Capítulo 2: Huellas en la sombra

Ethan

El sol de la mañana entraba por las cortinas rotas de mi cuarto, pintando líneas doradas sobre el piso de madera crujiente. Aún sentía el peso de la mirada del lobo en mis huesos, esos ojos morados que parecían revivir mis secretos más oscuros. Me vestí rápido sin atreverme a mirar por la ventana hacia la casa abandonada. Pero mi curiosidad era más fuerte que el miedo. Siempre lo había sido.

La casa Vrykolakas no parecía tan aterradora a la luz del día, aunque seguía teniendo un aire triste. Las tablas del porche estaban podridas, y la puerta principal colgaba de un solo gozne, chirriando con cada ráfaga de viento. Respiré hondo, ajustándome los guantes de trabajo —una especie de excusa por si alguien me veía—, y entré.

Dentro, el aire olía a humedad con un toque metálico, como el de monedas viejas. Las paredes estaban cubiertas de graffiti, pero entre esos garabatos, algo llamó mi atención: símbolos tallados en la madera. Espirales que terminaban en garras, lunas menguantes adornadas con runas, y lobos con ojos vacíos. Pasé los dedos sobre uno de ellos, y un escalofrío me recorrió la espalda. No eran simples garabatos, pensé. Eran demasiado precisos, demasiado elaborados, demasiado antiguos.

En el suelo, cerca de la escalera derruida, manchas oscuras se extendían como constelaciones siniestras. Me agaché a mirar más de cerca. Era sangre seca, mezclada con tierra. Seguí el rastro hasta una habitación en el fondo, donde la luz del sol apenas llegaba. Allí, en la pared, alguien había escrito con carbón palabras que no reconocí, pero encontré una frase que se repetía: "El precio de la sangre".

—¿Te gusta el arte macabro?

La voz me hizo saltar. Un hombre mayor, con una gorra de pescador y una barba gris, estaba en la puerta. Sus ojos azules brillaban con una mezcla de curiosidad y advertencia.

—Solo… investigo —dije, tratando de sonar más seguro de lo que realmente estaba.

Él se rio, pero no era una risa alegre.

—Todos los que llegan aquí al principio hacen lo mismo. Hasta que aprenden. —Señaló los símbolos—. Esto no es juego, chico. Esa sangre no es de animal.

—¿De qué es, entonces? —pregunté, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta.

El viejo se acercó, pisando tablas que crujían como si fueran huesos.

—Hace unos años, hubo una familia aquí. Los Vrykolakas. Asustaban a todos, pero nadie hizo nada. Hasta que una noche… —hizo una pausa, mirando hacia la escalera—, algo los mató a todos. Dicen que no quedaron cuerpos. Solo manchas como estas. —Señaló el suelo—. Desde entonces, el que entra, no sale igual.

Quise reírme, desestimar lo que decía como superstición de pueblo, pero el ambiente se sentía pesado.

—¿Y qué pasa con los lobos? —pregunté, recordando esos ojos morados.

El viejo palideció.

—No son lobos. —Se ajustó la gorra y se dio la vuelta—. Lárgate de aquí, Ethan Cole. Antes de que ellos noten que estás husmeando.

En la clínica, el resto del día fue una sucesión de ladridos y maullidos. Vacuné a tres perros, desparasitamos a un gato siamés, y atendí a un conejo con una pata rota. Cualquier tarea me ayudaba a olvidar las palabras del viejo, hasta la llegada de un cliente....

La mujer, un poco demacrada, entró en silencio, cargando a un perro pastor collie con el pelaje dorado, manchado de sangre. Tenía una herida en el costado, profunda y desigual.

—Se llama Sol —dijo, con voz temblorosa—.Se fue de casa antes de que saliera el sol. Lo encontré cerca del bosque.

Mientras examinaba al animal, noté las mismas marcas que en el gato de ayer: cuatro arañazos paralelos, demasiado largos para ser de cualquier depredador común.

—¿Pudo ver qué lo atacó? —pregunté, aplicando un antiséptico.

La mujer miró hacia la ventana, como si temiera que alguien la estuviera escuchando.

—La gente dice que son… cosas. Grandes, negras. Con ojos como brasas. —Su voz se quebró—. Los lobos de aquí no son normales, ¿sabe? Huelen a tormenta y se mueven como sombras.

El perro gimió, y sin pensarlo, le acaricié la cabeza. Sus temblores cesaron al instante. La mujer me miró con una mezcla de gratitud y temor.

—Usted tiene un don —murmuró—. Pero cuidado. A ellos no les gustan los que curan.

No supe qué responder. Cuando se fue, me quedé mirando mis manos, manchadas de sangre y antiséptico. ¿Un don? Para mí, solo era la única forma de sentir que realmente valía algo.

La noche cayó, una luna llena que brillaba como una moneda de plata se podía ver en lo alto del cielo. Estaba preparando una sopa en la cocina improvisada de la clínica cuando escuché un gemido bajo y desgarrador, que venía del patio trasero. Supuse que era un animal en problemas, así que agarré una linterna y un botiquín, siguiendo el sonido como si una cuerda me jalara del pecho.

Allí, entre los arbustos de zarzamoras, estaba él. El lobo negro de ojos morados, retorciéndose en el suelo. Su costado izquierdo estaba abierto, y algo brillaba entre la sangre espesa: una bala, pero no de metal común, era demasiado grande y resplandecía siniestramente bajo la luz de la luna.

—Tranquilo… —murmuré, acercándome como si fuera un animal salvaje, aunque mi mente sabía que no lo era.

El lobo gruñó, mostrando colmillos afilados, pero su respiración era irregular, débil. Con movimientos lentos, abrí el botiquín y tomé unas pinzas.

—Voy a ayudarte, ¿de acuerdo?

Al tocar la bala, el lobo lanzó un aullido que hizo que los pájaros huyeran de los árboles. Tiré con fuerza, y la bala salió con un sonido húmedo, rodeada de sangre viscosa y extrañas runas. En ese instante, el aire vibró. El pelaje negro comenzó a retraerse, sus patas se alargaron en brazos, y los ojos morados se encontraron con los míos, ahora humanos, llenos de dolor y rabia.

Era un hombre. Desnudo, con el torso musculoso marcado por cicatrices que formaban los mismos símbolos de la casa abandonada. Tenía el cabello oscuro y desordenado, y una mirada que podía cortar diamantes.

—¿Qué… qué eres? —logré balbucear, retrocediendo.

Él intentó levantarse, pero cayó de rodillas. Antes de desplomarse del todo, susurró algo en un idioma que no entendí. Pero lo último que vi fueron esos ojos morados, ahora velados por la inconsciencia, y supe que mi vida ya no sería la misma.

Lo cargué hasta la clínica, ignorando el peso de su cuerpo contra el mío. Lo acosté en la mesa de operaciones, cubriéndolo con una sábana limpia. Mientras limpiaba su herida —que ahora era humana, pero seguía sangrando—, noté que las cicatrices de su pecho brillaban levemente.

—¿Quién te hizo esto? —pregunté en voz baja,aunque sabía que no obtendría respuesta.

Afuera, el viento aulló, y juré escuchar pasos rodeando la clínica. Pasos pesados, como de algo que no quería ser encontrado. Apagué las luces y me senté en el suelo, junto a la mesa. El hombre-lobo respiraba con dificultad, y yo, con cada latido, sentía que el pueblo de Pine Hollow me estaba envolviendo en un secreto que quizás no sobreviviría para contar.

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