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NARRA EMERSON

Hoy hacía exactamente seis años que habían fallecido mis padres. Su vacío se sentía en toda la casa y en todos los lugares en los que frecuentábamos.

Ellos eran mi vida, los que me enseñaron como ser una buena persona y nunca sobrepasar a los demás por el puesto categórico que tenía nuestra pequeña gran familia —solo hablando económicamente, claro—. Es evidente que su enseñanza no la ponía en práctica, desde que partieron yo no hice otra cosa que denigrar a los otros, pero eso era lo que me salía, no podía tratar bien a nadie, estaba enojado con todos y odiaba a la vida por haberme quitado lo que más quería.

—Emerson, no saliste de tu despacho en todo el día. Hoy es domingo —La suave, pero recriminadora voz de Verónica, me regañó.

Ella era la única persona que conocía al Emerson real. Al que fui cuando mis padres aun vivían y no tuve que enfrentar todas las desgracias que luego me pasaron. Verónica fue la persona que me crio junto a mi madre y mi padre, así que para mí era como mi segunda mamá.

Sus cálidos ojos marrones oscuros y esa sonrisa de todo-estará-bien, eran como una medicina para mí. Sentía que cuando ella me sonreía, había una cierta probabilidad de que todo se solucionara y que yo pudiera salir adelante, tanto como a mi madre le hubiese gustado que sucediese.

—No tengo ganas —respondí desganado tomando un sorbo de mi whisky.

—Sé que estas triste mi niño, pero piensa que ellos siempre van a estar aquí con nosotros —afirmó acercándose a mi lado.

—Eso no me sirve, ya no están conmigo, me dejaron solo —dije golpeando la mesa fuertemente.

—No digas eso, ellos no te abandonaron. Solo fue el destino Emerson, no hay nada que contra eso — agregó abrazándome.

Sentir el abrazo sincero de Verónica me hacía sentir vivo, por más que fuera de esta casa sea un témpano. Dentro de la mansión podía ser el que siempre fui: el chico tímido y frágil llorando por la ausencia de sus padres.

Siempre habíamos tenido una relación muy estrecha, éramos muy unidos. Pero todo cambió ese maldito día que se fueron para descansar a un crucero en unas merecidas vacaciones y jamás regresaron.

Me costó muchísimo asimilar que ya no estaban más físicamente, es más… todavía no dejaba que se fueran completamente. La poca familia que me quedó —mis tíos y mi prima Alice— habían venido para darme el pésame, pero en su mirada solo vi la lástima que sentían por mí. Entonces me dije que nunca más me iban a ver vulnerable ni mucho menos volverían a verme con lástima en sus ojos.

—Recién terminé de hornearte el pastel de chocolate que tanto te gusta —avisó Verónica, acariciándome el cabello.

—Cada vez que haces eso me siento el niño de diez años que rogaba porque me lo cocines —contesté con una media sonrisa.

—Siempre vas a ser mi niño —respondió con una sonrisa maternal—. Pero bueno, basta de melancolías y vamos a la cocina

—Está bien, pero ¿Me puedes acompañar luego a un lugar? —pregunté con un nudo en la garganta y ella, a entender a que me refería, asintió con la cabeza.

Juro por lo que sea que odiaba estos lugares tan sombríos, serios y tristes. Pero… ¿qué más se podía esperar de un cementerio?

Nos acercamos hasta el lugar en donde aparecían las placas de mis padres. Emerson y Elizabeth Harker. Aquí descansaban mis padres hace seis años. Seis años que no los veo ni recibo sus abrazos, ni sus consejos ni nada referente a ellos.

Recuerdo como si fuera ayer el día que se fueron. Mi madre, como si sintiera que iba a ser la última vez que nos veamos me hablo con el corazón en la mano.

Innumerables lágrimas caían por mi mejilla. Hacía mucho tiempo que no lloraba así, pero necesitaba sacar el dolor que sentía por algún lado. Sentí la mano de Verónica en mi hombro.

—No me voy a poder acostumbrar nunca —dije una vez que logré calmarme sin apartar mi vista del pedazo de césped que mantenía oculto los ataúdes de las personas que me habían traído a la vida.

—Luego de la tormenta, siempre sale el sol —respondió Verónica, recostando su cabeza en mi hombro.

Me arrodillé sobre las lapidas de mis padres y dejé una flor arriba de cada una. Eché un vistazo por última vez y me dirigí hacia mi auto con Verónica pisándome los talones. Por alguna razón, tenia deseos de hablar con alguien de este sentimiento, pero al no tener a nadie cercano, pensé en esa asistente, Berenice, quien siempre se mantenía fiel a su trabajo, quizás ella seria capaz de comprenderme, quizás ella me escucharía, pero el temor a resultar expuesto ante un desconocido, me sumía aun mas en mi miseria.

Berenice Swan, ese era su nombre, tan encantador y sencillo como ella lo era, a veces la miraba sin que ella se diera cuenta y tan solo porque me causaba curiosidad, era una mujer extraña que parecía vivir solo para el trabajo, no salía con nadie hasta donde yo sabía, y siempre se hallaba sola, solo a veces se miraba a la hora del almuerzo con otro ser humano dentro del trabajo.

Mirando ese número, estuve tentado a marcarlo y pedirle una reunión solo para charlar, pero de nuevo mis temores se hicieron presentes. No podía confiar en nadie, pues terminarían traicionándome, sin embargo, fueron mis nervios los que me traicionaron primero, y sin querer termine marcando aquel numero de esa seria muchacha. La escuche responder a la llamada, pero como un cobarde no pude decirle nada y solo colgué aquella llamada, ya mañana le explicaría que le había marcado por accidente, y estaba seguro de que ella lo creería, después de todo, ella creía que yo solo era un tempano de hielo igual que todos los que por casualidad se cruzaban en mi camino…y quizás eso era lo mejor. 

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