Despedida

Maximiliano se dejó caer en la silla de su despacho, frotándose las sienes con ambas manos.

La confusión lo invadía, una mezcla de emociones que no sabía cómo manejar. La imagen de Ariadna en su cama, con su cabello rojizo desparramado sobre las almohadas, seguía nítida en su mente. Había algo en ella que lo inquietaba profundamente, una mezcla de irritación, frustración y un deseo que no quería reconocer.

No podía confiar en ella. Eso lo sabía con certeza. Ariadna Valdés era un peligro, una trampa en la que no debía caer, pero su presencia parecía retarlo a cada momento, como si quisiera poner a prueba sus límites. Recordó cómo sus labios temblaron cuando la acorraló, el sutil temblor de su cuerpo bajo sus manos. Esa fragilidad lo había desconcertado tanto como lo había enfurecido.

—No es más que una máscara —se dijo a sí mismo en voz baja, como si necesitara convencerse de ello—. No es inocente, no lo fue entonces, y no lo es ahora.

Pero el recuerdo del rechazo al beso todavía lo in
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