Capítulo 3: Prestamistas.

El rostro de Derek era tan severo como armonioso. Sus fosas nasales se ensanchaban, su mandíbula estaba tensa y sus labios eran una línea recta. Sus ojos grises me evaluaron de arriba abajo, recorriendo mis piernas desnudas, mi blusa suelta que dejaba a la imaginación mis curvas, mis pequeños pechos que no se notaban gracias a la tela. A una chica de busto grande o promedio se le hubieran notado los senos a través de la tela, la forma al menos. Pero a mí no. Mis limoncitos no resaltaban. Y aún así, Derek las miraba con una intensidad que me hacía preguntar que estaba pasando por su mente.  

  Por fin vio mi rostro y apartó la mirada sin mostrar expresión alguna. Aproveché y examiné su cuerpo. Tenía puesta una pijama sencilla; una camisa manga larga blanca y un pantalón gris de algodón.   

  Parpadeé con pesadez. Mi cerebro aún estaba medio dormido, pero no comprendía porque se encontraba en esas fachas. Cómo si hubiera saltado de la cama. Pero eso no tenía sentido, porque había llamado a la oficina por lo cual debía estar trabajando.  

  Negué con la cabeza cuando me percaté cual debía ser la pregunta más importante en estos momentos.  

―¿Cómo carajos sabes dónde vivo?

 Parpadeó, incrédulo. Su vista viajó por la pequeña habitación y arrugó el rostro.  

―¿Vives aquí?  

  Las mejillas se me prendieron de vergüenza. Para él este lugar debe ser insignificante, digno de una cucaracha. Inclusive yo pensaba eso. Habré nacido pobre y vivido cada día de mi vida como una persona de bajos recursos, pero tenía aspiraciones, sueños y deseos. Yo no quería terminar en este lugar, por eso estudie y me endeudé. Porque pensaba que mis esfuerzos serían recompensados en el futuro. Recuerdo a mí yo del pasado y me daba pena, a pesar de las carencias y la desigualdad que experimenté a lo largo de mi vida, era una joven con esperanzas, con pensamientos fantasiosos.  

  ¿Por qué pensaba que mi título ganado con sudor y lágrimas podría competir contra la herencia de papi y mami?

  Los dueños de las empresas preferían darles los puestos importantes a sus familiares y dejarles los empleos que no te permiten crecer al “resto". 

―Vete ―dije con frialdad. Le abrí la puerta lo más que pude, dejándole claro que lo quería fuera de mi hogar.  

  Sonrió con malicia y se paseó por la habitación, pasando su mano por las paredes y calificando el nivel de polvo. Se paró frente a la pequeña cama y la miró con repulsión.  

―¿Aquí follas? ―habló con sorna―. ¿A los chicos con los que estás no les da asco?  

 Apreté mi mano en la manija de la puerta.  

―Eso no es de tu incumbencia.

―Bueno, seguro te acuestas con tipos de tu mismo círculo social. Deben estar acostumbrados a tan poca cosa.  

  Azoté la puerta de golpe y la sangre me hirvió. Vi todo rojo. Me acerqué a él y alcé mi mano para abofetearlo, mas la detuvo. Sostuvo mi muñeca con la fuerza suficiente para inmovilizarme, pero sin llegar a lastimarme.  

  Jaló mi muñeca hasta que nuestro espacio personal fue reducido a cero. Su rostro estaba a milímetros del mío. Mi estómago en lugar de mariposas tenía murciélagos.  

―Tan impulsiva y temperamental como siempre. Ya tienes veintinueve, comporte con clase.  

  Quería herirlo, lastimarlo, humillarlo.  

―Ya han pasado diez años y sigues enamorado de mí. Tanto te importa la clase y la posición social, pero aquí estás; en la madrugada, en un apartamento de mala muerte, sosteniendo la muñeca de una asalariada. ¿Tan obsesionado estás que hasta sabías donde vivía a pesar de que no hablamos desde hace años?

  Su agarre se hizo más fuerte. Me arrojó sobre la cama y se montó a horcajadas sobre mí. Me costó procesarlo, pero fingí que no me afectó su tacto.

  El aroma de su perfume era ligero y su piel estaba caliente. Evité pensar en él como un hombre, uno atractivo que me estaba montando. Era lo más cerca que había estado de un hombre, la posición más comprometedora en la que he estado con una persona del sexo opuesto.  

―No juegues con mi paciencia, no te va a gustar el resultado ―Exhaló contra mis labios.  

  Sus ojos iracundo iban de mis labios a mis ojos azules.  

  Mi orgullo estaba herido y quería herir el suyo.  

―Por más que quieras negarlo, te gusto. Inclusive en este momento quieres besarme, ¿verdad? ―Levanté mi rostro, tentándolo con la rabia inundando mis venas.  

  Tragó saliva. Y para mí sorpresa, la ira abandonó sus ojos y el deseo tomó su lugar. Quería que se cabreara más por mis insinuaciones, que me gritara, que se mostrara afectado por mis palabras.  

 Sus labios cayeron sobre los míos. No fue gentil ni amable. Sentí la desesperación en su toque, la agresividad, el anhelo. Su lengua invadió mi boca y un hormigueo recorrió mi espina dorsal y se trasladó a mi vientre.  

Quería decir que era asqueroso, que no me gustaba, que lo odiaba. Pero no podía. El beso era agradable y me sentía tan bien. Instintivamente, le seguí el juego. No era una experta, pero la excitación me llamaba a participar. Me gustaba como nuestras lenguas jugaban, como su cuerpo se presionaba contra el mío, como nuestras narices se rozaban.  

   La forma de agarrarme, besarme, tocarme, todo indicaba salvajismo de primera categoría. No podía seguirle el ritmo, pero lo intentaba. Me faltaba el aliento, mis pulmones ardían. Estaba perdiendo la batalla y no entendía como él podía resistir tanto tiempo sin respirar. ¿Era alguna clase de técnica que se aprendía con la práctica?  

  Me mordió el labio inferior y solté un alarido.  

―¡Maldición!  

  Se apartó de mí con una sonrisa perversa en los labios. Contempló mi boca. El labio me palpitaba y chillaba de dolor.  

―No te preocupes, me encargaré de hacerte pagar por ese rechazo.  

  Pasó su lengua por mi labio sangrante. Un escalofrío viajó por mi cuerpo.

  Y sin más, se marchó, dejándome con un revoltijo de pensamientos.  

 La mañana siguiente era un zombie. No tenía corrector para las ojeras ni polvo para ocultar mi piel reseca.  

  Caminé al trabajo con una pesadez sobre mis hombros y con mis piernas ligeras como el papel. Que contradicción.  

 Una minivan se detuvo frente a mí cuando iba a cruzar la calle. No pude ni reaccionar. Me introdujeron al vehículo de un tirón, mi hombro casi se sale de lugar.  

―Que hermoso postre tenemos frente a nosotros. Es un privilegio amanecer viendo algo tan hermoso, ¿no es así, muchachos?  

  Esa voz la conocía a la perfección. No quería levantar la vista porque sabía a quién me enfrentaría.  

―Un bonito día, ¿verdad, Erika?  

  Mantuve mi cabeza gacha, viendo el suelo tapizado del vehículo. El olor a puro invadió mi nariz. Una mano grande tomó el cabello en mi nuca, tirando y obligando a verme. Fue brusco y doloroso.  

  Chillé por la sorpresa.  

―Estoy hablando contigo, perra. No me ignores ―El prestamista de treinta y cinco años exhaló una gran cantidad de humo a mi rostro, ahogándome.  

  El olor me mareó. Siempre estaba fumando. Con suerte, en unos cinco años sufriría de cáncer de pulmón.  

―¿Cómo está, señor Martin?

  Hablé con normalidad, fingiendo que no le tengo terror. Ignorando que hace dos años me rompió el brazo por retrasarme dos meses con el pago.  

―¿Y mi dinero? ―Su cabello rubio caía sobre su frente. Sus ojos marrones carecían de vida.  

―Estoy en eso. Subiste la tasa de interés sin previo aviso, por eso me estoy tardando en conseguir el dinero.  

  Negó con la cabeza.  

―Eso es inaceptable. Ya debes un mes y medio. Sabes lo que ocurre cuando llega el límite de dos mes ―Sonrió, mostrando un diente de oro―. Tic, tac, tic, tac. Oh, falta dos semanas para eso.  

  Un escalofrío bajó por las venas del brazo que fracturó en el pasado. Me azotó el recuerdo del dolor.  

―Y tendré el dinero dentro de dos semanas. Lo prometo ―dije con poca convicción. Traté de sonreír, pero creo que daba las vibras de un chihuahua atemorizado.  

  El silencio se tornó pesado y el sudor bajó por mi frente. Inhaló aquel horrible veneno y exhaló el humo en mi rostro.  

  Tosí y los ojos se me humedecieron. El olor era muy fuerte para mi gusto y llegó a marearme.  

―Está bien, confío en ti ―Me sonrió―. Estoy siendo generoso contigo porque eres guapa. Me gusta, señorita Erika Stone. A las demás muchachas que están en tu posición las hacemos pagar de otra forma ―Ladeó la cabeza de un lado a otro. Sabía a lo que se refería y se me revolvió el estómago. Sus ojos fueron a mi cuerpo y quise encogerme, taparme―. Mientras tanto tú, estás pagando con tu arduo trabajo en una oficina. Pero mi paciencia es poca y mis ansias de dinero es mucha. Si no me pagas la cuota mensual que acordamos, le vamos a tener que dar uso a ese cuerpecito suyo.  

  Se me cortó la respiración. Sentí que el peso en mis hombros incrementaba y el miedo carcomía mis huesos.  

―Ya puedes irte ―sentenció.  

  Salí del vehículo desorientada, su amenaza había afectado mi sistema. Estaba en el mismo lugar donde fui secuestrada, a unas calles de la oficina. Podía ver el edificio a la distancia. Y aún así, no fui capaz de reunir el valor de moverme hasta dentro de unos minutos.  

  “Debía conseguir el dinero como dé lugar, me iban a violar, venderían mi cuerpo como mercancía, no les importaría en lo más mínimo si lloraba, gritaba y me negaba”.  

  Llegué a la oficina y mis compañeros me saludaron con asentimientos de cabeza. No se oía ni el cantar de las aves. Eso solo significaba una cosa: La bruja estaba en la oficina.  

Y por primera vez en mi vida, me alegraba. Necesitaba pedirle un adelanto. Los intereses de los prestamistas-mafiosos subieron y el sueldo de m****a no alcanzaba.

  Subí al último piso con el corazón en la mano. Dejé mis pertenencias en mi escritorio junto a la oficina de mi jefa y entré al territorio de la bruja roba almas.  

  Me detuve en seco cuando me fijé que la bruja no estaba sola, Derek y un desconocido estaban sentados frente a ella. Los tres pares de ojos voltearon en mi dirección, pero yo solo pude fijarme en Derek. Su mirada era fría. Volvió a centrar su atención en la bruja, ignorándome. Los demás seguían viéndome.  

―Estoy en una reunión, ¿no ves o eres estúpida? ―Me dijo mi jefa Katy, con desdén.  

  Noté como los hombres de Derek se tensaban ante el comentario de Katy.  

―Una disculpa. Las persianas estaban abajo, no pude ver que tenía compañía. Vuelvo después.  

―No, no. Aprovecharé tu equivocación para pedirte que traigas la carpeta azul de finanza. Y rápido ―Sentenció.

―Entendido.  

  Salí de la oficina de Katy y fui a la sala de archivos, tomando la carpeta correspondiente de la pila. Volví en silencio y los dejé conversar.  

―Sería un placer que nuestras empresas colaborarán, señor Fisher ―dijo mi jefa.  

―Lo mismo digo, señora Smith. El patriarca y su sucesor, Derek Fisher, le ven un futuro brillante a esta sociedad ―dijo el desconocido.  

  ¿Patriarca? ¿Se refiere al fundador de los bancos Fisher?

  Repasé al desconocido y no se parecía en nada a Derek. Este tenía cabello rubio, ojos negros y piel tostada. Si los comparaba, los rasgos de sus rostros eran opuestos. El desconocido se veía más joven y poseía facciones angelicales. Mientras que Derek tenía facciones varoniles y fuertes, dignas de un gladiador o un alfa.  

  Negué con la cabeza y pensé en otra parte de la conversación.  

  Hablaron sobre colaboración y sociedad. Significaba que vería a Derek con frecuencia. Lo miré de reojo mientras rodeaba el escritorio y me ponía al lado de Katy. Sus ojos estaban en cualquier otra parte que no fuera yo. De pronto, parpadeó de una manera inusual. Inhaló profundamente y se dignó a verme. Su expresión impasible pasó a ser una de molestia.  

  Se levantó bruscamente de la silla, robándose la atención de los presentes. Agrandé los ojos cuando vino en mi dirección; no sabía si retroceder o apartarme.  

  Su mano se cerró en mi muñeca y me jaló hacía él. Puso su otra mano en mi nuca, manteniéndome en mi lugar. Enterró su nariz en mi cuello, rozando mi piel.  

  Los recuerdos del día anterior invadieron mi mente. Las mejillas me ardieron y se me cerró la garganta. Mi corazón iba a mil por minuto.  

 Apartó su rostro y me miró fijamente.  

―¿Estabas fumando? ―dijo con rabia.  

 La oficina se quedó en silencio.  

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