Ethan
El sol apenas comenzaba a asomarse cuando pasé junto al cartel oxidado que decía "Bienvenidos a Pine Hollow". Las montañas rodeaban el pueblo como brazos viejos y cansados, y el aire olía a pino y tierra mojada. Apreté el volante con fuerza, tratando de ahogar el eco de las palabras de mi padre en mi cabeza: "No quiero un hijo roto". Las palabras seguían clavándose en mi pecho, afiladas como el día en que las escuché. Pero aquí, en este rincón olvidado del mapa, nadie sabría que Ethan Cole era el chico que había roto la tradición familiar sólo por ser él mismo. Había decidido mudarme para alejarme de todo, corriendo con la suerte de encontrarme una vieja y pequeña clínica veterinaria en renta. La clínica veterinaria era un edificio de madera desgastada, con una pintura azul que se descascaraba como si fuera piel quemada. Pero para mí, era perfecta. Aquí no habría gritos, solo animales que necesitaban ayuda. Y yo, aunque me dolía aceptarlo, necesitaba sentirme útil. Al lado, separada por una cerca medio podrida, estaba esa casa. La llamaban "la residencia Vrykolakas", según el contrato de alquiler. Sus ventanas rotas parecían cicatrices, y las enredaderas trepaban por las paredes como venas verdes intentando aplastarla. Me estremecí. No era el lugar más acogedor, pero el alquiler era barato, y necesitaba empezar de cero. O al menos, fingir que podía hacerlo. Ese día que llegué a la clínica empezó con un susto. Al abrir la puerta, una bandada de golondrinas salió volando del techo, asustadas por el chirrido de las bisagras oxidadas. El interior era muy pequeño: una sala de espera con dos sillas de plástico, un mostrador lleno de polvo y una puerta que llevaba al quirófano. Las paredes estaban decoradas con carteles de perros sonrientes y gatos jugando con ovillos, pero el aire olía a desinfectante mezclado con moho. Respiré hondo. Esto es mío, me dije, aunque sonaba más a un mantra para calmarme que como una verdad. Recuerdo que mi primer cliente, después de mudarme y de darle un aspecto medio decente a la clínica, fue la señora Margot. Era una mujer de pelo canoso y manos temblorosas que cargaba una caja de cartón. Dentro, un gato blanco con el pelaje manchado de sangre seca se encogía como una bola de miedo. —Lo encontré en el bosque — me dijo con voz quebrada—. Creo que algún animal lo atacó… El gato gruñó cuando me acerqué, pero extendí la mano despacio, tal como me enseñó la veterinaria del refugio donde trabajé luego de graduarme. "Los animales sienten el miedo, Ethan. Si tiemblas, ellos temblarán contigo". Dejé que olfateara mis dedos, hablando suavemente: —Tranquilo, pequeño. Solo quiero ayudarte. Sus ojos dorados se fijaron en los míos, y por un momento, sentí que entendía cada una de mis palabra. Lo levanté con cuidado, sintiendo sus costillas bajo el pelaje enmarañado. La herida en su lomo era profunda, pero no mortal. Clavos de algún tractor, pensé, aunque la forma de los cortes no encajaba del todo… Parecían más bien garras. —¿Ha habido más casos así? —pregunté mientras limpiaba la herida con solución salina. La señora Margot se mordió el labio. —Desde hace meses… Perros, gatos, incluso una cabra la semana pasada. Todos con heridas extrañas. El veterinario anterior dijo que eran coyotes, pero… —bajó la voz—, los coyotes no dejan marcas como esas. El gato maulló débilmente, y sin pensarlo, le acaricié la cabeza con el dorso de la mano. Al instante, dejó de temblar. La señora Margot abrió los ojos como platos. —¡Vaya talento que tiene, joven! Me sonrojé. No era un "talento". Era práctica. Pasé años curando animales en refugios, escondiéndome entre las jaulas para evitar las miradas de desprecio de mi padre cada vez que volvía a casa oliendo a desinfectante y pelo de perro. "Los animales no te devolverán el amor normal, Ethan", solía decirme. Pero él no entendía: ellos nunca me pidieron que cambiara. El resto de la mañana se fue entre vacunas para cachorros y un perro cojo que había pisado un cristal. Cada animal que entraba por la puerta me daba una excusa para no pensar en la casa abandonada, en esos aullidos que empezaban al anochecer y que había escuchado desde mi primera noche en el pueblo. Hasta que llegó él: un pastor alemán llamado Thor, con una pata infectada y ojos que brillaban con fiebre. —Se enredó en una trampa de caza —me contó el dueño, un hombre con overol y botas embarradas—. Las pusieron cerca del bosque, dicen que por los lobos. La palabra me hizo fruncir el ceño. —¿Lobos? Tengo entendido que aquí no hay lobos. El hombre se encogió de hombros. —Algo anda suelto, eso es seguro. Mientras curaba a Thor, noté marcas en su cuello: cuatro líneas paralelas, como grandes arañazos. Demasiado grandes para un coyote. Demasiado precisas para un oso. El perro lamió mi mano en señal de agradecimiento, y por un momento, logré olvidar la inquietud. Al caer la tarde, me senté en los escalones de la clínica, con una taza de café frío y el sonido de los grillos de fondo. Desde ahí, la casa abandonada se veía mucho más siniestra. Las tablas de la cerca colgaban como dientes rotos, y el viento silbaba a través de las ventanas, creando un lamento fantasmal. Me levanté, impulsado por esa curiosidad que siempre me metía en líos, y me acerqué un poco más para ver detalles: huellas en el barro, más grandes que las de cualquier perro, y ramas rotas a la altura del pecho de un hombre. —¿Qué pasó aquí? —murmuré, tocando una de las marcas con la punta del zapato. Un gruñido bajo, que sonaba como un motor averiado, resonó desde dentro de la casa. Me quedé paralizado. El sonido era primitivo, visceral, y se metía por mis huesos como electricidad. Di un paso atrás, pero de repente vi algo brillar en la ventana del segundo piso: dos puntos morados, brillantes como gemas malditas. Era un lobo. Negro como la medianoche, con el pelaje erizado y esos ojos que no parpadeaban. Nos miramos durante lo que sintió como una eternidad, hasta que un coche pasó por la calle y al regresar mi mirada el animal desapareció. Corrí de vuelta a la clínica, con el corazón a mil por hora. ¿Aluciné? ¿Era el cansancio? Pero mis manos temblaban como las del gato que había curado horas antes. Esa noche, los aullidos comenzaron de nuevo. Más fuertes, más cercanos. Me asomé por la ventana del cuarto que improvisé sobre la clínica, con una linterna en la mano. La luna bañaba la casa abandonada con un brillo plateado, y entre las sombras, juré haber visto movimiento. Algo grande, ágil, que se deslizaba entre los árboles. —¿Estás ahí? —susurré, sin entender por qué hablaba en voz alta. La respuesta fue un rugido que hizo vibrar los vidrios. Lo sentí en el pecho, en los dientes, en esa parte oscura de mi mente que aún cree en los cuentos de hadas sangrientos. Quise salir corriendo, esconderme, pero mis pies parecían estar pegados al suelo. Entonces, entre los arbustos, esa silueta apareció de nuevo. El lobo negro avanzó hasta quedar iluminado por la luz de la luna, y levantó la cabeza para mirarme de frente. Sus ojos morados brillaban con inteligencia… y algo más. Rabia. Dolor. Soledad. —¿Qué eres? —murmuré, aunque ya tenía la respuesta. No era solo un animal. Era una advertencia. Me acosté, con el sonido de mis propios latidos como una extraña canción de cuna. Soñé con mi padre. Soñé que me gritaba mientras yo intentaba curar las heridas de un perro. Al despertar, el amanecer vestía el cielo de rosa, y la casa abandonada estaba en completo silencio. Pero en el suelo, junto a mi ventana, había una marca de barro en forma de pata. Tan grande que podría cubrir mi cara con ella. Sonreí, amargamente. —Bienvenido a Pine Hollow, Ethan —dije en voz alta, preparando otra taza de café—. Aquí hasta los monstruos tienen sus cicatrices.Ethan El sol de la mañana entraba por las cortinas rotas de mi cuarto, pintando líneas doradas sobre el piso de madera crujiente. Aún sentía el peso de la mirada del lobo en mis huesos, esos ojos morados que parecían revivir mis secretos más oscuros. Me vestí rápido sin atreverme a mirar por la ventana hacia la casa abandonada. Pero mi curiosidad era más fuerte que el miedo. Siempre lo había sido. La casa Vrykolakas no parecía tan aterradora a la luz del día, aunque seguía teniendo un aire triste. Las tablas del porche estaban podridas, y la puerta principal colgaba de un solo gozne, chirriando con cada ráfaga de viento. Respiré hondo, ajustándome los guantes de trabajo —una especie de excusa por si alguien me veía—, y entré. Dentro, el aire olía a humedad con un toque metálico, como el de monedas viejas. Las paredes estaban cubiertas de graffiti, pero entre esos garabatos, algo llamó mi atención: símbolos tallados en la madera. Espirales que terminaban en garras, lunas menguant
Darian Lo primero que noté fue el dolor. Un ardor intenso en el costado, como si la bala de plata todavía estuviera allí, quemándome desde adentro. Abrí los ojos. El techo de la clínica se movía, borroso, mientras el olor a antiséptico y sangre vieja llenaba mis fosas nasales. ¿Dónde…? Moví los dedos, y sentí la rugosidad de una sábana sobre mi piel desnuda. Luego, lo olí. Él. El chico estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared, con la cabeza inclinada hacia un lado y los brazos cruzados sobre el pecho. Sus labios entreabiertos dejaban escapar una respiración suave, y una mecha de pelo rubio le caía sobre la frente. Débil. Frágil. Humano. Mis músculos se tensaron. Debía matarlo. Tenía que rasgarle la garganta antes de que despertara y gritara al mundo lo que había visto. Pero al intentar levantarme, una punzada en el costado me hizo caer de nuevo sobre la mesa. Maldije en voz baja, usando el idioma antiguo de mi manada.
DarianEl bosque tenía ese aroma a tierra húmeda, mezclado con la inquietud de las criaturas que ocultaban sus huellas bajo la hojarasca. En mi forma de lobo, las sombras me envolvían como un manto, y desde allí, observaba. Ethan Cole. Su nombre resonaba en mi mente cada vez que un cliente lo pronunciaba en la clínica, con esa mezcla de gratitud y curiosidad que los humanos no podían disimular. Ahora, agazapado entre los arbustos, lo veía caminar hacia la casa abandonada con una linterna en mano, su figura delgada recortada contra el crepúsculo.Idiota, pensé, mientras mis garras se hundían en el barro. No entendía el peligro que pisaba. No entendía quiénes éramos.Lo seguí mientras le daba la vuelta a la casa, deteniéndose en los símbolos tallados en las paredes. Su mano tembló al tocar una de las runas, y el aire vibró levemente. Él no lo notó, pero yo sí. La maldición de mi linaje ardía bajo mi piel, como si sus dedos inocentes hubieran despertado algo
Ethan La fiebre comenzó al atardecer. Primero sentí un escalofrío, luego el sudor frío empapó mi camiseta hasta pegarla a mi piel. Me tumbé en el colchón del piso de arriba de la clínica, mirando las grietas en el techo mientras las visiones danzaban detrás de mis párpados: lobos negros con pelajes desgarrados, aullando bajo la luna llena. Sus ojos morados —siempre morados— me seguían, incluso cuando cerraba los ojos. Mi mente no podía creer que estaba aceptando todo esto tan fácilmente. La explicación de Darian todavía me causaba miedo y algunas dudas. Pero mi cuerpo sentía un impulso terrible de aferrarse a ello, como si estuviera destinado a que todo esto sucediera. —No es real —murmuré, frotándome las sienes—. Solo es la maldición. Pero el vínculo no mentía. Cada gemido de aquellos lobos en mi mente resonaba como un eco del dolor de Darian. Desde que empezaron a suceder las cosas me he estado preguntando por qué mis sentidos estaban siempre llenos de rabia y dolor, aunque nunca
Ethan Un par de días después, en la noche, el vínculo latía en mi pecho como una segunda bestia, arrastrándome hacia el bosque con una urgencia que no podía ignorar. Aunque la luna llena ya no dominaba el cielo, su influencia seguía enredada en mis venas. Salí de la clínica con una linterna, siguiendo el rastro de aullidos que resonaban desde el corazón del bosque. Entre los árboles, las luces de antorchas titilaban. La manada estaba reunida en un claro, formando un círculo alrededor de una fogata, bailando con una gracia que no parecía humana. Hombres y mujeres, algunos en forma humana, otros con rasgos bestiales —orejas puntiagudas, colas espesas, ojos brillantes— danzaban al ritmo de tambores hechos de piel curtida y hueso. Era hermoso y aterrador. Varias parejas entrelazaban manos y collares de flores bajo la luna, sus risas mezclándose con gruñidos de lobo. Me agaché tras un roble nudoso,clavando las yemas de mis de
DarianRegresé al claro, donde la manada había reanudado el ritual a medias. Las parejas danzaban, pero sus risas eran forzadas, sus miradas se desviaban hacia mí. En mi guarida—una especie cueva oculta tras una cascada de hiedra—, el eco de Ethan persistía. Me quité la capa de pieles y arrojé una copa contra la pared. El sonido del metal golpeando la piedra fue un alivio momentáneo.—Hazlo. Muéstrales cómo tratas a los que se interponen en tu camino.Sus palabras, desafiantes e infantiles, me quemaban. ¿Qué sabía él de liderar? De sacrificios, de noches enteras contando cuerpos, de pactos hechos con monstruos peores que los lobos. Nada.Pero el vínculo... el maldito vínculo no dejaba de recordarme la textura de su piel bajo mis dedos, el modo en que su respiración se aceleraba cuando estaba cerca, la estúpida luz en sus ojos incluso cuando el miedo lo paralizaba.Me desplomé en el lecho de pieles, mirando las estalactitas del techo.—No es él —susurré al vacío, fingiendo que era cie
EthanEn la noche Darian me esperaba al borde del bosque, bajo un roble cuyas ramas se retorcían como manos suplicantes. Llevaba una capa de pieles negras que parecían fundirse con la oscuridad, y en sus ojos morados bailaba el reflejo de la luna. No dijo nada cuando me acerqué, solo se giró y comenzó a caminar. Lo seguí, sabiendo que cada paso me adentraba más en un mundo donde las reglas se escribían con garras y sangre.El claro estaba vacío, excepto por las marcas de garras en los troncos y un círculo de piedras pulidas que simulaban un altar de rituales. Darian se detuvo en el centro, pisando una mancha oscura en el suelo—¿sangre?—y se volvió hacia mí.—Esto no es un cuento de hadas —advirtió, su voz cortaba el aire como cuchillo—. Si quieres sobrevivir, olvida lo que crees saber.Sacó un puñal del cinturón y lo clavó en el suelo entre nosotros. La hoja vibró, emitiendo un zumbido agudo que hizo que mis dientes rechinaran.—Primera ley: la manada sobre el individuo —dijo, señalan
Ethan —No son juguetes para niños —continuó el extraño hombre, levantándose con la gracia de un felino—. Pero supongo que mi hermano no te lo ha explicado. Me detuve. —¿Qué quieres? El hombre se encogió de hombros, acercándose hasta que el olor del alcohol se volvió perceptible. —Solo ser amable. Darian es... digamos que selectivo con sus historias. —Señaló la casa abandonada con la botella—. Esta era nuestra casa familiar, ¿sabías? Antes de que Selene muriera. Pasaban horas aquí, planeando un futuro que nunca llegó. Darian, en algún lugar del bosque, debió de sentir mi incomodidad. —¿A qué viene esto? —pregunté, endureciendo la voz. El hermano de Darian dio un paso más, su sonrisa convirtiéndose en una mueca. —Si alguna vez quieres escuchar la versión completa, puedes venir a buscarme. Antes de que pudiera responder, me lanzó algo: era una llave oxidada. —La puerta trasera nunca está cerrada —dijo, alejándose hacia la casa—. Cuando te canses de sus medias verdade