Capítulo 5: Fiebre Lunar

Ethan

La fiebre comenzó al atardecer. Primero sentí un escalofrío, luego el sudor frío empapó mi camiseta hasta pegarla a mi piel. Me tumbé en el colchón del piso de arriba de la clínica, mirando las grietas en el techo mientras las visiones danzaban detrás de mis párpados: lobos negros con pelajes desgarrados, aullando bajo la luna llena. Sus ojos morados —siempre morados— me seguían, incluso cuando cerraba los ojos. Mi mente no podía creer que estaba aceptando todo esto tan fácilmente. La explicación de Darian todavía me causaba miedo y algunas dudas. Pero mi cuerpo sentía un impulso terrible de aferrarse a ello, como si estuviera destinado a que todo esto sucediera.

—No es real —murmuré, frotándome las sienes—. Solo es la maldición.

Pero el vínculo no mentía. Cada gemido de aquellos lobos en mi mente resonaba como un eco del dolor de Darian. Desde que empezaron a suceder las cosas me he estado preguntando por qué mis sentidos estaban siempre llenos de rabia y dolor, aunque nunca me había atrevido a preguntárselo a Darian. Desde aquella primera noche en la casa abandonada, mi cuerpo había aprendido a traducir su caos interno en náuseas y sudores fríos.

El sonido de la ventana abriéndose me hizo incorporarme de golpe. Las cortinas se agitaron, y allí estaba él. Darian, se encontraba en la ventana con su postura felina y los ojos brillando como antorchas en la oscuridad. No había entrado por la puerta como la vez anterior.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, aunque ya me lo imaginaba.

Ignoró la pregunta. Se acercó a la cama con pasos silenciosos, como si el suelo fuera de algodón. Llevaba una camisa negra holgada y jeans desgastados, pero su presencia llenaba la habitación como una tormenta a punto de estallar. Se sentía el aire tenso a su alrededor.

—Parece como si te estuvieras muriendo —me dijo, más como una acusación que una preocupación.

—Solo es fiebre —repliqué, aunque temblaba como una hoja en otoño —¿Preocupado, Alpha?

Sus labios se apretaron en una línea delgada. Se sentó al borde del colchón, lo más alejado posible de mí, pero al ser tan estrecha la cama el peso de su cuerpo hizo que me hundiera un poco hacia él. Su aroma a bosque nocturno y hierbas amargas me envolvió, mezclándose con el olor a medicamentos y sudor de la habitación.

—No es normal. Es la luna —masculló, colocando una mano en mi frente con recelo, como si no quisiera hacerlo pero algo lo estuviera obligando. Fue un gesto que me dejó un poco desconcertado.

El contacto fue eléctrico. Sus dedos, ásperos por las cicatrices, se sentían helados contra mi piel ardiente. Quise apartarme, pero mi cuerpo traidor se arqueó hacia su palma.

—No me toques —mentí.

Él resopló, como si mi resistencia fuera un juego.

—Tengo mis razones, pero no creas que lo hago porque quiero. No puedo permitir que mueras de una fiebre.

Pasó las siguientes horas alternando entre darme agua fría y poner sobre mi frente un paño húmedo. Cada movimiento suyo era preciso, calculado, pero evitaba mirarme a los ojos. Lo noté cuando intenté buscar su mirada para agradecerle, solo para que él desviara la cabeza hacia la ventana, como si el paisaje nocturno fuera más interesante que yo.

—¿Por qué no me miras? —pregunté finalmente, la voz ronca por la fiebre.

Sus hombros se tensaron. Durante un momento, pensé que no respondería.

—Tus ojos —susurró, con una voz tan baja que casi se perdió en el crujido de las maderas viejas— me recuerdan a alguien que perdí.

El dolor en sus palabras era tangible, era un cuchillo clavado en medio del silencio. Quise preguntar más, quién era esa persona, qué le pasó, pero él se levantó de la cama bruscamente.

—Duerme — me ordenó.

—No puedo —protesté, aunque las pesadillas eran preferibles a este silencio cargado de preguntas sin respuestas—. Cada vez que cierro los ojos, siento...

—Lo que yo siento —terminó por mí, volviéndose para mirarme. La luz de la luna recortó su perfil: mandíbula apretada, labios tensos, como si estuviera reprimiendo algo—. Bienvenido al mundo real.

Se sentó de nuevo, esta vez más cerca. Nuestras piernas casi se rozaban. Nuestras respiraciones se entrelazaron—la mía entrecortada, la suya controlada—mientras la noche avanzaba.

—Cierra los ojos —ordenó de nuevo, y su tono Alpha brotó sin permiso obligándome a cerrar los párpados sin que mi boca tuviera tiempo de protestar.

Obedeci. Pero en la oscuridad, otros sentidos se agudizaron. Su respiración, lenta y profunda. El leve crujido de su camisa al moverse. Y luego,estaba su mano. Esta vez no en mi frente, sino en mi pelo, apartando las mechas sudorosas con una suavidad que contradijo todo lo que sabía de él.

—¿Por qué haces esto? —susurré, sin abrir los ojos.

La mano se detuvo. Durante un segundo, solo escuché el crujir de sus nudillos al apretar los puños.

—Porque si mueres, la maldición me consumirá —respondió, pero la mentira flotaba en el aire como humo.

Y entonces sentí: un hilo de su emoción, fugaz pero nítido, filtrándose por el vínculo. No era deber. Ni siquiera miedo. Era algo más profundo, que resonó en mi pecho como el eco de un aullido solitario. Antes de que pudiera responder, sus labios rozaron mi oreja, fue un contacto tan breve que podría haber sido mi imaginación.

—Duerme, Ethan —murmuró, y esta vez, no fue una orden.

Cuando desperté al amanecer, Darian ya se había ido. La habitación olía a él. Al incorporarme me percaté de un pequeño pliego de papel, que solía utilizar como receta médica, sobre la destartalada mesita de noche. "No vuelvas a acercarte al bosque", decía, con una letra angulosa y furiosa. Arrugué el papel y lo tiré a la basura con una mueca.

La fiebre se había esfumado como por arte de magia, aunque mi cuerpo aun se sentía pesado por la mala noche. Mi mente repasaba todo lo que había sucedido ayer con lujo de detalle, o al menos lo intentaba, ya que la fiebre no me había dejado pensar con la suficiente claridad.

Darian había actuado de forma contradictoria, sus acciones de anoche no cuadraban mucho con su comportamiento habitual mostrado las veces que habíamos coincidido. Me encogí de hombros intentando restarle importancia, no lo conocía lo suficiente para opinar sobre su comportamiento, a pesar de que llevábamos un tiempo compartiendo emociones no deseadas.

Me levanté casi a rastras, mi cuerpo no tenía ganas de trabajar ese día, pero los animales enfermos no podían esperar por mí. Me obligué a recomponerme y bajé a la clínica con mi habitual taza de café, sin ella no podría comenzar el día. A pesar de intentar estar atento, mi mente volaba hacia la nota que había arrojado a la basura. Darian estaba loco si pensaba que después de todo lo que había sucedido y experimentado, iba a alejarme del bosque tan fácilmente.

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