49°

Las mejillas de Federico estaban enrojecidas, apretaba los puños, y todos los años en los que trabajé a su lado me sirvieron para conocerlo lo suficiente como para entender que tenía mucha rabia en ese momento.

Así que metí las manos en los bolsillos de la sudadera de Alexander y agaché la cabeza.

Cuando llegó conmigo, me apuntó con el dedo, justo en el centro de la frente.

—¿Qué carajos hiciste? —me dijo—. Solo fue llegar aquí a la empresa para que la esposa de Alexander me dijera que se habían largado a retirar el millón de dólares en efectivo, y luego el jefe de la policía me dijo que habían ido a comprar un collar de yo no sé qué carajos. ¿Cómo te pusiste así en riesgo de esa forma?

—Lo siento —le dije—. Yo no sabía que sería tan peligroso.

—Ah, ¿no? —me riñó él, apuntando hacia el auto—. ¡Está lleno de agujeros por las balas, con los parabrisas rotos! ¿A dónde te fuiste a meter?

—Fui al barrio Obrero, los secuestradores querían...

—¿El barrio obrero? —interrumpió. Su cara se tran
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