Lazos de Plata: "Entre tú piel y la mía"
Lazos de Plata: "Entre tú piel y la mía"
Por: Violet Nocturne
Capítulo 1: La llegada

Ethan

El sol apenas comenzaba a asomarse cuando pasé junto al cartel oxidado que decía "Bienvenidos a Pine Hollow". Las montañas rodeaban el pueblo como brazos viejos y cansados, y el aire olía a pino y tierra mojada. Apreté el volante con fuerza, tratando de ahogar el eco de las palabras de mi padre en mi cabeza: "No quiero un hijo roto". Las palabras seguían clavándose en mi pecho, afiladas como el día en que las escuché. Pero aquí, en este rincón olvidado del mapa, nadie sabría que Ethan Cole era el chico que había roto la tradición familiar sólo por ser él mismo. Había decidido mudarme para alejarme de todo, corriendo con la suerte de encontrarme una vieja y pequeña clínica veterinaria en renta.

La clínica veterinaria era un edificio de madera desgastada, con una pintura azul que se descascaraba como si fuera piel quemada. Pero para mí, era perfecta. Aquí no habría gritos, solo animales que necesitaban ayuda. Y yo, aunque me dolía aceptarlo, necesitaba sentirme útil. Al lado, separada por una cerca medio podrida, estaba esa casa. La llamaban "la residencia Vrykolakas", según el contrato de alquiler. Sus ventanas rotas parecían cicatrices, y las enredaderas trepaban por las paredes como venas verdes intentando aplastarla. Me estremecí. No era el lugar más acogedor, pero el alquiler era barato, y necesitaba empezar de cero. O al menos, fingir que podía hacerlo.

Ese día que llegué a la clínica empezó con un susto. Al abrir la puerta, una bandada de golondrinas salió volando del techo, asustadas por el chirrido de las bisagras oxidadas. El interior era muy pequeño: una sala de espera con dos sillas de plástico, un mostrador lleno de polvo y una puerta que llevaba al quirófano. Las paredes estaban decoradas con carteles de perros sonrientes y gatos jugando con ovillos, pero el aire olía a desinfectante mezclado con moho. Respiré hondo. Esto es mío, me dije, aunque sonaba más a un mantra para calmarme que como una verdad.

Recuerdo que mi primer cliente, después de mudarme y de darle un aspecto medio decente a la clínica, fue la señora Margot. Era una mujer de pelo canoso y manos temblorosas que cargaba una caja de cartón. Dentro, un gato blanco con el pelaje manchado de sangre seca se encogía como una bola de miedo.

—Lo encontré en el bosque — me dijo con voz quebrada—. Creo que algún animal lo atacó…

El gato gruñó cuando me acerqué, pero extendí la mano despacio, tal como me enseñó la veterinaria del refugio donde trabajé luego de graduarme. "Los animales sienten el miedo, Ethan. Si tiemblas, ellos temblarán contigo". Dejé que olfateara mis dedos, hablando suavemente:

—Tranquilo, pequeño. Solo quiero ayudarte.

Sus ojos dorados se fijaron en los míos, y por un momento, sentí que entendía cada una de mis palabra. Lo levanté con cuidado, sintiendo sus costillas bajo el pelaje enmarañado. La herida en su lomo era profunda, pero no mortal. Clavos de algún tractor, pensé, aunque la forma de los cortes no encajaba del todo… Parecían más bien garras.

—¿Ha habido más casos así? —pregunté mientras limpiaba la herida con solución salina.

La señora Margot se mordió el labio.

—Desde hace meses… Perros, gatos, incluso una cabra la semana pasada. Todos con heridas extrañas. El veterinario anterior dijo que eran coyotes, pero… —bajó la voz—, los coyotes no dejan marcas como esas.

El gato maulló débilmente, y sin pensarlo, le acaricié la cabeza con el dorso de la mano. Al instante, dejó de temblar. La señora Margot abrió los ojos como platos.

—¡Vaya talento que tiene, joven!

Me sonrojé. No era un "talento". Era práctica. Pasé años curando animales en refugios, escondiéndome entre las jaulas para evitar las miradas de desprecio de mi padre cada vez que volvía a casa oliendo a desinfectante y pelo de perro. "Los animales no te devolverán el amor normal, Ethan", solía decirme. Pero él no entendía: ellos nunca me pidieron que cambiara.

El resto de la mañana se fue entre vacunas para cachorros y un perro cojo que había pisado un cristal. Cada animal que entraba por la puerta me daba una excusa para no pensar en la casa abandonada, en esos aullidos que empezaban al anochecer y que había escuchado desde mi primera noche en el pueblo. Hasta que llegó él: un pastor alemán llamado Thor, con una pata infectada y ojos que brillaban con fiebre.

—Se enredó en una trampa de caza —me contó el dueño, un hombre con overol y botas embarradas—. Las pusieron cerca del bosque, dicen que por los lobos.

La palabra me hizo fruncir el ceño.

—¿Lobos? Tengo entendido que aquí no hay lobos.

El hombre se encogió de hombros.

—Algo anda suelto, eso es seguro.

Mientras curaba a Thor, noté marcas en su cuello: cuatro líneas paralelas, como grandes arañazos. Demasiado grandes para un coyote. Demasiado precisas para un oso. El perro lamió mi mano en señal de agradecimiento, y por un momento, logré olvidar la inquietud.

Al caer la tarde, me senté en los escalones de la clínica, con una taza de café frío y el sonido de los grillos de fondo. Desde ahí, la casa abandonada se veía mucho más siniestra. Las tablas de la cerca colgaban como dientes rotos, y el viento silbaba a través de las ventanas, creando un lamento fantasmal. Me levanté, impulsado por esa curiosidad que siempre me metía en líos, y me acerqué un poco más para ver detalles: huellas en el barro, más grandes que las de cualquier perro, y ramas rotas a la altura del pecho de un hombre.

—¿Qué pasó aquí? —murmuré, tocando una de las marcas con la punta del zapato.

Un gruñido bajo, que sonaba como un motor averiado, resonó desde dentro de la casa. Me quedé paralizado. El sonido era primitivo, visceral, y se metía por mis huesos como electricidad. Di un paso atrás, pero de repente vi algo brillar en la ventana del segundo piso: dos puntos morados, brillantes como gemas malditas. Era un lobo. Negro como la medianoche, con el pelaje erizado y esos ojos que no parpadeaban. Nos miramos durante lo que sintió como una eternidad, hasta que un coche pasó por la calle y al regresar mi mirada el animal desapareció.

Corrí de vuelta a la clínica, con el corazón a mil por hora. ¿Aluciné? ¿Era el cansancio? Pero mis manos temblaban como las del gato que había curado horas antes.

Esa noche, los aullidos comenzaron de nuevo. Más fuertes, más cercanos. Me asomé por la ventana del cuarto que improvisé sobre la clínica, con una linterna en la mano. La luna bañaba la casa abandonada con un brillo plateado, y entre las sombras, juré haber visto movimiento. Algo grande, ágil, que se deslizaba entre los árboles.

—¿Estás ahí? —susurré, sin entender por qué hablaba en voz alta.

La respuesta fue un rugido que hizo vibrar los vidrios. Lo sentí en el pecho, en los dientes, en esa parte oscura de mi mente que aún cree en los cuentos de hadas sangrientos. Quise salir corriendo, esconderme, pero mis pies parecían estar pegados al suelo. Entonces, entre los arbustos, esa silueta apareció de nuevo. El lobo negro avanzó hasta quedar iluminado por la luz de la luna, y levantó la cabeza para mirarme de frente. Sus ojos morados brillaban con inteligencia… y algo más. Rabia. Dolor. Soledad.

—¿Qué eres? —murmuré, aunque ya tenía la respuesta.

No era solo un animal. Era una advertencia.

Me acosté, con el sonido de mis propios latidos como una extraña canción de cuna. Soñé con mi padre. Soñé que me gritaba mientras yo intentaba curar las heridas de un perro. Al despertar, el amanecer vestía el cielo de rosa, y la casa abandonada estaba en completo silencio. Pero en el suelo, junto a mi ventana, había una marca de barro en forma de pata. Tan grande que podría cubrir mi cara con ella.

Sonreí, amargamente.

—Bienvenido a Pine Hollow, Ethan —dije en voz alta, preparando otra taza de café—. Aquí hasta los monstruos tienen sus cicatrices.

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