Calentín

A él le pareció que iba a tener que lidiar con una mujer un poco amargada y se movió distante para encerrarse en su oficina y poder conversar con su nueva secretaria.

Acababa de llegar a la empresa y la verdad era que se había encontrado con una tropa de mujeres decididas que no temían ofrecerle sexo a cambio de nada.

No era lo que él esperaba, ni mucho menos lo que él recordaba, así que, mientras se acostumbraba a esas leonas hambrientas, prefería quedarse encerrado en su oficina esperando a que todo se acomodara otra vez.

Revisó los muebles blancos con ojo curioso y detalló los recuerdos y fotografías que el antiguo Gerente mantenía en la oficina.

Encontró una foto de la Señora Ossandón y tuvo que tomarla entre sus manos para detallarla de cerca.

La mujer se veía tan feliz y natural que, casi se le hizo imposible reconocerla.

—Ya estoy aquí, Señor Valentini —susurró ella bajo el umbral de la puerta de su oficina lujosa.

Lucca dejó la fotografía a toda prisa en el mismo lugar del que la había tomado y volteó apurado para saludarla.

—Por favor, puede decirme Lucca —pidió él con un delicioso acento italiano que la hizo suspirar.

Margarita no tardó en percatarse de lo que su estúpido cuerpo había hecho y se puso rígida cuando él se acercó para saludarla.

La tomó por los hombros para besarla en la mejilla, pero la jovencita retrocedió apabullada y lo empujó lejos con un poco de descoordinación.

—No me toque —le dijo rabiosa y con esa vocecita que atemorizaba a cualquiera.

Lucca se quedó consternado con su actitud violenta y le miró desde la distancia con el ceño surcado.

—Lo lamento —respondió después, cuando pudo entender con mayor coherencia lo que había sucedido y extendió su mano para saludarla de una forma más fría—: Soy Lucca, mucho gusto.

Margarita miró su mano de forma despectiva y le ofreció la punta de sus dedos para saludarlo.

Fue un saludo realmente incómodo y tenso, pero a Margarita su cuerpo le traicionaba cuando estaba frente a un macho tan atractivo y no pudo evitar sonreírle coqueta y rozarle los dedos por la palma de la mano.

Él se sintió confuso por su cambio cálido y le sonrió también. Dio media vuelta para caminar hacia su escritorio y Margarita se agarró los dedos con rabia y se los apretó de la misma forma.

—Estúpidos dedos —se reclamó a sí misma, exponiéndose como una loca y recobró la compostura cuando el hombre la miró con grandes ojos desde su escritorio.

—¿Se encuentra bien, Señora Ossandón? —preguntó preocupado.

—¡Señorita! —le corrigió fastidiada—. Señorita Ossandón —repitió ella, un poco fastidiada por lo que el hombre le causaba.

Era peligroso, puesto que no lo conocía y que, su simple mirada azul la desarmara y desestabilizara así, no tenía sentido. 

—Lo lamento, Señorita Ossandón —respondió él, sonriente y la joven mujer tuvo rabia por lo cortés que era—. Entonces, ¿cómo prefiere que la llame? —curioseó queriendo tener confianza con ella—. ¿Margarita, Maggie, Mar…?

—Llámeme Margarita, por favor —pidió ella con rigidez, aún con los dedos atrapados en su mano—. Solo mis amigas me llaman Maggie —se osó a decir.

Y cuando se escuchó, infantil y egoísta, se lamentó cerrando los ojos. Cuanta vergüenza se estaba causando a sí misma. Quiso enterrarse viva, pero ya no quería seguir haciendo el ridículo.

Lucca alzó las cejas con un rápido movimiento cuando la escuchó. Encontró que la mujer estaba tan a la defensiva que prefirió dejar de intentar encontrar un camino de rosas con ella y eligió dejar las cosas como estaban, aunque aquello significara una guerra.

—Está bien, Señorita Margarita —respondió él y encendió la computadora a su lado—. Tráigame los informes del año dos mil diez en adelante, por favor —solicitó y ella le miro con horror.

—Pero… —balbuceó asustada, pero luego cerró la boca y añadió—: Esos informes están en las bodegas del subterráneo —dijo y señaló el suelo con terror—. Casi nadie va a allí, dicen que es peligroso y que hay fantasmas —explicó y su cuerpo tembló al recordar los rumores que rondaban a las bodegas de archivo.

—Bueno, usted irá hoy y, por favor, los fantasmas no existen —respondió él con un poco de sarcasmo y le miró de la misma forma.

—Pero es peligroso —murmuró ella, a punto de entrar en crisis.

De pronto, toda esa rigidez y mal humor se le había acabado y estaba asustada de meterse en esa oscura bodega ella sola. Los fantasmas del viñedo iban a perseguirla.

—Entonces póngase un casco de seguridad —le respondió él y le sonrió para luego enfocarse en la pantalla luminosa de su nueva computadora. Margarita pensó en silencio. Él hizo un sonido extraño con la boca y agregó—: Por favor, pídame una nueva computadora, algo moderno, no éste vejestorio y una máquina de café, un humificador de aire y una cita en el mejor restaurante italiano del lugar.

Margarita se quedó ahogada con todas sus solicitudes y no alcanzó a decir nada cuando él se levantó de su puesto y la tomó por la espalda para sacarla de su oficina.

La dejó de pie junto a su escritorio viejo y le cerró la puerta en la cara.

—Pero aquí solo tenemos restaurantes de campo —balbuceó cuando se estrelló con los requerimientos del hombre y aunque quiso regresar al interior de la bonita oficina y contradecirle, se encontró con la puerta con seguridad y no pudo volver a ingresar.

Margarita llamó a la puerta usando los nudillos y golpeó con suavidad, intentando llamar la atención de su nuevo jefe.

Él ya estaba al teléfono y se reía con el auricular pegado en la oreja. Cuando la escuchó, la miró sonriente y con la mano le hizo un gesto para que se marchara.

Margarita se sintió ofendida y abandonó la oficina a toda prisa, dispuesta a continuar con su plan.

Iba a demostrar, a como dé lugar que ella era mejor que Lucca Valentini, que merecía ese puesto y lo iba a recuperar, aunque nunca le había pertenecido.

Caminó hasta el elevador a toda prisa y antes de poder marchar para cumplir con cada uno de los requerimientos del exigente hombre, el Gerente de Recursos Humanos, un argentino que trabajaba en la empresa desde el inicio, se acercó a ella y la invitó a ingresar a su oficina privada.

—Señorita Ossandón, el Señor Valentini me dijo que empezaron con el pie izquierdo —dijo el hombre con formalismo y ella quiso refutar, pero él no se lo permitió—. Por favor, le voy a pedir que guarde su compostura. Vi la forma en que actuó cuando fue presentado como el nuevo Gerente de Producción.

—Señor, yo…

—Usted es una muy buena empleada, Señorita Ossandón, pero no cumple con los requisitos para ocupar un puesto de Gerencia —le dijo y ella sintió que le descocían la herida otra vez.

Quiso llorar, pero se mantuvo fuerte. Al final, había enfrentado cosas peores.

—El Señor Pascual me dijo…

—El Señor Pascual se equivocó, fue un boludo —refutó él y no la dejó hablar—. Es primordial poseer experiencia en un puesto igual, y claro está que usted no la posee —le dijo, apuñalándola en el pecho—. Le voy a pedir que sea una secretaria eficiente, el Señor Valentini ha pedido tres meses de prueba y si no los supera, me veré en la obligación de despedirla o removerla al campo.

—¡Pero eso es injusto! —gritó ella, levantándose de la silla—. ¡Llevó más de ocho años aquí! Al menos deberían darme un poquito de preferencia —reclamó.

Desde el exterior, las chismosas empleadas oyeron sus gritos y se movilizaron por todos lados, corriendo con el chisme a la velocidad de la luz.

Eran dos chismes en un día para la pobre Margarita y, de seguro, en un mes nadie se iba a olvidar de ella.

El Gerente de Recursos Humanos se levantó de su puesto y se acercó a ella, quien también estaba de pie.

Le tomó un hombro con suavidad y le dijo:

Mirá Margarita, aquí te apreciamos mucho, viste —sinceró—, pero, por favor, apoyáme con Lucca —le pidió amable—. Es el hijo del Gerente, del dueño del boliche y no queremos empezar mal —solicitó—. Además, es algo temporal, viste —cuchicheó—. El pibe se enamoró de una pueblerina y quiso venir a vivir con ella, eso es todo. Se la quiso dar de gran empresario el boludo —le reveló y la joven le miró con grandes ojos—. Che, cuando se enamore de otra piba, de seguro se irá tras ella. Es re pollerudo.

Margarita sonrió y se rio cuando entendió la verdad.

—Lucca Calentín —dijo bromeando y se rio al entender que, ya sabía cómo iba a deshacerse de él.

—Sí, sí, viste —dijo animoso el argentino—. Ahora sale de aquí y déjate de armar tantos quilombos, caldo Maggie —bromeó llamándola por ese apodo que ella detestaba.

—Está bien —dijo ella, notoriamente feliz y se subió al elevador con una gran sonrisa en la cara.

Estaba lista para sacar al Calentín del juego y quedarse con lo que tanto merecía.

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