Capítulo 4: Limites de Sangre

Darian

El bosque tenía ese aroma a tierra húmeda, mezclado con la inquietud de las criaturas que ocultaban sus huellas bajo la hojarasca. En mi forma de lobo, las sombras me envolvían como un manto, y desde allí, observaba. Ethan Cole. Su nombre resonaba en mi mente cada vez que un cliente lo pronunciaba en la clínica, con esa mezcla de gratitud y curiosidad que los humanos no podían disimular. Ahora, agazapado entre los arbustos, lo veía caminar hacia la casa abandonada con una linterna en mano, su figura delgada recortada contra el crepúsculo.

Idiota, pensé, mientras mis garras se hundían en el barro. No entendía el peligro que pisaba. No entendía quiénes éramos.

Lo seguí mientras le daba la vuelta a la casa, deteniéndose en los símbolos tallados en las paredes. Su mano tembló al tocar una de las runas, y el aire vibró levemente. Él no lo notó, pero yo sí. La maldición de mi linaje ardía bajo mi piel, como si sus dedos inocentes hubieran despertado algo que había estado dormido.

—¿Qué buscas? —gruñí en voz baja, aunque solo salió un sonido gutural de lobo.

Él se detuvo, girando hacia el bosque. Por un momento, nuestros ojos se encontraron. Los suyos, azules y demasiado humanos; los míos, morados y cargados de siglos de secretos. Retrocedió, pero no corrió. Nunca corría.

Al día siguiente, lo seguí hasta la biblioteca del pueblo, un edificio decrépito con estantes torcidos y libros cubiertos de polvo. Desde una ventana rota, lo vi hojear textos viejos. "Licántropos: mitos y realidades", leyó en voz baja, pasando las páginas con dedos inquietos. Era un libro infantil, lleno de mentiras románticas sobre hombres lobo aullando a la luna.

Casi reí. Si supiera la verdad. Si supiera que nuestras transformaciones no eran poesía, sino huesos rompiéndose y piel desgarrándose. Que la luna no nos bendecía, nos maldecía.

Pero él seguía leyendo, anotando cosas en un cuaderno mugriento. Persistente. Tonto. Fascinante.

No pude evitarlo. Al caer la noche, cuando las luces de la clínica se apagaron, decidí entrar. La puerta crujió bajo mi peso, pero él ya estaba allí, sentado tras el mostrador con una taza de café y el mismo suéter gris que olía a desesperación y valentía barata.

—Deja de husmear —le solté antes de que pudiera abrir la boca. Mi voz sonó áspera, como si no la hubiera usado en años.

Él se levantó de un salto, derramando el café. Las gotas cayeron sobre sus zapatos, pero no apartó la mirada.

—Ni siquiera sé quién eres realmente, ni como te llamas —respondió, cruzando los brazos. Mentira. Lo supe por el temblor en sus palabras, por cómo sus ojos se fijaron en las cicatrices que asomaban bajo mi camisa.

Me acerqué, despacio, hasta que el mostrador fue lo único que nos separó. El aire olía a miedo y a café amargo, pero también a algo dulce. Su olor.

—Este pueblo devora a los débiles —le dije, inclinándome hacia él—. Y tú, Ethan Cole, eres débil.

Él apretó los puños.

—No tengo miedo de ti.

Lo creía. Eso era lo más irritante. Podía oír su corazón acelerado, ver las venas palpitando en su cuello, pero seguía allí, desafiante. Como si su fragilidad fuera un escudo.

—La próxima vez que te acerques a mi territorio —dije, bajando la voz a un susurro letal—, no habrá advertencias.

Intenté girarme para irme, pero su risa me detuvo. Breve, amarga.

—¿Tu territorio? Es solo una casa vieja llena de símbolos de culto.

El insulto a mi linaje me hizo voverme bruscamente. En dos pasos, estaba frente a él, agarrando su suéter para acercarlo hacia mí. Nuestros rostros quedaron a un palmo de distancia.

—¿Crees que esto es un juego? —gruñí, sintiendo su aliento cálido rozando mis labios—. Tu curiosidad te matará.

Él no mostró ninguna emoción. De hecho, sus ojos brillaron con algo que no era miedo.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho tú?

La pregunta flotó entre nosotros, cargada de lo que yo sabía: la Maldición me mantenía atado. Pero había algo más. Algo que me llevó a soltarlo con un empujón brusco.

—No vale la pena —mentí, ajustándome la chaqueta para ocultar el temblor de mis manos.

Al llegar a la puerta, me detuve. No debía hacerlo. No debía darle más poder del que ya tenía. Pero las palabras salieron sin que pudiera detenerlas, como si el lobo en mí quisiera que las escuchara:

—Darian.

No miré atrás para ver su reacción. No lo necesitaba. El eco de su respiración entrecortada me siguió hasta las sombras, donde pertenecía.

Esa noche, mientras la manada celebraba un ritual bajo la luna, me quedé en el borde del bosque, observando la clínica. Una luz se encendió en el segundo piso. Ethan estaba en la ventana, mirando hacia la casa abandonada. Hacia mí.

Aullé, un sonido bajo y lleno de advertencia. Él no se movió.

Tonto, pensé de nuevo, pero esta vez, la palabra sabía a mentira.

Ethan

Las pesadillas se habían convertido en un ritual. Cada noche, los ojos morados de Darian me encontraban en la oscuridad, brillando como faros de un naufragio. Pero esa vez, el sueño fue diferente.

Me encontraba en el salón de mi infancia. Mi padre gritaba, su rostro deformado por el odio, mientras yo intentaba curar las heridas de un lobo negro que sangraba plata a mis pies. "¡Eres un error!", rugía mi padre, y el lobo aullaba al unísono, como si ambos compartieran el mismo sufrimiento.

Desperté ahogando un grito, con las sábanas empapadas en sudor frío. Pero el dolor no se desvaneció. No era el mío. Sentía un ardor agudo en el costado izquierdo, como si alguien me hubiera clavado un hierro al rojo vivo. Me retorcí en la cama, aferrando la almohada hasta que mis dedos dolieron. ¿Qué demonios...?

Entonces lo entendí. No era mi dolor. Era el suyo.

El día comenzó con nubes grises que amenazaban tormenta. En la clínica, un cachorro con patas vendadas me lamía la mano, pero apenas lo sentía. Cada latido traía ecos de rabia ajena. Una furia caliente que hervía bajo mi piel, como lava buscando escapar.

—Doctor Cole, ¿está seguro de que se encuentra bien? —preguntó la dueña del cachorro, una chica de no más de quince años.

Asentí mecánicamente, pero al cerrar los ojos, vi destellos: dientes afilados, cicatrices brillantes, manos ensangrentadas agarrando a alguien por el cuello. No, no otra vez.

La ira estalló sin previo aviso. Golpeé la mesa con el puño, haciendo caer un frasco de pastillas. El cachorro aulló, y la chica retrocedió asustada.

—Lo siento —murmuré, temblando—. Es… un dolor de cabeza.

Mentira. Era su furia. Y me estaba consumiendo.

Al caer la noche, no pude resistirlo. Seguí ese hilo invisible de emociones, como un borracho persigue el aroma del alcohol. Me llevó al bosque, a la casa abandonada, donde las voces resonaban entre los árboles.

Darian estaba allí, rodeado de cinco figuras altas y amenazantes. Todos llevaban ropas desgastadas, y sus ojos brillaban en la oscuridad: ámbar, verde, rojo sangre. Pero los de Darian seguían siendo morados.

—¿Traicionaste a la manada por un humano? —rugió uno de ellos, un hombre con cicatrices que le cruzaban el rostro.

Darian no retrocedió. Su voz era un trueno contenido:

—El humano no sabe nada. Y si alguno de ustedes lo toca, lo destriparé personalmente.

La amenaza debería haberlos aterrado, pero se rieron. Uno de ellos, la mujer con cabello rojo como llamas, dio un paso al frente.

—El vínculo te hace débil, Alpha. Ya ni siquiera puedes controlar tus propias emociones.

Fue entonces cuando me vio. Sus ojos morados se clavaron en los míos, y una oleada de pánico ajeno me golpeó. No, no deberías estar aquí, gritó su mirada. Pero ya era tarde.

—¿Quién es él? —preguntó el hombre cicatrizado, siguiendo la dirección de su mirada.

Antes de que pudieran reaccionar, corrí hacia Darian. La ira que no era mía me empujó a gritar:

—¡Basta! ¿Qué me has hecho? ¡No puedo... no puedo distinguir lo que siento!

Los licántropos resoplaron, sorprendidos. Darian me agarró del brazo con suficiente fuerza para dejarme moretones.

—Idiota —susurró, pero su voz tembló—. Esto no es lugar para ti.

—¿Crees que quería venir? —respondí, liberándome de su agarre—. Tus emociones me arrastraron aquí como un perro con correa.

Los presentes intercambiaron miradas. La mujer pelirroja sonrió, mostrando colmillos afilados.

—Ah, así que este es tu salvador. Qué patético.

Darian rugió, fue un sonido que hizo temblar el suelo. Los otros retrocedieron con intenciones de irse, pero antes, el hombre cicatrizado murmuró:

—Esto no terminará bien, Alpha.

Cuando se marcharon, quedamos solos entre los árboles. Darian respiraba con furia, sus ojos brillaban como antorchas.

—¿Qué eres? ¿Un mártir? —escupí, frotándome el brazo adolorido—. ¿Por qué me está pasando esto?

Él cerró los puños, y por primera vez, vi algo más que rabia en su rostro: vergüenza.

—Es el vínculo —dijo, con cada palabra cargada de resentimiento—. Cuando me salvaste la vida, aunque no quiera admitirlo, la maldición de mi linaje nos ató. Sentirás mis emociones, y yo las tuyas, hasta que la deuda se salde.

—¿Salvar tu vida? ¡Que tiene que ver una cosa con la otra! —protesté, recordando la bala de plata, y su cuerpo desnudo en mi mesa de operaciones.

—¡Por eso estás condenado! —rugió, avanzando hacia mí hasta que mi espalda chocó contra un árbol—. Cada vez que sientas mi dolor, mi rabia, o incluso... —su voz se quebró ligeramente—... otras cosas, será la maldición recordándote que no puedes huir.

El aire entre nosotros vibraba. Su calor, su furia, su hambre se mezclaban en mi pecho como un cóctel venenoso.

—Esto es una locura —murmuré, desviando la mirada a sus labios sin querer.

Él lo notó y un destello de algo peligroso cruzó sus ojos.

—Sí —admitió en un susurro áspero—. Y tú eres la peor parte.

Antes de que pudiera responder, se dio la vuelta y desapareció entre los árboles.

Regresé a la clínica con sus palabras ardiendo en mi mente. Al pasar frente a la casa abandonada, una figura alta y delgada se asomó por una de las ventanas rotas. No era Darian. Tenía los ojos dorados y una sonrisa que prometía pesadillas.

Corrí, pero su risa me siguió hasta la puerta.

Esa noche, las pesadillas regresaron. Esta vez, no eran solo de mi padre o de Darian. Era de cicatrices que brillaban en mi propio pecho, y de ojos coloridos que me susurraban: "Ahora eres parte de esto".

Y lo peor era que, en algún lugar profundo, una parte de mí ya lo creía.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP