2. Un sueño

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Zaira Moreau

Me sentía feliz, radiante y llena de energía. El aroma a pan recién horneado y especias aún impregnaba mis manos después de las clases de cocina. Mi maestro, el renombrado chef Alain Dubois, había anunciado en la última lección que era la mejor estudiante de todos los tiempos. El chef Dubois me había elegido como su aprendiz hace algunas semanas y había aprendido muchísimo en estas pocas semanas. Era el primer paso hacia el sueño que me había guiado desde mi niñez. 

Una vez mi maestro se me acercó: —¿Por qué quieres ser mi aprendiz? —me preguntó el día antes de elegir su aprendiz.

—Quiero hacer feliz a las personas con mi comida, chef —le respondí sinceramente. Y solo así aceptó ser mi maestro.

He amado la comida desde que podía recordar. A los dos años, ya acompañaba a la abuela en la cocina, preguntando curiosa por cada ingrediente. Mi abuela, con paciencia infinita, me enseñó todo lo que sabía: desde amasar pan hasta preparar las más delicadas salsas francesas. Mi corazón siempre perteneció a Francia. Por eso, al cumplir los dieciocho, me mudé con la abuela a un pequeño pueblo cerca de la capital, decidida a convertirme en chef. 

Me bajé del autobús unas calles antes de llegar a casa, la brisa cálida del verano acariciaba mi rostro y de camino encuentro un puesto de flores.

—¡Que hermosas flores! —le dije al vendedor, con ojos brillantes.

Me gustaba ver lo bonito y positivo de la vida, aunque su vida nunca fue fácil.

—¿Cuál le gusta, jovencita? —dijo el amable señor.

Contenta escogí las más bellas y coloridas, seguí caminando luego de pagar. Los pensamientos sobre mi futuro y mi restaurante, un lugar pequeño, pero acogedor en el corazón de Francia, llenaban mi mente. Allí quería vivir, rodeada de vegetales frescos y especias, quería vivir una vida sencilla y plena.

Sin embargo, mis pensamientos se interrumpieron abruptamente al notar a un hombre alto y de porte serio parado en la entrada de mi casa. Vestía un traje oscuro impecable que contrastaba con el ambiente relajado del pueblo. 

Fruncí el ceño, preparándome mentalmente para cualquier eventualidad, avance con cautela. 

—¿Es usted la señorita Zaira Moreau? —preguntó el hombre con una voz firme y grave. 

Me detuve y lo miró fijamente, hundiendo más el ceño. 

—Lo soy. ¿Quién me busca? —mi mirada cautelosa, viendo siempre alrededor por si debo correr.

El hombre dio un paso adelante, extendiéndole una tarjeta de presentación elegante de color blanco y letras doradas que tomé con desconfianza. 

—Necesito que venga conmigo. Su maestro, el chef Alain Dubois, la ha recomendado con esmero. Su talento ha sido reconocido, y mi jefe necesita de sus habilidades —le cuenta el hombre.

—¿Quién es su jefe? —mi pregunta, sale de mis labios sin pensarlo mucho, manteniendo la voz firme, aunque mi corazón latía con fuerza dentro de mi pecho.

La emoción llenando mis venas.

—Alguien muy exigente y con recursos ilimitados —respondió el hombre, sin dar más detalles—. La decisión es suya, pero le aseguro que esta es una oportunidad única. 

Tras un momento de silencio, finalmente me atreví a hablar: 

—Debo hacer unas consultas —concluí luego de un silencio prolongado, y aunque pude notar al hombre algo nervioso estaba decidida a tomar una buena decisión.

El hombre asintió con una leve inclinación de cabeza. 

—Haga lo que tiene que hacer, así no pierdo el tiempo —dijo de manera fría, pero ya yo estaba acostumbrada a ese trato, así que no me lo tome personal.

Una mezcla de emoción y cautela llenó mi pecho. Algo me decía que ese encuentro cambiaría mi vida para siempre. 

Tras una breve llamada a mi maestro y mi abuela paterna, Marguerite Moreau, una mujer con el alma tan cálida como su nombre, dejé escapar una sonrisa satisfecha. 

—Está bien, señor… ¿cómo se llama? —pregunté, girándome hacia el hombre un poco indecisa.   

El hombre inclinó la cabeza en una ligera reverencia que correspondí. 

—Mil disculpas, señorita. Mi nombre es Frederic LeBlanc —habla despacio.

—Bueno, señor LeBlanc, haré los postres y los llevaré a su casa —dije con una pequeña sonrisa— ¿Está bien para este fin de semana?

—Esto es importante para mi jefe —me advierte el señor serio frente a mí— no puedes perder esta oportunidad, la familia Seraphiel es poderosa y puede impulsar su carrera o hundirla con el chasquido de los dedos.

No podía evitar sentirme emocionada. La posibilidad de cocinar para alguien importante encendía mi imaginación como luces de navidad coloridas y emocionadas. Ya estaba pensando en ingredientes, en la presentación de los platos y en los sabores que deseaba transmitir. 

El hombre no dejaba de verme detallándome una y otra vez. Tal vez miraba mi cabello teñido de rojo fuego, rebelde y brillante, que hacía un curioso contraste con mi piel de porcelana, quizás veía mis ojos que, con una mezcla fascinante entre verde y marrón, brillaban de entusiasmo. Aunque sabía que solo veía mi cuerpo. Mi silueta era más de talla grande que lo que muchos consideraban atractivo, yo tenía una soltura y elegancia natural que pasaban desapercibidas, ya que todo eso se veía eclipsado por mis caderas anchas, mi estómago redondeado, mi enorme trasero o mis brazos gordos. Sabía que el hombre la criticaba en su mente como hacia todo aquel que la conocía.

—Entiendo, señor LeBlanc el fin de semana llevaré los postres —le regalé una pequeña sonrisa que el hombre devolvió y que a mí no me importó.

—Quiero que se enfoque solo en cocinar —añade viéndome de arriba abajo, detallando mi vestido o tal vez mi gordura— aunque usted no tiene nada para distraer a mi jefe —me veía neutral, pero casi podía adivinar sus pensamientos.

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