Capítulo 6: El ritual y la espina

Ethan

Un par de días después, en la noche, el vínculo latía en mi pecho como una segunda bestia, arrastrándome hacia el bosque con una urgencia que no podía ignorar. Aunque la luna llena ya no dominaba el cielo, su influencia seguía enredada en mis venas. Salí de la clínica con una linterna, siguiendo el rastro de aullidos que resonaban desde el corazón del bosque. Entre los árboles, las luces de antorchas titilaban.

La manada estaba reunida en un claro, formando un círculo alrededor de una fogata, bailando con una gracia que no parecía humana. Hombres y mujeres, algunos en forma humana, otros con rasgos bestiales —orejas puntiagudas, colas espesas, ojos brillantes— danzaban al ritmo de tambores hechos de piel curtida y hueso. Era hermoso y aterrador. Varias parejas entrelazaban manos y collares de flores bajo la luna, sus risas mezclándose con gruñidos de lobo.

Me agaché tras un roble nudoso,clavando las yemas de mis dedos en la corteza. Allí, en el centro del círculo, estaba Darian. Llevaba una capa de pieles negras que brillaban bajo el fuego, y su postura era dominante, erguido. A su lado, un lobo joven—apenas un adolescente en forma humana—forcejeaba entre dos guardias. Sus ojos verdes brillaban con rabia pura.

—¡No mereces ser Alpha! —gritó el joven, mostrando colmillos afilados—. ¡Te has vuelto débil por culpa de un humano!

El silencio cayó como un hacha y los miembros alrededor del círculo se tensaron. Los tambores dejaron de sonar. Darian se acercó al lobo con pasos lentos, y por primera vez, vi el miedo en los ojos del desafiante. El fuego proyectaba sombras monstruosas sobre su rostro.

—¿Débil? —repitió, y su voz fue un trueno contenido, un susurro que hizo retroceder hasta a los árboles—. Tú, que ni siquiera has olido la sangre de tus propias batallas...

Antes de que el lobo pudiera responder, Darian lo agarró del cuello y lo levantó del suelo. El chico pataleó, pero ni un sonido escapó de sus labios. La manada contuvo el aliento. Yo también.

—¡Basta! —La palabra salió de mi boca como un disparo antes de que pudiera detenerme. Había saltado de detrás del roble impulsado por la necesidad de acabar con la trágica escena.

Varios pares de ojos brillantes se volvieron hacia mí. Darian soltó al lobo, que cayó al suelo jadeando, y se giró hacia mí con una mirada que podría haber derretido plomo. Aparte de rabia, en esa mirada se reflejaba......miedo.

—¿Qué demonios haces aquí, Ethan? —gruñó, avanzando hacia mí mientras la manada murmuraba como un enjambre de avispas—. Esto no es tu circo.

Me planté firme, aunque las piernas me temblaban como juncos.

—No podía quedarme quieto —dije, desafiante—. ¿Así es como lideras? ¿Aterrorizando a los tuyos?¿Aplastando a cualquiera que cuestione tu trono? — señalé al lobo joven, que ahora se arrastraba hacia atrás con una mano en el cuello.

Algunos resoplaron, ofendidos. La mujer con cabellos rojos que aquella vez estaba en el bosque dio un paso al frente:

—Un humano no tiene derecho a hablar en el círculo —bufó, mostrando colmillos afilados—. Deberíamos arrancarle la lengua.

Pero Darian levantó una mano.

—No eres parte de esto, Ethan —dijo, cada palabra era una bala de hielo—. Vete. Ahora.

El dolor en mi pecho era un espejo roto: cada fragmento mostraba una emoción suya. Rabia, sí, pero también vergüenza. Y algo más... algo que olía a culpa.

—No me iré hasta que entiendas que esto está mal —insistí— hasta que entiendas que esto solo demuestra que tienes miedo. Miedo de que vean que no eres perfecto.

Darian cerró la distancia entre nosotros en dos zancadas. Por un instante, creí que me golpearía. Su aliento caliente rozó mi oído al susurrar:

—Si no te vas, te llevaré yo mismo. Y no será gentil.

La amenaza debería haber funcionado. Pero nuestro vínculo me mostró la verdad: sus manos, escondidas tras la espalda, temblaban.

—Hazlo —lo desafié, mirándolo directamente a los ojos—. Muéstrales cómo tratas a los que se interponen en tu camino.

Por un segundo, algo se quebró en su mirada. Luego, retrocedió como si yo fuera la bestia y él el humano.

—Lárgate —repitió, pero esta vez, su voz sonó quebrada—. Por tu propio bien.

No esperé a que cambiara de opinión, sabía que no iba a hacerlo. Di media vuelta y caminé hacia la oscuridad del bosque, sintiendo las miradas de la manada como dagas en la espalda. Pero antes de que los árboles me tragaran, escuché su orden, clara y fría:

—El ritual continúa.

El camino de vuelta fue como un laberinto. Cada rama que crujía, cada lechuza que ululaba, me recordaba que el bosque tenía ojos. Y dientes. Al cruzar el umbral, el olor a antiséptico, animales y hierbas secas debería haberme calmado, pero no fue así.

Mirando las grietas del techo, mientras la luna menguante se filtraba por la ventana, pensé: ¿Quién era esa persona perdida cuyos ojos compartía? ¿La misma que había convertido a Darian en un líder lleno de cicatrices y silencios?.

Algunas preguntas no tenían respuestas. Otras, como el nombre de aquella persona las guardaría para otra noche.

Pero una cosa era clara: el vínculo no solo compartía emociones. Era una telaraña, enredando nuestros miedos y deseos hasta que ya no podía distinguir dónde terminaba él y empezaba yo. Y en lo más profundo, donde ni la luna ni las maldiciones alcanzaban, algo florecía. Algo peligroso.

Algo que, por primera vez, no quería arrancar.

Darian

Las llamas de las antorchas se retorcían como serpientes heridas, iluminando los rostros de la manada: algunos admirados y otros temerosos, demasiados resentidos. Ethan ya se había ido, pero su presencia seguía ahí, enredada en mis pulmones como una maldición.

—¿Débil?

Las palabras del lobo resonaban en mis oídos, mezclándose con el eco de otras voces del pasado. "No eres digno de ser Alpha", "Mataste a tu propia sangre", "Eres igual que ellos". Cerré los puños hasta que las uñas dejaron medias lunas en mis palmas. El lobo joven seguía tirado en el suelo, jadeando, sus ojos dorados brillando con un odio que conocía demasiado bien. El mismo odio que una vez me devoró.

—Llévenlo a las celdas —ordené, sin mirar a los guardias.

La manada murmuraba, un zumbido de avispas listas para picar. La mujer de cabello rojo—Mara—me observaba desde el borde del círculo, con los labios curvados en una sonrisa descarada. Carl estaba ausente, como de costumbre. Claro, pensé, mi hermano preferiría lamer heridas ajenas que enfrentar las propias.

Me alejé del círculo, siguiendo el rastro de Ethan como un perro faldero. Sus pasos—ligeros, torpes, demasiado humanos—habían pisoteado hierbas y roto ramas secas. ¿Por qué vino?

En el borde del claro, me detuve. Las sombras del bosque se tragaron su silueta hacía minutos, pero seguí viéndolo: erguido y desafiante. El viento arrastró su olor—a miedo, a valentía estúpida, a sudor humano—y algo en mi garganta se cerró. Quise rugir, arrancar árboles de raíz, convertirme en la bestia que todos esperaban. Pero solo apreté los dientes hasta que me dolió la mandíbula.

—Alpha —la voz de Lysandra surgió detrás de mí, suave como el roce de hojas muertas—. La manada necesita certezas, no espectáculos.

No me giré. Sabía cómo me vería: espalda tensa, hombros cargados, las manos temblando levemente.

—¿Y tú qué sugieres, chamán? ¿Que lo sacrifique bajo la luna para calmar sus miedos? —espeté, más áspero de lo que pretendía.

Ella se rio, fue un sonido seco que no contenía humor.

—Sugiero que dejes de mentirte. El humano no es solo una maldición.

Me volví entonces, listo para gruñirle, pero sus ojos—viejos y astutos, viendo demasiado—me detuvieron. Lysandra sostenía un collar de flores marchitas, las mismas que usaban las parejas en los rituales.

—El vínculo te está mostrando caminos que no querías recorrer —me dijo, extendiendo el collar hacia mí—. Pero huir de ellos solo alimentará la sombra que crece en tu hermano.

Carl. Siempre Carl. Su nombre era un veneno que sabía a traición y a cenizas. ¿Dónde estabas cuando los cazadores mataron a Selene? ¿Dónde estás ahora?

—No soy un cobarde —murmuré, más para mí que para ella.

—Nadie lo es, hasta que el miedo lo convierte en uno —respondió Lysandra antes de perderse entre los árboles, dejando el collar caer al suelo.

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