Calienta sopas

Lucca tenía las manos en la espalda y observó a Paula hasta que ella se marchó y se alejó lo suficiente como para enfrentarse a Margarita.

—Señor…

—Le pedí que me llamara Lucca —interrumpió él y trató de disimular la risa que ella le causaba—. Sí me dice Señor me hace sentir viejo.

—Lo lamento —respondió ella, con la cara roja y la frente sudada.

El sol a esa hora de la mañana era intenso, pero lo que la hacía sudar era la escena en la que su nuevo jefe acababa de encontrarla.

—No me parece incorrecto que baje aquí a analizar la producción, pero… —murmuró y le miró los senos sobresalientes con los labios apretados—. Le voy a pedir que lo haga con la ropa adecuada. Sus senos han alborotado al personal y…

—Ay, dios que vergüenza —respondió Margarita y se subió el vestido apretado con prisa—. Ellos no son así, lo lamento —dijo, refiriéndose a sus propios senos.

Lucca abrió grandes ojos cuando ella se ajustó el vestido sin nada de cuidado y los pechos se le apretaron bajo su nariz, causándole deleite y diversión.

—Para la próxima use un uniforme como el resto de los empleados y no corra —dijo, negando y mostrándole con sus manos el movimiento que sus tetas habían hecho cuando había corrido desesperada buscando a su amiga Paula.

Ella se puso más roja y las pestañas se le batieron con prisa.

Él encontró que era encantadora. Había causado daños irreparables en hombres mayores que pasarían una angustiosa noche y no era capaz de entender el efecto y el perjuicio que sus tetas redondas y suaves habían ocasionado.

—No volverá a ocurrir, Señññ… —Se mordió la lengua y se atrevió a mirarlo a los ojos—. No volverá a ocurrir, Lucca —confirmó y dijo su nombre con suavidad.

A Lucca le pareció muy convincente su respuesta y no tuvo que exigir más nada.

—Bien, ahora lléveme a la bodega de archivos —pidió amable y estiró su mano para caminar detrás de ella—. Después de usted —le indicó y ella se tensó cuando tuvo que pisar con sus tacones en la tierra y actuar con normalidad.

Margarita hizo un esfuerzo para desenterrar sus tacones del césped y la tierra mojada bajo sus pies y caminó con mucha torpeza, apretando los dedos de los pies y sintiéndose totalmente humillada.

La mujer se sacudió los tacones negros con cuidado para deshacerse de la tierra mojada que se le había pegado y se colgó del hombro de Lucca con total confianza para no tropezar con su desmaña.

—Gracias —le dijo ella con gracia y caminó con costumbre cuando el piso de cerámicas apareció para ayudarla.

Lucca negó y caminó detrás de ella, un poco perdido por todas las oficinas que veía a su alrededor, conforme intentaba entender cuál era la bodega de archivos.

Se entretuvo saludando a los empleados, esos que se morían por conocerlo y sonrió feliz cuando su madre se unió a ellos y les indicó a todos que pronto realizarían una fiesta de bienvenida para transmitirle calidez y apoyo a su único hijo.

Margarita refunfuñó entre dientes, lejana a toda esa alegría que sus compañeros de trabajo manifestaban y se descubrió tan amarga que sorprendió a unos cuantos.

No era normal ver a Margarita Ossandón infeliz; ella siempre estaba alegre, llena de vida y caminaba por la misma con un poco de ingenuidad, pero eso no le restaba inteligencia ni compromiso.

Margarita se acercó a un regador automático y se lavó las manos empolvadas con prisa, quitándose esa sensación pegajosa que detestaba.

Desde que había pisado el viñedo, no había dejado de sudar y se lavó la cara, aprovechando que no llevaba nada de maquillaje. Quería quitarse el aroma a sudor antes de encerrarse en la bodega con su jefe.

El regador cambió el ritmo y el chorro de agua frío se sacudió sobre ella, bañándola entera y avergonzándola frente a todos los que se reunían junto a la familia Valentini.

Margarita gritó histérica cuando el agua helada tocó su cuerpo caliente y chilló nerviosa la entender que ese, oficialmente, acababa de convertirse en el peor día de su vida.

Como el vestido de tela ajustada se mojó, se le marcaron las curvas y los pezones y no pudo estar más expuesta frente todos esos señores cincuentones y calenturientos que la miraron con hambre.

A Lucca le dio un poco de vergüenza ajena y se quitó el saco negro para envolverla con cuidado, intentando disimular la risa que ella le causaba.

Era natural. La veía y se reía.

Era la cosa más ridícula con la que se había encontrado nunca y, a pesar de que no tenía ni pies ni cabeza, le resultaba interesante y encantadora.

—Usted no volverá a salir de la oficina, ¿le quedó claro? —le ordenó Lucca, poniéndole su saco elegante sobre los hombros y tapándole el pecho.

—¿Qué? —preguntó ella, a punto de llorar—. ¿Por qué no? —insistió nerviosa y complicada

Los gritos y silbidos de los trabajadores del viñedo no se acabaron hasta que Lucca la ayudó a salir del ojo del huracán y la llevó hasta una zona alejada.

El hombre no estaba furioso, de hecho, no le importaba si ella disfrutaba exhibiéndose ante otros hombres, pero si estaba cansado de su juego matutino, ese que le había quitado la paciencia en un dos por tres.

—Porque es peligrosa. Altera el trabajo de todos —dijo él en cuanto estuvieron a solas. Ella abrió la boca para defenderse, pero él no la dejó continuar—. Los recolectores necesitan mantenerse enfocados en sus labores, no mirando jovencitas que… —carraspeó—. No volverá a salir de la oficina. Si quiere visitar los viñedos, se pondrá un traje como todos.

—Sí, Señor —reconoció ella, cabizbaja.

Ya a esa hora de la mañana no podía sentirse más humillada y ya no le quedaban fuerzas para mantenerse firme ante él.  

—¿Quiere qué la lleve a su casa para que se cambie de ropa? —le preguntó amable y ella le miró con grandes ojos.

Titubeó antes de hablar y defenderse. Si Lucca iba a ponerla a prueba por tres meses, de seguro, y tras haber visto su escándalo, ya había firmado su carta de despido.  

—Señor, yo no me visto así y no soy una calienta sopas si usted eso cree, es solo que hoy ha sido un mal día; un muy, muy, muy mal día. —Lo dijo todo con tanta prisa que, a Lucca, quien manejaba muy bien idioma de sus padres, le costó seguirle el ritmo—. Por favor, no vaya a pensar que soy una loca exhibicionista que le gusta lavarse frente a otros hombres… —titubeó cabizbaja, muy humillada.

—Señorita Ossandón, no sé qué significa “calienta sopas”, pero, por favor, no vuelva a usarlo —pidió amable. Ella se aguantó una risita—. Ahora la llevaré a su casa para que se quite la ropa húmeda. No queremos que se resfrié —dijo y ella asintió obediente.

Aceptó su propuesta solo porque no quería quedarse mojada y ridiculizada durante las siguientes seis horas, así que se subió a su auto bajo la curiosa mirada de los cuidadores del viñedo.

El camino hasta el departamento que arrendaba junto a sus amigas fue breve y muy sorpresivo para él, quien aún no se había dado el gusto de recorrer el pequeño pueblo en el que viviría.

Ella le dijo en dónde aparcar y, aunque tenía ganas de invitarlo a subir, no se atrevió a ir tan lejos.

—No tardaré mucho —dijo y le sonrió.

Él asintió.

Abrió la puerta a su lado y descendió para desaparecer por la puerta del pequeño edificio, pero antes de irse, se apoyó en la puerta del coche y metió la cabeza por la ventana.

—¿Qué pasó ahora, Señorita Ossandón? —preguntó él, intrigado por su insistencia.

—“Calentar la sopa” se refiere a una mujer que excita a un hombre, pero no va más lejos…

—¡Por favor! —pidió él, interrumpiéndola—. No quiero escuchar nada acerca de sus técnicas de seducción, además, los hombres no somos una sopa. ¿Qué clase de refrán es ese? —preguntó confundido.

El choque cultural era complicado.

Margarita se rio con total soltura y confianza, pero se movió tan brusca dentro del coche que se pegó en la nuca con el borde de la puerta y sus pies trastabillaron y rebotó en el suelo, obligando a Lucca a bajarse del coche para atenderla.

El hombre rodeó el coche a toda prisa para ayudarla, pero la encontró aturdida en el suelo, con la boca abierta y la lengua afuera y llena de sangre.

—¡Dios mío, ¿qué clase de prueba perversa es esta?! —gritó cansado del juego de Margarita y se armó de paciencia para socorrerla.

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