Ethan
El sol de la mañana entraba por las cortinas rotas de mi cuarto, pintando líneas doradas sobre el piso de madera crujiente. Aún sentía el peso de la mirada del lobo en mis huesos, esos ojos morados que parecían revivir mis secretos más oscuros. Me vestí rápido sin atreverme a mirar por la ventana hacia la casa abandonada. Pero mi curiosidad era más fuerte que el miedo. Siempre lo había sido. La casa Vrykolakas no parecía tan aterradora a la luz del día, aunque seguía teniendo un aire triste. Las tablas del porche estaban podridas, y la puerta principal colgaba de un solo gozne, chirriando con cada ráfaga de viento. Respiré hondo, ajustándome los guantes de trabajo —una especie de excusa por si alguien me veía—, y entré. Dentro, el aire olía a humedad con un toque metálico, como el de monedas viejas. Las paredes estaban cubiertas de graffiti, pero entre esos garabatos, algo llamó mi atención: símbolos tallados en la madera. Espirales que terminaban en garras, lunas menguantes adornadas con runas, y lobos con ojos vacíos. Pasé los dedos sobre uno de ellos, y un escalofrío me recorrió la espalda. No eran simples garabatos, pensé. Eran demasiado precisos, demasiado elaborados, demasiado antiguos. En el suelo, cerca de la escalera derruida, manchas oscuras se extendían como constelaciones siniestras. Me agaché a mirar más de cerca. Era sangre seca, mezclada con tierra. Seguí el rastro hasta una habitación en el fondo, donde la luz del sol apenas llegaba. Allí, en la pared, alguien había escrito con carbón palabras que no reconocí, pero encontré una frase que se repetía: "El precio de la sangre". —¿Te gusta el arte macabro? La voz me hizo saltar. Un hombre mayor, con una gorra de pescador y una barba gris, estaba en la puerta. Sus ojos azules brillaban con una mezcla de curiosidad y advertencia. —Solo… investigo —dije, tratando de sonar más seguro de lo que realmente estaba. Él se rio, pero no era una risa alegre. —Todos los que llegan aquí al principio hacen lo mismo. Hasta que aprenden. —Señaló los símbolos—. Esto no es juego, chico. Esa sangre no es de animal. —¿De qué es, entonces? —pregunté, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta. El viejo se acercó, pisando tablas que crujían como si fueran huesos. —Hace unos años, hubo una familia aquí. Los Vrykolakas. Asustaban a todos, pero nadie hizo nada. Hasta que una noche… —hizo una pausa, mirando hacia la escalera—, algo los mató a todos. Dicen que no quedaron cuerpos. Solo manchas como estas. —Señaló el suelo—. Desde entonces, el que entra, no sale igual. Quise reírme, desestimar lo que decía como superstición de pueblo, pero el ambiente se sentía pesado. —¿Y qué pasa con los lobos? —pregunté, recordando esos ojos morados. El viejo palideció. —No son lobos. —Se ajustó la gorra y se dio la vuelta—. Lárgate de aquí, Ethan Cole. Antes de que ellos noten que estás husmeando. En la clínica, el resto del día fue una sucesión de ladridos y maullidos. Vacuné a tres perros, desparasitamos a un gato siamés, y atendí a un conejo con una pata rota. Cualquier tarea me ayudaba a olvidar las palabras del viejo, hasta la llegada de un cliente.... La mujer, un poco demacrada, entró en silencio, cargando a un perro pastor collie con el pelaje dorado, manchado de sangre. Tenía una herida en el costado, profunda y desigual. —Se llama Sol —dijo, con voz temblorosa—.Se fue de casa antes de que saliera el sol. Lo encontré cerca del bosque. Mientras examinaba al animal, noté las mismas marcas que en el gato de ayer: cuatro arañazos paralelos, demasiado largos para ser de cualquier depredador común. —¿Pudo ver qué lo atacó? —pregunté, aplicando un antiséptico. La mujer miró hacia la ventana, como si temiera que alguien la estuviera escuchando. —La gente dice que son… cosas. Grandes, negras. Con ojos como brasas. —Su voz se quebró—. Los lobos de aquí no son normales, ¿sabe? Huelen a tormenta y se mueven como sombras. El perro gimió, y sin pensarlo, le acaricié la cabeza. Sus temblores cesaron al instante. La mujer me miró con una mezcla de gratitud y temor. —Usted tiene un don —murmuró—. Pero cuidado. A ellos no les gustan los que curan. No supe qué responder. Cuando se fue, me quedé mirando mis manos, manchadas de sangre y antiséptico. ¿Un don? Para mí, solo era la única forma de sentir que realmente valía algo. La noche cayó, una luna llena que brillaba como una moneda de plata se podía ver en lo alto del cielo. Estaba preparando una sopa en la cocina improvisada de la clínica cuando escuché un gemido bajo y desgarrador, que venía del patio trasero. Supuse que era un animal en problemas, así que agarré una linterna y un botiquín, siguiendo el sonido como si una cuerda me jalara del pecho. Allí, entre los arbustos de zarzamoras, estaba él. El lobo negro de ojos morados, retorciéndose en el suelo. Su costado izquierdo estaba abierto, y algo brillaba entre la sangre espesa: una bala, pero no de metal común, era demasiado grande y resplandecía siniestramente bajo la luz de la luna. —Tranquilo… —murmuré, acercándome como si fuera un animal salvaje, aunque mi mente sabía que no lo era. El lobo gruñó, mostrando colmillos afilados, pero su respiración era irregular, débil. Con movimientos lentos, abrí el botiquín y tomé unas pinzas. —Voy a ayudarte, ¿de acuerdo? Al tocar la bala, el lobo lanzó un aullido que hizo que los pájaros huyeran de los árboles. Tiré con fuerza, y la bala salió con un sonido húmedo, rodeada de sangre viscosa y extrañas runas. En ese instante, el aire vibró. El pelaje negro comenzó a retraerse, sus patas se alargaron en brazos, y los ojos morados se encontraron con los míos, ahora humanos, llenos de dolor y rabia. Era un hombre. Desnudo, con el torso musculoso marcado por cicatrices que formaban los mismos símbolos de la casa abandonada. Tenía el cabello oscuro y desordenado, y una mirada que podía cortar diamantes. —¿Qué… qué eres? —logré balbucear, retrocediendo. Él intentó levantarse, pero cayó de rodillas. Antes de desplomarse del todo, susurró algo en un idioma que no entendí. Pero lo último que vi fueron esos ojos morados, ahora velados por la inconsciencia, y supe que mi vida ya no sería la misma. Lo cargué hasta la clínica, ignorando el peso de su cuerpo contra el mío. Lo acosté en la mesa de operaciones, cubriéndolo con una sábana limpia. Mientras limpiaba su herida —que ahora era humana, pero seguía sangrando—, noté que las cicatrices de su pecho brillaban levemente. —¿Quién te hizo esto? —pregunté en voz baja,aunque sabía que no obtendría respuesta. Afuera, el viento aulló, y juré escuchar pasos rodeando la clínica. Pasos pesados, como de algo que no quería ser encontrado. Apagué las luces y me senté en el suelo, junto a la mesa. El hombre-lobo respiraba con dificultad, y yo, con cada latido, sentía que el pueblo de Pine Hollow me estaba envolviendo en un secreto que quizás no sobreviviría para contar.Darian Lo primero que noté fue el dolor. Un ardor intenso en el costado, como si la bala de plata todavía estuviera allí, quemándome desde adentro. Abrí los ojos. El techo de la clínica se movía, borroso, mientras el olor a antiséptico y sangre vieja llenaba mis fosas nasales. ¿Dónde…? Moví los dedos, y sentí la rugosidad de una sábana sobre mi piel desnuda. Luego, lo olí. Él. El chico estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos cruzados sobre el pecho. Sus labios entreabiertos dejaban escapar una respiración suave, y una mecha de pelo rubio le caía sobre la frente. Débil. Frágil. Humano. Mis músculos se tensaron. Debía matarlo. Tenía que rasgarle la garganta antes de que despertara y gritara al mundo lo que había visto. Pero al intentar levantarme, una punzada en el costado me hizo caer de nuevo sobre la mesa. Maldije en voz baja, usando el idioma antiguo de mi manada.
DarianEl bosque tenía ese aroma a tierra húmeda, mezclado con la inquietud de las criaturas que ocultaban sus huellas bajo la hojarasca. En mi forma de lobo, las sombras me envolvían como un manto, y desde allí, observaba. Ethan Cole. Su nombre resonaba en mi mente cada vez que un cliente lo pronunciaba en la clínica, con esa mezcla de gratitud y curiosidad que los humanos no podían disimular. Ahora, agazapado entre los arbustos, lo veía caminar hacia la casa abandonada con una linterna en mano, su figura delgada recortada contra el crepúsculo.Idiota, pensé, mientras mis garras se hundían en el barro. No entendía el peligro que pisaba. No entendía quiénes éramos.Lo seguí mientras le daba la vuelta a la casa, deteniéndose en los símbolos tallados en las paredes. Su mano tembló al tocar una de las runas, y el aire vibró levemente. Él no lo notó, pero yo sí. La maldición de mi linaje ardía bajo mi piel, como si sus dedos inocentes hubieran despertado algo
Ethan La fiebre comenzó al atardecer. Primero sentí un escalofrío, luego el sudor frío empapó mi camiseta hasta pegarla a mi piel. Me tumbé en el colchón del piso de arriba de la clínica, mirando las grietas en el techo mientras las visiones danzaban detrás de mis párpados: lobos negros con pelajes desgarrados, aullando bajo la luna llena. Sus ojos morados —siempre morados— me seguían, incluso cuando cerraba los ojos. Mi mente no podía creer que estaba aceptando todo esto tan fácilmente. La explicación de Darian todavía me causaba miedo y algunas dudas. Pero mi cuerpo sentía un impulso terrible de aferrarse a ello, como si estuviera destinado a que todo esto sucediera. —No es real —murmuré, frotándome las sienes—. Solo es la maldición. Pero el vínculo no mentía. Cada gemido de aquellos lobos en mi mente resonaba como un eco del dolor de Darian. Desde que empezaron a suceder las cosas me he estado preguntando por qué mis sentidos estaban siempre llenos de rabia y dolor, aunque nunca
Ethan Un par de días después, en la noche, el vínculo latía en mi pecho como una segunda bestia, arrastrándome hacia el bosque con una urgencia que no podía ignorar. Aunque la luna llena ya no dominaba el cielo, su influencia seguía enredada en mis venas. Salí de la clínica con una linterna, siguiendo el rastro de aullidos que resonaban desde el corazón del bosque. Entre los árboles, las luces de antorchas titilaban. La manada estaba reunida en un claro, formando un círculo alrededor de una fogata, bailando con una gracia que no parecía humana. Hombres y mujeres, algunos en forma humana, otros con rasgos bestiales —orejas puntiagudas, colas espesas, ojos brillantes— danzaban al ritmo de tambores hechos de piel curtida y hueso. Era hermoso y aterrador. Varias parejas entrelazaban manos y collares de flores bajo la luna, sus risas mezclándose con gruñidos de lobo. Me agaché tras un roble nudoso,clavando las yemas de mis de
DarianRegresé al claro, donde la manada había reanudado el ritual a medias. Las parejas danzaban, pero sus risas eran forzadas, sus miradas se desviaban hacia mí. En mi guarida—una especie cueva oculta tras una cascada de hiedra—, el eco de Ethan persistía. Me quité la capa de pieles y arrojé una copa contra la pared. El sonido del metal golpeando la piedra fue un alivio momentáneo.—Hazlo. Muéstrales cómo tratas a los que se interponen en tu camino.Sus palabras, desafiantes e infantiles, me quemaban. ¿Qué sabía él de liderar? De sacrificios, de noches enteras contando cuerpos, de pactos hechos con monstruos peores que los lobos. Nada.Pero el vínculo... el maldito vínculo no dejaba de recordarme la textura de su piel bajo mis dedos, el modo en que su respiración se aceleraba cuando estaba cerca, la estúpida luz en sus ojos incluso cuando el miedo lo paralizaba.Me desplomé en el lecho de pieles, mirando las estalactitas del techo.—No es él —susurré al vacío, fingiendo que era cie
EthanEn la noche Darian me esperaba al borde del bosque, bajo un roble cuyas ramas se retorcían como manos suplicantes. Llevaba una capa de pieles negras que parecían fundirse con la oscuridad, y en sus ojos morados bailaba el reflejo de la luna. No dijo nada cuando me acerqué, solo se giró y comenzó a caminar. Lo seguí, sabiendo que cada paso me adentraba más en un mundo donde las reglas se escribían con garras y sangre.El claro estaba vacío, excepto por las marcas de garras en los troncos y un círculo de piedras pulidas que simulaban un altar de rituales. Darian se detuvo en el centro, pisando una mancha oscura en el suelo—¿sangre?—y se volvió hacia mí.—Esto no es un cuento de hadas —advirtió, su voz cortaba el aire como cuchillo—. Si quieres sobrevivir, olvida lo que crees saber.Sacó un puñal del cinturón y lo clavó en el suelo entre nosotros. La hoja vibró, emitiendo un zumbido agudo que hizo que mis dientes rechinaran.—Primera ley: la manada sobre el individuo —dijo, señalan
Ethan —No son juguetes para niños —continuó el extraño hombre, levantándose con la gracia de un felino—. Pero supongo que mi hermano no te lo ha explicado. Me detuve. —¿Qué quieres? El hombre se encogió de hombros, acercándose hasta que el olor del alcohol se volvió perceptible. —Solo ser amable. Darian es... digamos que selectivo con sus historias. —Señaló la casa abandonada con la botella—. Esta era nuestra casa familiar, ¿sabías? Antes de que Selene muriera. Pasaban horas aquí, planeando un futuro que nunca llegó. Darian, en algún lugar del bosque, debió de sentir mi incomodidad. —¿A qué viene esto? —pregunté, endureciendo la voz. El hermano de Darian dio un paso más, su sonrisa convirtiéndose en una mueca. —Si alguna vez quieres escuchar la versión completa, puedes venir a buscarme. Antes de que pudiera responder, me lanzó algo: era una llave oxidada. —La puerta trasera nunca está cerrada —dijo, alejándose hacia la casa—. Cuando te canses de sus medias verdade
Darian—Allí —señalé hacia el matorral a nuestros pies, intentando desviar la atención del momento tenso en el que estábamos sumergidos, aunque mis brazos todavía se aferraban a él.Entendí por que los del pueblo se habían dado cuenta de las trampas, al parecer el cazador no había tenido tanto coraje para adentrarse.Ethan se soltó suavemente de mi agarre y se agachó para inspeccionar la trampa: un engranaje de alambres dentados hechos con plata, grabado con símbolos que brillaban bajo la luz filtrada de los árboles. Los símbolos eran simples pero letales: una espada atravesando una luna creciente, el sello de los Hijos de Cain.—¿Qué son esos dibujos? —preguntó, extendiendo una mano hacia el metal.—¡No toques! —gruñí, tirándolo hacia atrás con más fuerza de la necesaria. —. Es plata. Debilita a los licántropos, nos vuelven lentos... vulnerables. Ese símbolo en las trampas es de ellos, los Hijos de Cain.Ethan se enderezó,