Capítulo 2: Hombre cruel.

Se me cortó la respiración. Llevaba años sin verlo en persona, específicamente desde los veintiuno. No podía negar que este hombre siempre fue atractivo hasta el punto de ser doloroso. Y los años solo lo mejoraron y le dieron un aire de madurez y sofisticación difícil de pasar por alto.  

   Su estatura rozaba el metro noventa, sus piernas eran largas y bien definidas. Sus hombros anchos cubiertos con el traje de vestir. Siempre tuvo una contextura envidiable, no era ni muy robusto ni muy flaco, un equilibrio perfecto entre ambos. Me preguntaba cómo se vería sin camisa, que tanto se le marcarían los músculos.  

  Me encontré con su mandíbula marcada y las facciones de su rostro eran armoniosas. Su cabello negro azabache estaba peinado hacía atrás y sus ojos grises creaban un gran contraste con su piel pálida.  

  Jamás lo negué, físicamente me atraía, pero su personalidad me alejaba.  

  Un brillo burlón bailaba en sus ojos grises. No sabía que expresión tenía mi rostro, pero debí quedarme viéndolo como una boba.  

  Tragué saliva y me recompuse.  

―Una disculpa ―Repetí, dispuesta a marcharse y esperar que no me haya reconocido.    Ya no éramos jóvenes de veintiún años, teníamos veintinueve.  

―¿Así es como saludas a un viejo compañero de universidad, Erika? ―Su voz me causó escalofríos, era más grave de lo que recordaba, más seductora.  

  Me giré sobre mis talones para enfrentarlo. Sus ojos me recorrían de arriba abajo sin disimulo.  

―¿Qué esperabas, qué nos sentáramos hablar de nuestras vidas? Tengo trabajo que hacer, estoy ocupada.

  Me dirigió una sonrisa mezquina.  

―Creo que no necesito que me cuentes tu vida para saber cómo te está yendo, trabajando como una esclava para Katy.

―Eres un hijo de puta.  

―Me lo dicen seguido, querida.  

  Su mano me acariciaba el cabello color caramelo, jugando con las puntas. No le aparté la mano. Noté que se quedó absorto en sus pensamientos mientras miraba fijamente mi cuello.  

  Me relamí los labios, nerviosa. Hice el esfuerzo por fingir que su cercanía no me afectaba, que el olor de su costoso perfume no me mareaba de lo delicioso que era.

―Y pensar que pudiste tener una mejor vida y desperdiciaste la oportunidad ―susurró para si mismo, pero pude escucharlo.  

  El comentario me descolocó y retrocedí unos pasos. Sus ojos perforaron los míos. Su mirada era implacable.  

  Necesitaba salir de este bucle, evitar que se metiera en mi mente.  

―No me digas que sigues enamorado de mí después de diez años ―Me mofé.  

  Una risa ronca y amarga salió de su garganta.  

―No te creas tan importante. En ese momento era joven y me gustaban las cosas humildes ―dijo.  

  Sus palabras me golpearon en el estómago. Eso era lo que me molestaba de él, que siempre me veía como alguien inferior, como si fuera un objeto barato. Lo que no entendía era ¿por qué se enamoró de mí si siempre me veía por encima del hombro?  

―Solo recuerda que esa personalidad de m****a fue lo que te costó un rechazo de mi parte.

  Me dispuse a irme, pero me cogió del brazo, pegando mi costado de su pecho. Su otra mano fue a mi mentón, obligándome a ver sus ojos grises.  

―No puedes sonar presumida cuando luces tan demacrada ―La ira era latente en su voz, pero noté que se coló un matiz de preocupación en sus palabras―. ¿Estás satisfecha con todos los sacrificios que hiciste para llegar a este punto?  

    Sus palabras eran como cuchillas. Y la forma en la que lo dijo sonaba como si me conociera lo suficientemente bien, como si pudiera leer mis pensamientos, analizar mis dudas y arrepentimientos.  

  Iba a responder, pero un carraspeo nos interrumpió. Era mi jefa, con una expresión de molestia en la cara, sus manos en la cintura y el tacón resonando en el suelo. Sus ojos pasaron de mi persona a Derek, y de Derek adonde nuestros cuerpos se unían.  

 Quise separarme disimuladamente de él, pero su agarre era firme.  

―Un placer verlo, señor Fisher ―Mi jefa se acercó a paso lento, analizando cómo tratar la situación―. Pero qué curiosa forma de encontrarnos, ¿no?  

  Prácticamente, yo estaba en medio de estos dos.  

―¿Conseguiste la reservación? ―Los ojos de mi jefa cayeron en mí.  

  Quería que le dijera que no, que le diera una excusa para despedirme delante de Derek y humillarme.  

  Con el pecho inflado de orgullo, le respondí.

―Sí, conseguí la reservación.  

   Una mueca de disgusto dominó su rostro, pero la cambió drásticamente.  

―Ya veo… Bueno, podemos irnos, señor Fisher.  

  Derek no respondió y eso llamó mi atención. Me atreví a mirar esos ojos arrogantes nuevamente. Su mirada estaba posada en mí, no disimulaba. Repasaba cada facción de mi rostro, como si lo estuviera memorizando. En ningún momento miró a mi jefa y hasta la dejó con la palabra en la boca.  

  Eso me gustó, pero recordé que su enojo lo pagaría conmigo más tarde por meterme en su camino.  

  Me solté de golpe y aparté la mirada.  

―Con permiso ―dije y prácticamente corrí al ascensor.  

Lejos de ese desastre de emociones e interrogantes, me permití respirar. El corazón me latía con prisa. La siguiente hora la pasé pensativa, recordando las palabras de Derek. Su rostro y la forma de mirarme me venían a la mente.  

  Y entonces lo sentí, una presencia maligna acercándose. Y efectivamente, acerté. Mi jefa entró por la puerta y se movía con prisa, estaba enojada. Mis compañeros de trabajo también sintieron el malhumor y metieron sus cabezas en los escritorios. Algunos hasta se escondieron debajo.

  Para mí mala suerte, yo no tenía ese privilegio de esconderme, porque era su asistente. La mirada que me dirigió mi jefa era feroz, como si mi existencia fuera un problema para poder conseguir la paz mundial.  

  No pude ni saludarla, tiró su bolso sobre mi escritorio y su abrigo cayó en mi cara, impidiéndome verla.  

―Necesito que recopiles información sobre la historia de la medicina y sus antecedentes, referencias, los cambios tras la modernidad, las peores enfermedades que han azotado a la raza humana y a los dinosaurios. Y lo quiero para esta noche.  

  Y sin más, cerró la puerta de su oficina. Me quité el abrigo del rostro y la confusión me gobernó. Bajó las persianas y ya no podía verla. Eso al menos era un alivio.  

  Vi la hora en la computadora y faltaba veinte minutos para las ocho, la hora de salida. Y esa mujer me acababa de encomendar una tarea que era imposible terminar en veinte minutos.  

  No sé que le habrá dicho el frío e insensible de Derek, pero se está desquitando conmigo, como siempre.  

  Me llegó un mensaje a mi celular.  

Kira: recuerda venir a mi boda este fin de semana, no acepto excusas del trabajo. 

  Le respondí a mi vieja amiga de la universidad, ex compañera de clase.

 Yo: Oh, querida. Créeme que no faltaré por nada del mundo. Lo que necesito en estos momentos es un descanso del trabajo. Me emborracharé como si no hubiera un mañana.

  Terminé la investigación hasta pasada la medianoche. No había nadie en la oficina, ni siquiera mi jefa. El lugar estaba oscuro, lo único que emitía luz era mi computadora.  

  Cabeceaba sobre mi escritorio hasta que por fin descansé mi cabeza en una pila de papeles recién impresos y me quedé dormida. Ya no resistía más.  

“Tin-tin-tin-tin”. 

  Con los ojos cerrados, mi mano fue por instinto al teléfono de trabajo.  

―Buenos días ―dije con pesadez.  

  Una risa ronca sonó del otro lado de la línea.  

―¿Buenos días? Son las dos de la madrugada. Honestamente, ni siquiera pensé que me responderían, solo llamé por fastidiar ―Reconocí la voz al instante. Derek.  

 Me incorporé de golpe. Tuve que parpadear varias veces para acostumbrarme a la luz de la computadora que tenía delante de mí. Repasé la habitación y para mí desgracia, todo estaba oscuro.  

  Definitivamente, era de madrugada.

―¿Y para qué llamaste a esta hora? ―hablé con fastidio. Nada de formalidades.  

  No me importaba que hubiera la posibilidad de que se convirtiera en mi jefe luego del matrimonio con mi jefa. Aunque pensándolo mejor, sonaba como una horrible pesadilla sin fin. Que se casen las dos personas que disfrutan torturarme mentalmente. No gracias, no necesitaba eso.  

―¿Y por qué estás en la oficina a esta  hora? ―contraatacó.  

―Eso no te incumbe. Solo déjame el maldito recado tan importante que no pudo esperar hasta mañana para que yo pueda irme.  

―¿Irte? ―gruñó―. ¿Estás demente? Son las dos de la madrugada, ¿alguien va a pasar buscándote?

  Bostece.

―Sí, por supuesto. Mi chófer personal viene a por mí. Pienso pagarle con monedas de oro y diamantes.  

―Quédate dónde estás.  

  Y colgó.  

  ¿Qué le pasaba a este?  

 Él no me iba a decir lo que tenía que hacer. Apagué la computadora, guardé el celular en mi bolsa y me fui.  

  No iba a mentir, caminar sola en medio de la madrugada daba miedo. Las estadísticas de asalto, asesinato y violación azotaban mi mente. Mis pies avanzaban con rapidez. Por suerte, mi apartamento estaba cerca de la oficina.

  No me había dado cuenta lo rápido que latía mi corazón hasta que me resguarde en mi “hogar".  

  El cansancio me golpeó. Me cambié de ropa por una camiseta larga que cubría mis caderas.

Dormir con camisetas era mucho mejor que las pijamas, y nadie me haría pensar lo contrario.  

  Mi apartamento consistía en una sola habitación. La pequeña cocina en una esquina, un mueble en la otra esquina y en la otra esquina…

  Agarré el cordón que sobresalía de la pared y tiré de ella. El sonido sordo de la cama plegable al extenderse retumbó en la vieja madera del piso. Con el estómago vacío, me tiré en el minúsculo colchón. Me había acostumbrado a la sensación de los resortes salidos y otros hundidos. A veces amanecía con uno que otro corte en el cuerpo a causa de los resortes.  

  Me bastó cerrar los ojos cinco segundos para caer rendida.

No sé cuánto tiempo había pasado, pero los estridentes golpes en la madera no me permitían dormir profundamente. Sabían que estaban tocando mi puerta, sabía que si me levantaba y abría, los golpes cesarían. El problema era que mi cuerpo no me respondía y mis ojos ardían. Era como un celular con cinco porciento de batería.  

  Agarré ese cinco porciento y me tambalee hacía la puerta. Lo bueno es que mi apartamento carecía de objetos y adornos, estaba segura que hubiera chocado con todos y cada uno de ellos. Abrí la puerta y un cuerpo fornido me pasó por el frente, adentrándose en mi humilde morada.  

―¿Qué parte de: “quédate dónde estás” no entendiste? ―Me gruñó un Derek cabreado.  

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