampoco en el pasado, porque aún tenía un futuro incierto que enfrentar. ¿Co