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Pasaron días. Alessandro seguía varado con aquel anciano que lo había recogido. Pero tenía muchos problemas, uno bien sabido: no recordaba nada de su pasado.

Ese día, el anciano le presentó a una pequeña mujer menuda. Era su hija, una joven viuda llamada Irina. Ella no preguntó su nombre. Él no lo sabía. Tampoco le importó. Tenía la mirada confusa de un bebé recién nacido. Sin embargo, ella lo llamó Luka, un nombre suave, sin historia, y él lo aceptó como si siempre le hubiera pertenecido.

Irina era la hija del pescador. Viuda joven, de rostro claro y manos que sabían curar tanto como remendar redes. No hablaba mucho, pero lo cuidaba con una ternura sencilla. Le preparaba infusiones, lo ayudaba a caminar cuando sus piernas temblaban, y por las noches le dejaba una lámpara encendida, porque notaba que él temía a la oscuridad.

A veces, cuando ella creía que dormía, lo observaba desde la puerta. Había algo quebrado en él. Una sombra detrás de esos ojos sin pasado.

Los días se volvían ruti
Glenmarts

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