Capítulo 3: Lazos

Darian

Lo primero que noté fue el dolor. Un ardor intenso en el costado, como si la bala de plata todavía estuviera allí, quemándome desde adentro. Abrí los ojos. El techo de la clínica se movía, borroso, mientras el olor a antiséptico y sangre vieja llenaba mis fosas nasales. ¿Dónde…? Moví los dedos, y sentí la rugosidad de una sábana sobre mi piel desnuda. Luego, lo olí.

Él.

El chico estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos cruzados sobre el pecho. Sus labios entreabiertos dejaban escapar una respiración suave, y una mecha de pelo rubio le caía sobre la frente. Débil. Frágil. Humano. Mis músculos se tensaron. Debía matarlo. Tenía que rasgarle la garganta antes de que despertara y gritara al mundo lo que había visto. Pero al intentar levantarme, una punzada en el costado me hizo caer de nuevo sobre la mesa. Maldije en voz baja, usando el idioma antiguo de mi manada.

El sonido lo despertó.

Sus ojos se abrieron, azules como el cielo tras una tormenta, y durante un segundo que se sintió eterno, nos miramos. Él tragó saliva, y el movimiento de su garganta bajo su piel pálida agitó algo en mí: hambre, rabia… y otra cosa, más peligrosa.

—¿Cómo te sientes? —preguntó, rompiendo el silencio con una voz que temblaba apenas.

No respondí. En vez de eso, salté de la mesa, ignorando el dolor que me atravesaba como un cuchillo. La sábana cayó al suelo, pero la vergüenza de mi desnudez era lo último que me preocupaba. Lo agarré por el cuello, empujándolo contra la pared con tal fuerza que el yeso crujió.

—Nadie —gruñí, acercando mi rostro al suyo hasta que nuestros alientos se mezclaron— puede saber lo que soy.

Sus manos se aferraron a mi muñeca, pero no intentó golpearme. Incluso en ese instante, maldita sea, sus dedos fueron suaves, como si aun quisiera curar.

—Yo… te salvé —jadeó, con los labios tornándose morados por la falta de aire.

Y ahí, como un látigo, llegó. La Maldición.

Sentí un calor punzante brotar de las cicatrices en mi pecho, extendiéndose por mis venas como si fuera veneno. La misma maldición que había obligado a mi bisabuelo a proteger al cazador que le dio agua, ahora me tenía atado a este humano. Mis dedos se apretaron más fuerte alrededor de su cuello, pero el dolor aumentó, quemando hasta lo más profundo. “No puedes matar a quien te salvó la vida”, susurró la voz profunda en mi mente. “El precio de la sangre es la deuda.”

—¡Maldita sea! —rugí, soltándolo como si su piel me quemara.

Él se desplomó contra el suelo, tosiendo, con marcas rojas en forma de mis dedos en su cuello. Me vestí con prisas, agarrando una bata quirúrgica que colgaba en la percha. El olor a jabón barato y café se pegó a mi piel, y eso solo aumentó mi furia.

—¿Qué… qué eres? —preguntó, aún en el suelo, mirándome con una mezcla de miedo y… ¿fascinación?

Me incliné sobre él, sujetando su mentón con fuerza.

—Soy tu muerte si vuelves a acercarte a mí —mentí, porque ni siquiera podría arañarlo ahora. La Maldición lo prohibía.

Pero entonces noté algo. Un hilo de sangre corría desde su labio inferior, donde se lo había mordido durante la lucha. El aroma me golpeó: era dulce, caliente y lleno de vida. Mis colmillos se alargaron sin permiso, y un impulso primitivo me hizo acercarme más. Él contuvo la respiración. No por miedo, sino por…

—¿Qué te pasa? —susurró, y su voz vibró en mi estómago como un trueno.

Retrocedí bruscamente. No. No sería esclavo de esto. Ni de él.

—No te daré las gracias —escupí, ajustándome la bata con manos temblorosas—. Y si valoras tu vida, olvida lo que viste.

Antes de que pudiera responder, salí de la clínica. El amanecer teñía el cielo de gris, pero mis pasos me llevaron de vuelta a la casa abandonada, a las sombras donde realmente pertenecía. Sin embargo, incluso entre las paredes malditas de mi linaje, no pude escapar de su olor.

Ni del hecho de que, al tocarlo, las cicatrices en mi pecho habían dejado de arder.

Ethan

Me quedé sentado en el suelo hasta que el frío del linóleo se filtró a través de mis jeans, recordándome que aún estaba vivo. Las marcas en mi cuello latían al ritmo de mi corazón, como si los dedos del hombre aun estuvieran ahí, apretando lentamente. Me levanté tambaleándome, apoyándome en la pared para no caer. Con cada paso hacia el baño sentía que el mundo giraba, como si el suelo se hubiera convertido en un barco en medio de una tormenta.

En el espejo sucio del baño, mi reflejo era el de un extraño. El labio partido había dejado una costra oscura, y las manchas moradas alrededor de mi garganta parecían un collar de violencia. Mojé un paño bajo el grifo, que gimió como un animal herido, y limpié la sangre seca. El agua fría me hizo estremecer, pero no tanto como el recuerdo de sus ojos morados, aquellos que brillaban con algo más que rabia. ¿Qué diablos era? ¿Y por qué no pudo matarme?

Abrí la clínica por inercia. Las mascotas llegaron con sus dueños, pero yo era un autómata. Un caniche blanco mordisqueó mi mano mientras le ponía una vacuna, algo que nunca me hubiera pasado. La dueña frunció el ceño.

—¿Está bien, doctor Cole?

—Solo… falta de café —mentí, sonriendo con los labios tensos.

En realidad, cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro. Y sus ojos morados. La forma en que sus cicatrices brillaban bajo la luz fluorescente, como si guardaran un secreto escrito en un idioma olvidado. ¿Era un monstruo? ¿Un hombre? ¿O algo que no tenía nombre?

Al mediodía, la señora Margot llegó con otra caja. Dentro, había un erizo con una pata inflamada. Lo acuné contra mi pecho, murmurando tonterías tranquilizadoras, pero mis dedos temblaban. El erizo, sensible como solo los animales suelen ser, se enrolló en una bola espinosa.

—Hoy no está en su mejor día, ¿eh? —dijo la mujer, con una mirada que parecía ver más de lo que yo quería mostrar.

Negué con la cabeza, evitando sus ojos. Si supiera lo que había pasado, si supiera que vivía al lado de alguien que podía convertirse en lobo, huiría despavorida. Como debería hacer yo, pensé. Pero había algo que me retenía. Esa misma curiosidad que me llevó a entrar en esa casa maldita. La misma que me había metido en problemas desde que era niño.

La noche llegó envuelta en un silencio lleno de presagios. Me acosté en el colchón del piso de arriba, escuchando los ruidos del bosque. Pero el sueño no era un refugio.

Soñé con él.

Estaba en un bosque oscuro, con la luna derramándose entre las ramas. El hombre, en su forma de lobo, corría entre los árboles, sus gruñidos transformándose en gritos humanos. Sentí su dolor como si fuera el mío: una quemadura en el costado, el peso de una culpa antigua. Luego, algo cambió. Ya no era solo su rabia… Era hambre. Hambre de carne, de calor, de piel bajo sus garras. Y, en el centro de todo, una atracción retorcida que me llevaba hacia él como un imán.

Desperté empapado en sudor, con las sábanas enrolladas alrededor de mis piernas. La habitación estaba helada, pero mi cuerpo ardía. No, no era mi cuerpo. Era su calor, su furia, filtrándose en mí a través de un hilo invisible. Me levanté y abrí la ventana, inhalando el aire frío.

En la casa abandonada, una luz parpadeó en el segundo piso. Una silueta se movió tras los vidrios rotos. Alto, con los hombros tensos. Nos miramos a través de la distancia, y por un instante, juré sentir su respiración en mi nuca.

—¿Qué me está pasando? —susurré, pero la noche guardó silencio.

Cerré la ventana con fuerza, pero el sueño no regresó. Pasé las horas restantes hasta el amanecer mirando el techo, preguntándome si las cicatrices en mi cuello serían las únicas que quedarían de todo esto... o si algo más profundo ya había comenzado a crecer bajo mi piel.

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