Delirio

Habían pasado apenas treinta minutos desde que la enfermera jefe Carter salió de la sala de cuidados intensivos para informar a Maximiliano y Leonardo que Ariadna había recibido otra transfusión. Su voz había sido firme, casi mecánica, diciendo que estaba estable por el momento, pero que seguía débil, que su presión aún no subía lo suficiente. Luego cerró la puerta tras ella, dejando a Maximiliano desplomado contra la pared y a Leonardo marchándose con furia por el pasillo. Eso fue todo lo que supieron entonces, un breve respiro en el caos, pero ahora, horas después, el aire en el ala este del Hospital St. Mary se había vuelto denso, cargado de una tensión que preocupaba.

Ariadna Valdés yacía en su cama, rodeada de máquinas que pitaban en un ritmo irregular. El tubo de oxígeno en su nariz silbaba con cada respiración, y su piel, pálida como la cera, brillaba con un sudor que no paraba. La transfusión había ayudado al principio, dándole un leve color a sus mejillas, pero algo había cam
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