15. Confusión descomedida

Tanto el ingeniero y el arquitecto recién llegado tratan de llamarla. Azucena corre sin parar seguido de los llamados vívidos que se desvanecen con el trote acelerado por las escaleras.

¿Rafael? ¿Herido? ¿Qué está sucediendo?

No sabe de donde salen las fuerzas de sus piernas, la agitación que se contrae en los músculos de su cuerpo. El desasosiego que nace de repente para que corra y no se detenga. ¿Dónde dejo el carro? Azucena, aún en tacones, apresura el paso hacia su camioneta ya sin aliento.

El teléfono. ¡El maldito teléfono lo dejó caer!

—Oeste. Calle treinta y cuatro—se repite. Temblores asechan con movilizarla para que no conduzca. Sus dedos oscilan con la llave. Azucena aprieta el volante y acelera con una imagen cruda de Rafael en la cabeza. Pasado la avenida en la que está mira los avisos, las carreteras y con la ayuda de la memoria lleva su camioneta al viaje más largo de toda su vida—. ¡Por Dios, Rafael! ¿¡Qué sucede!? —jadea más agitada qué nunca. Como mucho puede respira
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