4. Entre delicias y postres

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Zaira

Me esmeré en cada uno de los detalles de esos postres, poniendo mi corazón en casa uno de ellos. Tres postres que consideraba obras maestras: una tarte tatin con un toque de canela, un éclair de chocolate con un relleno de frambuesa y una mousse de limón con base de almendras tostadas. Tras asegurarme de que cada creación lucía impecable, coloqué muestras cuidadosamente empaquetadas en pequeñas cajas decorativas y el resto se las di de prueba a mi madre y abuela, quienes se deleitaron al verlas. 

—Son maravillosos, Zaira. Como siempre —dijo la abuela, con una sonrisa cálida mientras inspeccionaba la tarte tatin. 

—Gracias, abuela. Me esforcé mucho —respondí con orgullo, dándole un beso en la mejilla antes de recoger mi bolso y comenzar a salir sin esperar por el veredicto de mi madre. 

Mi madre resopló al ver el bonito postre frente a ella.

—Al menos, deberías hacer algo libre de gluten, eso engorda y toda esa grasa se aloja en tu estómago y muslos —detalló mi postre con malos ojos— por lo menos, si algún día decides abrir ese supuesto restaurante, estarás más que lista para engordar a toda una nación —dice con una risita.

—Ya basta, Helen —le regaña mi abuela, pero ella le ignora cuando se trata de mí.

—Eres bonita de rostro, Zaira solo te falta una dieta y tendrás el cuerpo necesario para atrapar a un buen hombre. Te acordarás de mí —solo asentí, centrada en lo que venía a continuación— ¿Restaurante? ¿Comida? A los hombres les gusta un coño virgen y un culo delgado.

—¡Helen! —se escandaliza mi abuela, pero lo que era yo, ya estaba acostumbrada. Así que no reaccioné solo quería irme

Sabía que mi madre no iba a cambiar nunca, como el hecho de buscarme prospectos de esposos que en cuanto me ven el desagrado en sus rostros es inconfundible. 

—Pensé que eras más como tu madre —dijo un hombre en una de esas citas.

Cita fallida.

—Bueno siempre puedes operarte —habló otro hombre semanas después en otra cita que acepté a regañadientes.

Cita fallida. ¿Por qué querría operarme?

—¿Por qué no pides una ensalada? —hablaba uno de esas tantas citas de forma condescendiente— estás gorda porque no te cuidas y créeme, sé de qué hablo.

Cita mega fallida. ¿Más dietas? Estaba cansada de todas y cada una de las dietas que mi mamá me imponía.

Recordando citas pasadas llegué al restaurante donde trabajo como aprendiz. El lugar era un establecimiento de renombre dirigido por el chef Dubois, era mi segundo hogar. El señor Alain me había tomado bajo su ala con gusto, impresionado por mi talento innato y mi insaciable pasión por la cocina. 

Al llegar, me encuentro con Frederic LeBlanc esperando frente al restaurante. Con su porte impecable y su aire de formalidad, no era difícil adivinar que representaba algo importante. 

—Señorita Zaira, justo a tiempo. Por favor, acompáñeme —dijo el señor Frederic con una ligera reverencia, señalando un auto negro que aguardaba cerca. 

Me detuve un momento, contemplando el vehículo con cierta inquietud, hubiera preferido llegar a la casa del cliente yo sola. Ahora dependía de ese señor que no conocía de nada. 

—¿Adónde vamos exactamente? —pregunta desconfiada.

—A la versión más pequeña de la mansión Jadeíta. Es una de las propiedades del señor Gabriel Seraphiel. Está en Francia, como sabrá —respondió Frederic con un tono neutro, como si la información fuera extraordinaria. Para ella no lo era, ni siquiera había visto a ese señor Seraphiel en una revista.

Sentí un nudo en el estómago al ver a donde conducía el señor Frederic. La mansión Jadeíta era famosa, un símbolo de lujo y poder que pocos podían siquiera imaginar visitar.

“¿Esa es la mansión mas pequeña?” me pregunté, viendo todo con ojos muy abiertos, maravillada de tanta opulencia y solo estábamos subiendo la colina.

—Está bien, vamos —respondí con determinación, bajando del auto.

—Me alegra que llegara a tiempo. Es importante que todo salga bien hoy —comentó mientras el auto se estacionaba. 

Aunque estaba intrigada por el misterio que rodeaba al enigmático Gabriel Seraphiel, no podía evitar sentirme un poco intimidada.

¿Será feo?

¿Tendrá algún problema?

¿Es un monstruo?

Sin embargo, mi amor por la cocina y el desafío que representaba trabajar para alguien de ese calibre eran suficientes para impulsarme hacia adelante. Ya había escuchado hablar de Gabriel Seraphiel y ¿quién no? Solo viviendo bajo una piedra no sabrías quién es, aunque no he visto fotos de él… supongo que si no sale en una revista de cocina no me va a importar.

Mientras el auto avanzaba por caminos serpenteantes hacia la majestuosa mansión, miré por la ventana, preguntándome qué me esperaba tras esas puertas imponentes.

—Señorita Moreau —dijo el señor LeBlanc, con tono firme mientras yo miraba por la ventana—, hay algunas instrucciones que debo darle antes de que entremos. 

Lo miré, intrigada.

—Claro, dígame —me encogí de hombros. Los clientes suelen ser a veces peculiares.

—Primero, nunca debe mirar directamente a los ojos al joven maestro si lo llega a ver. Manténgase alejada de la mesa mientras él esté presente y limite cualquier contacto verbal con él. Su trabajo es cocinar, y nada más —le empieza a dejar claro los puntos uno por uno— y mejor quédese en el salón principal.

Me quedé perpleja ante tanta regla sin sentido y arqueo una ceja. 

—Entendido. Yo solo quiero cocinar, no molestar a nadie —le aclaré de una vez— pero… ¿Puedo servir yo misma los postres? A los chef le gusta ver las reacciones.

El señor LeBlanc me dedicó una mirada rápida, quizás tratando de descifrar si mis palabras eran genuinas. 

—Será mejor que no, el joven maestro es… bastante exigente y con mal temperamento y no quiero que se lo tome personal —habla el señor Frederic.

“¿Qué clase de demonio del inframundo es este?” pensé abriendo mis ojos angustiada, me sentía como una caricatura. Asentí sin querer causar problemas y el hombre serio exhaló aliviado.

“¿Tendrá que ver con los arcángeles como dicen algunos?” casi me río de mis pensamientos alocados, pero no quería preocupar al hombre.

La perspectiva de cocinar para alguien tan misterioso y aparentemente exigente me llenaba de energía y ansiedad. Ni siquiera me detuve a pensar en lo inusual que eran las instrucciones de ese señor, Frederic. Para mí, el mundo se reducía a una cocina, un cuchillo afilado, y la creación de algo hermoso y delicioso. 

Sin embargo, mientras las puertas de la mansión se abrían frente a nosotros, no pude evitar pensar que esto podría volverse caótico rápidamente. Gabriel Seraphiel no era alguien que perdonara errores y eso más que todo eran los rumores que yo más escuchaba.

El joven maestro Seraphiel como le decía el señor LeBlanc llegó a la mansión Jadeíta, según investigué en Internet cuando me dejaron sola en la sala esta… casa, era una replica de su mansión en su país natal, con pasos firmes y decididos caminó a donde el señor Frederic le esperaba, ni siquiera me vio en la sala y no soy exactamente bajita o delgada para pasarme por alto. Su sola presencia llenaba el lugar con una mezcla de autoridad y frialdad que intimidaba a cualquiera empezando por mí. Se veía que era un hombre que no aceptará el fracaso, esperaba superar sus exigencias con creces.

Lo seguí en silencio cuando entró a la habitación donde se le había servido el postre, al menos el señor LeBlanc me dejó colocarlo en un plato con la decoración que yo quería para su presentación. Era un plato sencillo, pero su presentación estaba llena de color y, curiosamente, transmitía una sensación de alegría, al menos para mí. Solo esperaba que él también lo viera así.

Me mordí el pulgar ansiosa por saber si le gustaba. Solo podía ver su espalda, lo vi tomar la cuchara y probó un bocado de mi postre, la ansiedad me anudaba el estómago, y solo vi su espalda tensarse.

¿No le gustó?

No puede ser, mis platillos siempre son coloridos y deliciosos. Tiene que gustarle ¿Verdad?

“Voy a vomitar… puedo vomitar aquí mismo si ese hombre no dice nada” pensé tocando mi estómago con una de mis manos.

Cuando habló su voz ronca envío electricidad a través de mi columna y me sentí palidecer con sus palabras.

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