La chef curvy y el CEO papá soltero
La chef curvy y el CEO papá soltero
Por: Dehy Rodríguez
1. Seraphiel

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Gabriel Seraphiel

Entré en el comedor con paso seguro, mi presencia serena y estoica. Mi mirada estaba fija en el plato que esperaba en la mesa. Me siento sin prisa, ajustando la chaqueta perfectamente cortada de mi traje color carbón y tomo los cubiertos con precisión. 

—Hola, padre —saluda mi pequeño hijo de cinco años.

Samuel Seraphiel, mi hijo siempre se sentaba a mi izquierda en todas las ocasiones y a mi derecha debería ir su madre, pero ese asiento lleva años vacío.

—Hola, Samuel —le dije a él mientras le terminaban de servir la misma cena que a mí— ¿hiciste tus deberes?

—Sí, como siempre —contesta, igual de serio que yo— quiero aprender algo nuevo.

Mi hijo era mi viva copia, mismos ojos, cabello azabache y piel canela como la mía, también era un niño sumamente inteligente y a pesar de su corta edad aprendió a leer y escribir muy bien en poco tiempo y ahora tiene tutores avanzados.

—Ya veremos luego, primero termina tus clases —contesté, con parsimonia y Samuel solo asintió.

Llevo meses tomando suplementos e inyecciones que sustituyen los valores nutricionales que debería consumir en mis comidas y es por eso que la búsqueda de un chef es tan importante para mí. Aunque los médicos aún no encuentren la causa de mi falta del gusto decidí probar entonces con los cocineros.

“Estoy harto” pensé, solo para mí.

Frente a mí, Frederic, mi mayordomo de confianza desde hacía años, me observaba nervioso desde su posición junto a la puerta. Sabía lo que estaba por venir, pero yo sabía que él aún albergaba una débil esperanza de que esta vez aprobara la comida frente a mí. 

Corté un pequeño trozo del cordero en salsa de hongos, masticando despacio, con mi rostro impasible como siempre, mientras veía a Frederic apenas contenía el aliento. Tras un par de bocados, dejé los cubiertos sobre el plato con un ruido seco. 

El silencio en la sala se volvió insoportable para los demás, estaba harto de esta enfermedad… iba para un año en que los sabores no eran nada para mi paladar.

—J-joven maestro Seraphiel, creemos q-que es psicológico —había dicho el doctor.

Pude ver el momento exacto en que Frederic se tensó y empeoró cuando me levanté, tomé el plato con una mano y lo lanzo al suelo con un movimiento brusco, haciendo que la porcelana se rompiera en mil pedazos. 

—No sabe a nada, Frederic —gruñí, con la voz baja, pero cargada de exasperación. 

—Lo siento mucho —respondió Frederic rápidamente, inclinando la cabeza— Joven maestro Seraphiel, ya hemos probado con todos los chefs de renombre, incluso los de estrellas Michelin más prestigiosos del país —replicó Frederic, con voz nerviosa. Dudaba en continuar, pero sabía que debía decir la verdad—. No hay nadie más que pueda… 

Lo interrumpí, levantándome con una fuerza que hizo crujir la silla bajo mi peso. Levanté una mano y no hizo falta nada más para que Frederic se detuviera.

—Prefiero el silencio a las excusas —dije con frialdad. Mi mirada leonada se clavó en Frederic, vi como tembló bajo el peso de mi mirada y mi aura dominante—. Si quiero comer aire, lo haré. Pero si decido sentarme a esta mesa, espero que lo que me sirvas tenga un sabor digno de mi tiempo.

Miré fugazmente a Samuel, tenía los ojos rojos y apretaba sus pequeñas manos en puños, odiaba verme de mal humor. Pero era algo que no podía evitar, quería saborear una buena comida, nutrirme bien y me era imposible. Lo que solo me volvía más irritable.

Vi a mi mayordomo tragar saliva, se veía nervioso y asintió rápidamente.

—Disculpe, joven maestro —se inclina un poco para mostrar su respeto.

—Busca a otro chef —exigí, mi tono bajo, pero cargado de autoridad. —No me importa dónde busques. Ve a otro país, al espacio si es necesario, pero tráeme un chef que sirva para algo —rugí, clavando mi mirada en Frederic como si fuera capaz de quemarlo con solo mirarlo.

Frederic inclinó la cabeza rápidamente, viéndose sumamente ansioso. 

—Sí, señor. Inmediatamente —responde enseguida. Él sabe lo que le conviene.

Estaba enfermo, y ningún examen médico lograba encontrar la causa. Desde hacía meses, mi sentido del gusto había ido desapareciendo poco a poco, sumiéndome en una frustración que rayaba en la desesperación. Solo dos personas conocían la verdad: mi fiel mayordomo, Frederic LeBlanc, y mi médico personal, Patrick Jones. A pesar de los tratamientos y las pruebas, no había señales de mejoría.

 Caminé hacia la ventana, con las manos detrás de la espalda y mi porte altivo acentuado por la luz de la luna que iluminaba mi rostro perfectamente cincelado. Muchos en la ciudad hablaban de mí como si fuera un ángel caído o una criatura de los dioses. Mi sola presencia imponía respeto, y mi apellido, Seraphiel, era suficiente para provocar temblores en quienes se atrevían a desafiarlo. 

Tal vez todos pensaban que estaba molesto con ellos, pero no, no estaba enfadado con él ni con los chefs que habían desfilado por su cocina. Lo que realmente me atormentaba era la incapacidad de encontrar una solución. Yo no toleraba la incertidumbre, y esta enfermedad misteriosa me había puesto al borde de los límites.

—Frederic —lo llamé, mi voz más calmada pero no menos firme. 

—Sí, joven maestro —responde de forma inmediata.

—Frederic… —giro lentamente, mostrando una expresión que mezclaba cansancio y determinación—. Hazlo y rápido o no regreses.

Mi fiel mayordomo asintió con un leve temblor en las manos antes de retirarse de mi presencia, dejándome solo con mi silencioso hijo en el comedor. Afuera, la ciudad brillaba con luces, pero en mi interior, sentía que la oscuridad crecía con cada día que pasaba sin respuestas.

Luego de acostar a mi hijo a dormir me acomodé en el asiento trasero del auto con mi porte imperturbable.

—Esto me está consumiendo —pienso en voz alta, cuando me encuentro solo en mi auto, recuesto mi cabeza en el asiento para descansar un poco. El silencio fue roto por el sonido del teléfono. Observo la pantalla y dejé escapar un suspiro cargado de cansancio antes de contestar.

Ya mi chófer y mi asistente estaba en los puestos delanteros del auto listos para partir, sacaba tiempo para estar con mi hijo cada día sin falta, pero mis deberes me llamaban y mantenían ocupado.

—Madre, qué sorpresa —respondí con voz serena, aunque un leve tono de resignación que de seguro era evidente para mi madre.

Del otro lado de la línea, Anaiza Seraphiel, mi madre, me habla con una dulzura natural que contrastaba con mi frialdad. 

—Si yo no te llamo, tú no lo haces, Gabriel —rió suavemente, intentando aliviar la distancia que siempre existía entre ellos. 

—Mmmh —fue mi respuesta mientras volví a cerrar los ojos.

La pausa que siguió era común en nuestras conversaciones, reflejo de mi personalidad reservada. Mi madre, acostumbrada a estas interacciones, fue directa al grano.

—Tu abuelo quiere verte y te pide que vengas lo antes posible —me anunció con tono firme—. Y recuerda que el fin de semana tienes una cita con la hija de mi amiga Helen. Su hija es…

—Te he dicho que no quiero una cita con nadie que no conozca, madre —la interrumpí, mi voz firme y cortante, pero sin caer en la descortesía— y viajaré a Francia y luego Suiza en unos días, cuando esté de regreso visito al abuelo.

—Mi nieto necesita una figura materna, Gabriel —agrega mi madre— estoy segura de que ella es una candidata ideal, le gusta cocinar…

—Debo añadir que tampoco quiero salir con nadie que ya conozca, madre —añadí, dejando claro mi aversión a esos arreglos sociales en los que se empeña en meterme— mi hijo y yo estamos bien así.

Me ponía de mal humor que mi madre quiera imponer constantemente una mujer en casa.

—Gabriel necesitas una esposa que te cuide y tu hijo una madre que te ayude a criarlo —dijo mi madre preocupada— y tenemos un acuerdo con esa familia… sabes que salvaron a tu padre hace veinte años.

Mi madre intentó replicar recordándome el acuerdo que la familia Seraphiel tiene con los Moreau, pero no le di oportunidad. 

—No quiero citas —dije de nuevo— no me interesa, madre y no estuve de acuerdo con ese convenio.

En ese momento, Michelle, mi asistente personal, se giró desde el asiento delantero. 

—Señor, tiene una reunión con los hombres de Ginebra —dijo con tono profesional, aunque ambos sabíamos que aún quedaban horas para el encuentro. 

La miré de reojo y asentí ligeramente. 

—Madre, debo irme —comenté, cortando la llamada sin esperar una respuesta de mi mamá— llévame a la oficina de Grupo Seraphiel. 

Guardé el teléfono en el bolsillo interno de mi chaqueta, mientras mi mirada se fijaba en el horizonte a través de la ventana. Michelle, quien conocía bien mi carácter, no dijo nada más, dejando que el silencio se instalara de nuevo en el auto. 

En mi mente, analizaba las palabras de mi madre, mezclando el fastidio por su insistencia con una punzada de preocupación por lo que mi abuelo pudiera requerir. Sin embargo, cualquier emoción quedaba enterrada tras la máscara fría e impenetrable que era mi distintivo fiel. No tengo tiempo para distracciones. Y mucho menos, para citas.

En la mente de todos los que me conocían solo había una certeza: nadie me complacía con facilidad.

Y era verdad.

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