Enemigo

Las mujeres se encerraron en el iluminado cuarto de baño y se miraron a las caras con horror.

Margarita se veía falta, algo totalmente opuesto a lo que Paula había visto en la mañana y la mujer con su sinceridad por delante no tuvo tacto para decírselo.

—¿Te acuerdas cuándo nos emborrachamos en la fiesta de navidad? —le preguntó. Margarita asintió aguantándose los sollozos—. Te ves peor que ese día, peor, mucho peor —afirmó y la joven tomó una toalla de papel del dispensador para limpiarle la cara—. ¿Qué pasó? —curioseó con voz dulce.

Llevó a Margarita hasta uno de los divanes alargados junto a una de las ventanas y tras humedecer la toalla de papel con agua, le limpió la máscara de pestañas que le escurría por las mejillas, también el labial rosa brillante que le manchaba el mentón y el bigote.

—Me mintió —suspiró ella con los hombros caídos. Se apreciaba más derrotada que nunca—. Pascual me mintió —repitió y Paula puso muecas tristes cuando la oyó—. Me dijo que el puesto era mío, me mostró el contrato y me habló de todos los beneficios que tendría —suspiró triste y amargada.

—Lo lamento mucho —musitó Paula, quien había vivido con alegría las dos últimas semanas y sabía bien de lo que Margarita le hablaba.

Desde que Pascual le había informado que jubilaría, se había encargado de decirle cada día que su oficina era ahora su futuro, así también su alto cargo como Gerente de Producción y la había puesto a soñar despierta con ese puesto que, al parecer, nunca tendría.

El viejo Pascual le había instruido en aquellas falencias que la joven mostraba y había fortalecido su actitud para que dominara como una excelente Gerente de Producción, pero algo había salido mal en el camino y ahora estaba sumergida en vergüenza y metida en la boca de todos sus compañeros de trabajo. 

—Qué vergüenza —lamentó Margarita y se tocó la cara con las dos manos para no llorar—. Al menos debieron decírmelo —ronroneó y se apoyó en el muro frío.

—Ya, tranquila, tú sabes que aquí todos los días hay un chisme nuevo —la tranquilizó Paula, acariciándole el cabello—. Ya se van a olvidar, amiga, les doy un par de días…

—Es que tu no viste la cara de Lucca —murmuró ella y las mejillas se le pusieron rojas al solo recordarlo.

—¿Quién es Lucca? —preguntó Paula, claramente interesada y confundida.

Margarita reclamó con malhumor y apoyó los codos en sus rodillas.

—El nuevo Gerente de Producción —sinceró.

Paula abrió grandes ojos y su actitud de amiga consoladora pasó a ser a la de amiga “activamente interesada y caliente”. 

—¿Es guapo? —preguntó motivada. Margarita le miró con odio—. ¡Oh, dios mío, es guapo! —chilló y se movió ansiosa por el cuarto de baño.

—¡No, Paula! —refutó Margarita y se levantó del diván para callarla—. No puedes encontrar guapo a mi enemigo. ¡Te lo prohíbo! —peleó rabiosa.

—¿Enemigo? —burló su amiga y se rio en su cara.

—Es el hijo del Gerente, ni siquiera es alguien que se ganó ese puesto. ¡Mi puesto!  —reclamó rabiosa—. Te apuesto que se lo dieron solo porque es su hijo, nada más —reclamó furiosa.

A Paula se le acabó el aire con la risa ahogada que soltó por las especulaciones dramáticas de su amiga.

Margarita se mordió la lengua para no pelear con ella y se mojó la cara con agua fría para quitarse el calor que la rabia la hacía sentir.

Se quitó con jabón los restos de maquillaje ya seco y se encargó de recuperar esa actitud feliz y libre que siempre tenía entre los pasillos de la empresa.

Esa actitud optimista que todos conocían.

No iba a dejar que un desconocido y recién llegado afectara en su labor diaria y se iba mostrar de hierro, como si nada ni nadie pudieran derribarla, pero tampoco se iba a quedar de brazos cruzados, esperando a que otro llegara para moverla del camino, no, ella iba a luchar por lo que le pertenecía.

Iba a demostrarles a todos que ese puesto estaba designado para ella desde siempre y que nadie era más merecedor de él, que ella.

Se arregló el vestido bajo los curiosos y divertidos ojos de Paula y a pesar de que tenía el rostro recién lavado y se veía más paliducha que nunca, se armó de valor para enfrentarse a su nuevo y terriblemente guapo jefe, ese con el que iba a lidiar de lunes a viernes y por más de ocho horas diarias.

La joven tomó la manija de la puerta y alcanzó a abrirla antes de que su amiga la detuviera.

—¿A dónde vas? —le preguntó Paula y agarró su mano para detenerla.

—A trabajar —respondió Margarita con simpleza y su amiga le miró con grandes ojos.

—Pensé que… —Quiso seguir hablando, pero se quedó paralizada cuando un hombre de gran estatura las detalló desde el exterior a las dos—. Buenos días —dijo Paula, coqueta como siempre y soltó la mano de su amiga.

Margarita miró a Lucca con fastidio y luego disimuló el odio espontaneo que sentía hacia él, hacia su actitud poco humilde.

Miró otra vez a Paula y cerró los ojos para controlarse, para calmarse.

La verdad era que Margarita no era una joven que guardara rencor en su corazón.

Ella no odiaba a Lucca Valentini, ni siquiera le conocía y, de seguro, ese sentimiento que guardaba hacia él sería momentáneo, una cosa de horas; pero, lo que de verdad le fastidiaba a Margarita era el hecho que, solo por ser el hijo del Gerente General, ya tenía un puesto tan importante a su disposición, así como también debía tener toda su vida y su futuro, el de sus hijos y el de sus nietos, absoluta e indudablemente asegurado.

Eso la desquiciaba.

Ella se había esforzado para estar allí. Había escalado día a día para mostrar que sus capacidades eran las mismas e incluso mejores que las de un niño millonario con suerte.

Antes de voltear otra vez para mirarlo a la cara, inhaló profundo y dejó que el aroma de las uvas la calmara, que le quitara toda la amargura que su derrota significaba.

—Señora Ossandón, ¿podemos conversar? —preguntó él con total cortesía.

Margarita quiso hacer una pataleta y meterse sus veintisiete años por entremedio de las nalgas, regresar a los diecisiete y verse como una niñata malcriada, pero apretó los dientes y asintió sin decir nada.

Se tragó su orgullo de “señora” y se resignó al fracaso.

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