Las fechas salían por todos lados, llegando y enterrándose en los árboles. Las hojas caían mientras la pequeña lluvia se cruzaba entre las ramas. Era una confusión de espadas y de brazos.
Norah seguía sosteniendo a Nina que parecía a punto de dejar de respirar, la sangre manchaba su vestido azul y lo volvía oscuro.
No podía dejarla, no podía. ―Espera… no te duermas… no cierres los ojos.
―Mi… milady, debe escapar, esos hombres trataban de matarla.
Era imposible no darse cuenta de que las flechas estaban dirigidas a ella, incluso en ese momento, si no fuera por el oportuno apoyo de los tres caballeros junto con Nadia y su compañero, ya habrían pasado cientos de flechas hacia ella.
―No te dejaré sola… no lo haré.
―¡Milady! ―le gritó Nadia. ―¡Debe irse, ahora! Esteban la acompañará.
―No puedo… no la dejaré.
El otro caballero ya estaba preparado para llevarse a Norah, pero de repente, la lluvia de flechas se desvaneció.
El sol salió como de costumbre. Hermoso, brillante. Brindaba calor a los seres de abajo. La lluvia había dejado de caer después de cubrirlos por la noche, y aunque había una ráfaga de viento constante y el fresco del bosque los hacía tiritar con frío. Los soldados permanecieron alertas y agradeciendo al sol su calidez. Habían escuchado de la atrocidad de James y Richard, los caballeros escoltas de la Duquesa. Habían acabado con al menos una docena de mercenarios ellos solos. Bastante impresionante para ser tan jóvenes. Sin embargo, no salieron tan bien librados. Rajaduras en sus brazos, una pierna rota y, tal vez veneno en las heridas. ―Tómate esto, ―le dijo Richard a su hermano que seguía muy atento al carruaje de la Duquesa. ―Ella está bien, no está herida, tú, en cambio, parece que te desmayaras al siguiente instante. ―Le… le fallamos. El susurro de decepción fue un golpe para los dos hermanos. Habían jurado protegerla de todo, pero una dis
―Otra vez. ―No puedo, ya estoy cansada. ―Hazlo otra vez, Norah. ―Pero… papá… Una joven Norah, de apenas diez años tenía la espada en su mano, ligera, alargada, con el mango plateado y lleno de pequeños zafiros. Su papá, el gran Duque Fernando la observaba mientras le daba lecciones. ―Necesitas saber esto, algún día no estaré para protegerte y debes saber cómo blandir la espada. ―Pero pesa mucho… y me lastima la mano. ―No dijiste eso cuando jugabas con el arco y la flecha. ―Son más fáciles de usar, y me gustan. Fernando dejó salir una pequeña risa, pero al siguiente momento, volvió a atacar a su hija con un movimiento desprevenido. ―¡Hey! Eso es trampa. ―Mi querida Norah, la vida es una trampa, y más cuando hay seres humanos que te harán la vida imposible si no estás preparada. ―Tú también eres un ser humano… Fernando sonrió y asintió. ―Si, lo soy, y por eso te estoy tendiendo una
La mansión Bailler en la Capital no era como ninguna otra, si el Ducado era enorme, impresionante y con amplias extensiones de terreno de plantas y flores blancas. La mansión en la Capital, parecía un encantador y acogedor castillo con los muros adornados de flores rosas. Cualquiera que viviera en la capital de Pearce, conocía bien ese castillo. Aparte de ser un punto turístico y un centro de inspiración para cientos de artistas, era el lugar donde los generales más poderosos del reino llevaban a cabo reuniones con el líder del ejército, el Duque Bailler. Si bien, le debían lealtad y fidelidad a la Corona, sus alianzas estaban con la casa Bailler, que había mantenido al ejército por tantas generaciones. Ese simple hecho generaba rumores en todos los estratos de la sociedad, las lealtades de los grupos de poder eran fácil de manipular, y había quiénes se movían conforme a las corrientes. Un simple movimiento podía provocar olas de provocación que rayaban con la rebeli
―Milady, espero que sea de su agrado la comida, nuestro chef Hugo la preparó con especial atención para usted. La Señora Mireya Reid, el ama de casa de la mansión aparecía contenta al recibir a la nueva Duquesa. A diferencia de las demás sirvientas y de lo que dijera la alta sociedad, ella tenía su propia forma de pensar. Había cuidado de la mansión desde varias generaciones atrás y sabía distinguir muy bien el carácter de la gente. Claro está, que si la Duquesa hubiera sido como los rumores decían, una mujer orgullosa y mimada, presuntuosa y de carácter horrible, no hubiera dejado salir sus comentarios al Duque. Sin embargo, lo que observó esos días, fue que la mujer de cabello plateado era todo lo contrario, incluso era mucho más inocente de lo normal, pero inteligente y suspicaz. No podía estar más feliz. ―Gracias Señora Reid, por favor dígale al Chef Hugo que todo me parece delicioso. ―Claro que sí, milady. La señora Reid dejó salir una gran sonri
―No me quiero ir, por favor, Albert, déjame quedarme otros días más… yo… yo te aseguro que no haré ningún escándalo. Gina no se había dado por vencida y había armado un berrinche el día que su hermano llegó para llevársela. Se había quejado de un dolor en la pierna derecha por el ataque de los mercenarios, y, aunque no había dicho nada ese día, ni los siguientes, de repente apareció una fractura en su pierna derecha. ―Estarás mejor en tu casa, te atenderán mejor ahí, por el momento mis doctores y sirvientes deben estar al pendiente de mi esposa. Había frialdad en las palabras de Albert, ya la había dejado hacer de las suyas por tanto tiempo y ya no tenía ganas de seguir complaciendo sus caprichos. Era suficiente con soportar su descaro al tomar las pertenencias de su esposa, sin devolver nada, incluso era posible que los rumores sobre el supuesto escape de Norah hubieran empezado con ella. ―No… no me iré… Gina se arrodilló con los ojos llenos
―¿Qué tratas de hacer? Albert la regresó a su habitación, los demás sirvientes no los habían seguido. Nadie tendría el coraje. ―¡Suéltame! ―le gritó Norah mientras le quitaba la mano. ―Y no intento hacer nada, solo quería que tu amiga se quedara en el castillo, dada su condición, sería contraproducente que salga con la pierna lastimada. Sería mejor que se recupere aquí, ¿no lo cree, milord? Cruzó los brazos, no sabía porque estaba tan irritada. Pero las palabras que parecían expresar preocupación por esa mujer de parte de su esposo, la hacían irritar. Albert frunció el ceño, y de repente una extraña idea se le ocurrió. Lo hizo sonreír verla con las mejillas coloradas. ―Estas celosa. No era una pregunta. Norah se volteó con los ojos bien abiertos y con los puños bien apretados. ―Milord, yo no me atrevería a estar… ―Sí lo estás, no puedes negarlo, Norah. El hombre se acercó a ella y la tomó de la cintura, rodeándola con f
Albert la miró y vio su delicada mano posada sobre la de él. Lo acariciaba con ternura. La sensación era extraña, tierna. Norah jamás había sido tan atenta con él, ni había tomado la iniciativa de tocarlo. Suprimió una sonrisa que quería estallar en una risa de felicidad, le tomó la mano a su esposa y la hizo levantarse. No podía desperdiciar un momento así. No cuando era tan difícil que se repitiera. ―¿Estás segura, Norah? Su voz era suave, aun con el acto de un esposo preocupado por la salud de su esposa. Norah asintió. ―Sí, quiero que me ayudes a entrenar. Solo mi esposo puede ayudarme. Albert tragó saliva. No podía creer lo que estaba escuchando. Ella lo había llamado su esposo tan de repente. Ahora podía cumplirle lo que fuera. Aunque buscaría una manera de que el entrenamiento fuera apenas un ligero ejercicio. No podía exponerla a un esfuerzo innecesario que provocara que su frágil cuerpo se debilitara. Norah lo miró con una gran sonrisa mientras él seguía sonriendo sin sa
El fuego cubrió su cuerpo, desde la punta de los pies hasta su cabello. Norah veía al Duque con preocupación y se alejaba de él. Trataba de concentrarse como su entrenamiento con Jacob, trataba de enfocarse para controlar el poder del fuego, pero era muy difícil. Albert se levantó y la miró con sorpresa y confusión. ―¡No te acerques! ―le gritó Norah y se alejó de él. Aún desnuda temía tocar algo, su ropa o una flor o podría incendiar todo. El corazón de Albert latió muy rápido, con miedo y ansiedad. La podía ver asustada, temblando y nerviosa. ―Norah, cálmate… ―No puedo… no puedo… tengo miedo… no te acerques o te quemaré, te haré daño. Albert se quedó a una distancia segura y miró a su alrededor. Había una fuente no muy lejos de ellos, podía sumergirla ahí, sin embargo, notó algo, el pasto debajo de los pies de Norah, no parecía quemarse. No había ninguna señal de ceniza. Ese fuego no parecía quemar. Se acercó a ella de nuevo, pero Norah se movió para atrás de nuevo. ―No… no m